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Tamaulipas, 1976.

El cuerpo de Marian les fue entregado un sábado. La autopsia decretó: «muerte por exanguinación». Itan insistió en bañarla, vestirla y peinarla para despedirla en su última morada, pero el cuerpo de Marian estaba muy retorcido y con un rigor mortis tan severo que le fue imposible manipularlo. Tuvo que ser colocada en el féretro, cubierta solo con una manta que le colocó Raquel para proteger su desnudez. Itan tejió una enorme trenza de dos metros de longitud con el cabello de Marian, adornándola con flores frescas del jardín. Notó que el cabello estaba mucho más largo que la última vez que la vio. De manera inexplicable, este no dejaba de crecer. Incluso horas antes de cerrar el ataúd, ya comenzaba a desbordarse, como si cobrara vida propia, tanto que tuvieron que meterlo a la fuerza. Finalmente, retiraron la manta que cubría su cuerpo y fue sepultada amortajada con su propia melena, que continuaría proliferando aún bajo tierra.

La velaron y enterraron en la finca. No se hizo ningún plan para repatriar el cuerpo a Inglaterra. La madre, para sentirse menos culpable, se limitó a girar una suma estratosférica de dinero a la cuenta de Severo, que de todas formas él no utilizó. También envió una carta extensa, explicándoles los motivos por los cuales no podía viajar a México y pidiéndoles que cremaran los restos de su hija y los mantuvieran en la finca; aclaró que cuando tuviera tiempo y sus documentos en orden, viajaría por ellos. Severo rompió la carta.

—He visto serpientes amar a sus crías más de lo que esta mujer ha sido capaz —declaró Severo.

Pero no la cremaron. A pesar de no ser muy religiosos, temían una represalia del más allá y decidieron enterrarla en el panteón familiar, como una de los suyos. Conforme a las tradiciones, fue velada durante todo un día, hasta que la pestilencia en la sala fue tanta que el féretro, blanco y brillante, que Matías había traído de la capital, tuvo que sellarse. Raquel ordenó a Itan abrir todas las ventanas y encender velas e inciensos, pero el olor a podredumbre se había extendido por toda la finca y tendrían que pasar muchos años para que se disipara.

—Pobrecita —dijo Raquel, tapándose la nariz con un pañuelo, antes de sellar el ataúd y meter en él los últimos mechones de cabello-, pero en la resurrección se levantará sana y completita.

La sepultaron ese día por la tarde en el cementerio familiar, que se encontraba en un rincón apartado de la vasta propiedad, rodeado por un bosquecito de encinos y fresnos. Era un lugar tan antiguo que ya nadie visitaba, excepto Raquel, quien continuaba llevando flores frescas a la tumba del patriarca Obregón, presentando sus respetos, misma tradición que inculcaría después a su nuera. Severo ni se paraba por ahí; hacía más de quince años desde la última vez que pisó ese lugar, cuando apenas había contraído nupcias con Raquel. En aquella ocasión, los recién casados celebraron los funerales de los padres de Severo, quienes murieron de accesos de tos sincronizados que degeneraron en un insólito caso de tuberculosis. Tres meses después cavarían un nuevo hoyo para albergar el féretro gemelar de sus hermanos mayores, que fallecieron en una carrera clandestina de motos; murió uno después del otro, en el orden inverso en el que habían llegado al mundo. Todavía le quedaba un hermano menor, pero andaba desperdigado por el mundo, enfrascado en sueños tan infantiles como improductivos.

Severo abrió el viejo portón, cubierto de musgo y flanqueado por dos antiguos faroles de piedra. Se le erizaba la piel tan solo de entrar a ese lugar, pero como aún no anochecía, dejó de lado los malos pensamientos y augurios y se armó de valor para cavar él mismo, junto con su hijo, la tumba en la que la pobre joven escocesa por fin podría descansar.

A pesar de no haber llovido durante varios días, el aire estaba impregnado con un olor a tierra húmeda y materia orgánica en descomposición. Matías tuvo que cubrirse la nariz con su pañuelo, y con gusto se habría tapado los ojos con el mismo, pues los fantasmas del cementerio lo recibieron con aquellos ojos tristes y hundidos, con sus caras descarnadas y sus cuerpos cadavéricos. Ninguno de ellos descansaba en sus moradas. Cerró los ojos para dejar de verlos y cuando los abrió vio a Itan, quien le sonrió, como para infundirle el valor que le faltaba, entonces los espectros se esfumaron.

