🎗28

En el año 2006, el recién nombrado presidente de la república, al que muchos llamaron el usurpador, declaró una cruzada contra el narcotráfico que desató un horror inédito en México. La violencia escaló en un desenfreno que teñía de rojo las calles y campos del país. Decenas de miles de personas eran asesinadas o desaparecían día tras día, víctimas de un despliegue de fuerza al que llamaron Operativo Conjunto Michoacán. México entero sangraba, y esa herida abierta llegaba a mi corazón de una forma que no podía ignorar por más que lo intentara.

Por esos años mi clarividencia —esa facultad que había despertado de manera vertiginosa desde aquella noche en la casa de los Winston— no había hecho más que intensificarse, manifestándose como una ventana hacia el sufrimiento que se extendía por el país.

Fue precisamente aquella mañana, después de leer las cartas de Anthony y su médico, cuando todo escaló. Dejé las cartas en mi escritorio, aún incapaz de procesar lo que contenían, y salí a la calle para despejar mi mente, me senté en uno de los bancos de la plazuela que colindaba con mi despacho, cubrí mi rostro con mis manos, dejando escapar un par de lágrimas y leves sollozos; sin embargo, pronto tuve que recomponerme porque fue cuando los vi. Por el rabillo de mi ojo comencé a notar unas figuras que se desplazaban como sombras furtivas que parecían confundirse con una inesperada y extraña bruma matutina. Sin embargo, al girar mi cabeza y ver el panorama de frente, no tardé en comprender que no era una ilusión. Venían como un desfile espectral, avanzando en una fila interminable, eran unas figuras grises de todos tamaños y edades, caminando con lentitud, exhalando un aire de dolor y resignación que me heló la sangre.

Al principio pensé que eran las mismas almas errantes que solían rondarme, aquellas que no encontraban paz y venían a buscar favores que nunca podía concederles. Pero la verdad se me reveló de manera aplastante cuando comprendí que aquella procesión silenciosa era mucho más. Eran los hombres, mujeres y niños que el país había perdido, y los que aún habría de perder en los años siguientes. Sus rostros difusos eran un reflejo de las muertes, desapariciones y asesinatos que resquebrajaban el ya de por sí el frágil esqueleto social de México. Era como si las sombras encarnaran no solo a los muertos, sino a una premonición precisa y brutal de lo que estaba por venir. El horror no se detendría. El país seguiría desgarrándose, y el tejido que lo mantenía unido se pudriría hasta deshilvanarse.

Esa marcha fantasmagórica se repitió por meses, incluso años, desbordándose por las calles de Nuevo Laredo y extendiéndose más allá, como una sombra que no conocía fronteras. Les llamé "los grises", porque eran incoloros, silenciosos, y porque parecían existir entre la vida y la muerte, atrapados en un limbo del que nunca escaparían. Con el tiempo, se convirtieron en algo rutinario, en parte del paisaje de mi vida, como un eco constante del sufrimiento de un país atrapado en la violencia y la injusticia. Aprendí a acostumbrarme a ellos, a ignorar la procesión, aunque nunca dejé de verlos. A partir de ese día, siempre estuvieron ahí, recordándome que, al igual que ellos, mi país y yo seguiríamos encaminándonos hacia un olvido inevitable.

Desde entonces, las premoniciones que antes llegaban como discretos susurros en mi oído se intensificaron, tomando fuerza y forma con cada día que pasaba. Lo que antes era una advertencia menor —un plato que caía del trastero, un visitante inesperado en el bufete o en mi departamento— se transformó en un torrente de visiones y revelaciones. Cada pequeño acontecimiento me confirmaba lo que siempre había temido: la maldición familiar comenzaba a alcanzarme a mí también, y amenazaba con destrozar mi vida como ya lo había hecho con la de mi padre y mi hermano.

Me sucedió varias veces mientras trabajé en la firma de abogados. Los clientes que atendía llegaban cargados de secretos, ocultándolos como si al hacerlo pudieran protegerse del juicio del mundo o de sí mismos. Pero bastaba un simple roce de mi mano con su piel para que todo se desbordara, para que sus memorias más dolorosas y secretos más oscuros se manifestaran ante mí en una avalancha de confesiones devastadoras. Era como si mi clarividencia, ese don maldito que tanto temió mi padre y que arruinó la vida de Anthony, se alimentara de los pesares de los demás para volverse más poderosa.

Mis propios fantasmas ya eran de por sí una carga pesada, pero con el tiempo dejé de temerle a esa habilidad. Aprendí a aceptarla, a domarla y, en cierta medida, a usarla en mi beneficio. La clarividencia no era solo una maldición; también podría ser una herramienta, y si tenía que convivir con ella, lo haría bajo mis propias reglas. Aunque en el fondo sabía que, como los grises, este don era un recordatorio de algo más grande, un presagio de que la verdadera batalla contra la maldición nunca terminaría.

Impulsada por la urgencia de ver a Anthony, compré un boleto para viajar esa misma noche. Antes de partir, esa tarde me reuní brevemente con mi mentor, Luis Clark, para confiarle algunos casos pendientes, por si mi viaje se alargaba más de lo esperado. Debo confesar que durante mucho tiempo, albergué un resentimiento soterrado hacia él, una espina que nunca logré arrancar del todo, por haberme ocultado la verdad sobre Anthony durante tantos años. Sin embargo, al recordar su silencio y medirlo junto a todo lo que había hecho por mí -su infinita paciencia, su presencia en los momentos en que mi mundo parecía desplomarse-, mi corazón se inclinaba hacia la indulgencia. Porque, al final, las mentiras piadosas y los silencios compasivos son a veces el bálsamo que necesitamos para soportar la verdad que, con su peso implacable, puede rompernos sin remedio.

—Usted ya estaba rehaciendo su vida, señorita Emilia. Por fin había entendido que debía ponerse a usted misma en primer lugar. Ya había sufrido suficiente. —Fue toda su respuesta, llena de tristeza y cierta culpa.

Y aunque podía comprenderlo, mi resentimiento no se desvaneció del todo. En lugar de eso, se hundió lentamente en lo más profundo de mis entrañas, mezclándose con antiguos rencores y sombras que ya habitaban en mí. Era como un veneno espeso y amargo que no lograba digerir, pero que aprendí a endulzar con té de menta que bebía sorbo a sorbo, por las noches silenciosas. Así, dentro de mí, comenzó a formarse una masa oscura, una criatura densa y palpitante, que crecía en las sombras con una paciencia perversa y constante, esperando su momento para emerger y reclamar su lugar en el mundo.

Luis me contó que Candace había exigido la cadena perpetua para mi hermano en una prisión de máxima seguridad, conocida por sus horrores y brutalidades, Incluso asistió al juicio, tomada del brazo de Susana, quien para ese entonces ya vivía en el extranjero, brillando en el mundo del modelaje internacional. Pero fue Luis quien, con su habilidad e inteligencia, logró desmontar la acusación de asesinato en primer grado, y quién diría que sería el expediente psiquiátrico de nuestro padre la prueba determinante para demostrar que la enfermedad mental de mi hermano era fidedigna además de hereditaria, una condición que venía desde Matías Obregón y quizá incluso desde antes. El médico y colega de Anthony avaló el diagnóstico y en vez de la prisión perpetua, mi hermano fue recluido en un Hospital psiquiátrico con una posible revisión de condena luego de diez años. Sin embargo, aunque nunca lo hablamos, Luis y yo sabíamos que todo aquello era una mentira conveniente, cuidadosamente tejida. De todas formas, en el fondo, no importaba. Como ya he dicho, la verdad tiene poca cabida en un mundo construido sobre cimientos de dolor, locura y desesperación.

Antes de partir, solicité a Luis el expediente completo de Anthony, pues estaba segura de que en esas páginas llenas de términos legales y declaraciones frías debía haber algo, algún vacío, alguna rendija por donde pudiera introducir, con la misma habilidad que Luis, evidencia que exonerara a mi hermano de aquel lugar y de sus propios infiernos cuando llegara el tiempo del nuevo juicio.

Esa noche, ya en el avión, mientras las luces de Nuevo Laredo se desvanecían en la distancia, Londres comenzó a dibujarse en mi mente como un horizonte incierto, con sus cielos grises cargados de incertidumbre y malos augurios. Aunque ansiaba reencontrarme con mi hermano, el miedo se apoderaba de mí a medida que el avión avanzaba hacia el este, dejando atrás la noche. ¿Qué clase de persona sería ahora Anthony? ¿En qué criatura lamentable lo habría transformado la maldición?

Así transcurrió el viaje, envuelta en una vigilia inquieta. En algún momento, la oscuridad empezó a desvanecerse, dando paso a un amanecer lento y tímido. El sol se asomaba con tonos de gris pálido y dorado, iluminando el cielo con una claridad que contrastaba con las neblinas de mi mente.

El piloto anunció que nos acercábamos a nuestro destino. Miré por la ventana: un Londres gris y lluvioso comenzaba a revelarse bajo un manto de nubes pesadas. El cambio de horario me pesaba como una losa, y mi cuerpo, acostumbrado aún al tiempo de México, reclamaba descanso. Finalmente, incapaz de resistir más, cerré los ojos mientras el avión iniciaba su descenso, dejando que el cansancio me venciera justo cuando faltaba poco para llegar.

En el breve sueño que me envolvió, mi mente me arrastró de nuevo al pasado, a los días en los que todo era más sencillo, antes de volverse aterrador: soñé con mis hermanos, papá y mamá y con la casa de nuestra infancia. Esa finca en donde el tiempo ya no transcurría, sino que volvía sobre sí mismo una y otra vez.

"Dame respuestas, mamá", rogué en mi sueño, intentando reconectar con ella después de años de una negación autoimpuesta, una coraza casi idéntica a la que Anthony había utilizado para protegerse del dolor y las verdades ocultas de la maldición.

Entonces la vi. No como un recuerdo difuso, sino con la intensidad vívida de un ángel que me visitaba. La escena me transportó al día de su boda mística con papá, un momento que nunca había presenciado pero que mi subconsciente recreaba como si lo hubiera vivido. Flores de cempasúchil brotaban del suelo a cada paso que ella daba hacia el altar, inundando el aire con su perfume cálido y agridulce. Mi madre caminaba envuelta en un vestido de manta blanco, sencillo pero luminoso como ella siempre lo había sido, como si cada hilo estuviera tejido con un fragmento de luz celestial.

Cuando pasó junto a mí, sus bellos ojos oscuros, profundos como pozos llenos de secretos, se cruzaron con los míos. Se detuvo un instante, inclinándose hacia mí, y su voz, suave pero poderosa, me envolvió como una caricia.

—Tres talismanes, y tú eres el puente —me susurró.

La voz resonó como un trueno amortiguado, y luego, como si el viento llevara sus palabras entrelazadas con la esencia de las flores, escuché a mi padre también. Su tono grave se mezclaba con la marcha nupcial entonada de manera celestial.

—No son solo poemas, Emilia. Contienen las palabras...

Era la misma frase que él me había dicho años atrás, la última vez que estuve en la finca, antes de que el espectro de Marian nos atacara. Ahora lo recordaba, la revelación olvidada, ese recuerdo que había esperado el momento preciso para volver a emerger. En ese instante, entre el sueño y la vigilia, todo pareció encajar: las flores, los poemas, la maldición que nos perseguía. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que las piezas del rompecabezas estaban frente a mí y ya tenía la primera pista para comenzar a descifrarlo.

Desperté sobresaltada, justo cuando el avión se sacudió con fuerza y la voz impasible del piloto pidió que permaneciéramos con los cinturones asegurados. Desorientada, mi mirada recorrió el entorno hasta detenerse en la mujer que ocupaba el asiento a mi lado derecho, era una presencia que, perdida en mis propios pensamientos, no había advertido antes. Era mayor y tenía un aire sereno, Al notar mi turbación, tomó mi mano entre las suyas y me ofreció una sonrisa.

—No se preocupe, las turbulencias no derriban aviones —dijo con un leve acento irlandés.

Le devolví la sonrisa, intentando ocultar mi agitación. Pero algo en su rostro comenzó a cambiar. Sus facciones, tan serenas y humanas, comenzaron a distorsionarse, alargándose, deslizándose hacia una grotesca deformidad.

—Además, te prometí que volarías conmigo... —susurró, y su voz se transformó en un siseo escalofriante, como serpientes reptando sobre la maleza.

El brillo cálido de sus ojos había desaparecido y fue reemplazado por un guiño opaco y aterrador. La sonrisa se torció en una mueca espantosa, su cabello, corto y encanecido, comenzó a alargarse como raíces de sombras hasta cubrirme como velo maligno, y el aroma de cempasúchil, de mi sueño, antes dulce y familiar, se transformó en un hedor a putrefacción.

Parpadeé, aterrada, y en ese instante todo volvió a la normalidad. La mujer seguía ahí, tranquila, con el mismo aire sereno y amable sonrisa.

—¿Ves? Ya acabó —dijo, como si nada hubiera ocurrido.

El avión tocó tierra y el ruido de las ruedas sobre la pista me devolvió a la realidad. Apenas abrieron la puerta de la cabina, me apresuré a bajar, dejando atrás a la mujer sin atreverme a mirarla de nuevo.

—¡Nos veremos pronto, Emilia! —gritó detrás de mí, mientras yo me abría paso entre la gente sin mirar atrás, convencida de que si lo hacía, ese grito se convertiría en algo más terrible de lo que mi mente pudiera soportar.

Me hospedé en un pequeño hotel en Beckenham, a escasa distancia del hospital psiquiátrico. La habitación era austera, casi monástica, y su sobriedad me recordó de inmediato al convento de las Madres Clarisas, donde transcurrieron buena parte de mi infancia y adolescencia. Dejé la maleta junto a la cama y me desplomé sobre el colchón, aún con la ropa puesta. Mi cuerpo clamaba descanso, pero mi mente era un torbellino de pensamientos que se negaban a apaciguarse.

Tenía miedo, no solo por el extraño episodio en el avión, sino por el pavor que sentía al pensar en el reencuentro con mi hermano. Cerré los ojos y comencé a recitar mentalmente los rezos aprendidos en el convento, aquellos que creía olvidados, dejando que las palabras fluyeran como un mantra protector. Repetí cada oración hasta el cansancio, hasta que mi mente se agotó y el cansancio finalmente me venció. Por fortuna esta vez no hubo sueños, solo un vacío profundo, tranquilo y reparador, un respiro necesario antes de enfrentar lo que me aguardaba al día siguiente.

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