En el centro del camposanto se erigía un imponente árbol, el encino de raíces ancestrales en el que se fraguó el inicio de la maldición. Cientos de veces había sido podado hasta reducirlo a un tocón de pocos centímetros de altura, pues su crecimiento era escandaloso y sus hojas eran atacadas por una podredumbre radical que no respondía a tratamientos, extendiendo su toxicidad a los árboles vecinos. Y cientos de veces había vuelto a crecer. En sus ramas, los cuervos graznaban, observando con ojos inteligentes el ingreso del pequeño cortejo fúnebre compuesto por la familia Obregón, el párroco de la iglesia e Itan, quien iba cabizbaja, vestida de negro, escondiendo su vientre tras un ramo de flores, resintiendo la muerte de Marian como un frío perenne en cada uno de sus huesos. Más allá del encino se encontraban las tumbas más antiguas de los antepasados de la familia, lápidas de piedra desgastadas cuyas inscripciones apenas eran legibles, pues se perdían tras la pátina de musgo y enredaderas. La tumba del patriarca de la familia era la más cuidada, elaborada con mármol pulido de color negro, que sobrevivía al paso del tiempo. Flores aún frescas adornaban su lugar de descanso, colocadas recientemente por Raquel.

Con el párroco aun recitando al viento letanías y cánticos, Severo y Matías comenzaron a bajar el ataúd al fondo de la tumba recién cavada. Una ráfaga de viento helado, como un aviso premonitorio, atravesó el cementerio, el cielo despejado comenzó a cubrirse de gruesos y plomizos nubarrones cargados de agua, desatándose una inusual lluvia para esa temporada. Matías y Severo continuaron con la labor, a pesar del temporal, intentando no distraerse ni hacer caso al escalofrío que les recorría la espina dorsal, tirando palada tras palada de tierra después de haber bajado el ataúd. Los cuervos, antes curiosos y ruidosos, también callaron, presintiendo lo que estaba a punto de ocurrir. Itan se estremeció, sus ojos no podían apartarse de la tierra cayendo encima del féretro.

Hasta entonces, los fantasmas solo se le habían presentado a Matías y ocasionalmente en sueños a Severo. Raquel y Diana tenían la fortuna de vivir una vida tranquila y sin espantos, hasta ese día, en el que todos serían testigos del horror.

Un gemido bajo y lastimero resonó desde las entrañas de la tierra. Matías detuvo su labor y con su corazón latiendo a toda velocidad fijó su mirada en donde creyó que provenía el sonido, justo dentro de la fosa.

El gemido pronto se convirtió en un lamento prolongado, desgarrador, que brotaba bajo los pies de los presentes. Itan se talló los ojos cuando le pareció ver cómo la tierra alrededor del féretro comenzaba a agitarse. Raquel y Diana se refugiaron detrás del párroco, quien intentó continuar con las oraciones, pero de su boca solo salieron murmullos temblorosos y sin sentido. Severo y Matías, tratando de ignorar el miedo que sentían, se aferraron a sus respectivas palas, como preparándose para golpear lo que fuera que viniera desde las entrañas del camposanto. Pero nada los prepararía para lo que verían a continuación. Unas raíces, negras, retorcidas y cubiertas de una sustancia viscosa emergieron del suelo, enredándose alrededor del ataúd de Marian, moviéndose con una intención malévola, como reclamándola al lugar donde pertenecía.

Llegaron más cuervos, uniéndose a los que vigilaban atentos. Eran tantos que, al posarse en las ramas de los árboles, estas crujieron debido al peso. Venían de todas partes, como si algo los hubiera convocado. Extendieron sus alas, abrieron sus picos y graznaron, en un coro discordante, mezclando sus sonidos con los lamentos de la tierra, llenando el aire con una cacofonía insana, que instó a los presentes a cubrirse los oídos para no enloquecer. Coronando la espantosa escena, las nubes comenzaron a descargar una lluvia intensa, que pronto convirtió el suelo en un pantano resbaladizo. De la tierra brotaron más raíces negras y putrefactas que envolvieron el féretro con ferocidad.

—¡No se la lleven! —gritó Itan con fuerza, y para horror de Matías, en un impulso desesperado, se lanzó a la fosa.

Intentaba con desesperación cortar las raíces, pero estas se multiplicaron y empezaron a enredarse también alrededor de su cuerpo. Matías, horrorizado y en un instinto feroz por protegerla, saltó tras ella gritando su nombre, echando mano de la pala para cortar las raíces. Pero no tuvo éxito, pues estas salían de entre la tierra a una velocidad asombrosa, haciendo inútiles todos sus esfuerzos. Raquel y Diana gritaron, pero sus voces fueron apagadas por la inesperada lluvia que cobró intensidad, mientras el párroco se desmayaba, incapaz de soportar la visión de las raíces cobrando vida, y comprobando que, después de todo, el demonio sí existía.

—¡Itan! ¡Itan! —gritaba Matías con el corazón desbocado y el alma en vilo, jadeando, al borde de la extenuación, pero sus intentos eran en vano y en segundos las raíces negras comenzaron a envolver su cuerpo también.

Severo, viendo la desesperación de su hijo y el horror de la situación, se armó de un valor sobrehumano. El amor y el instinto paternal lo impulsaron a lanzarse también a la fosa, ante las miradas de horror de su esposa e hija, a pelear mano a mano con aquella amenaza que pretendía devorar a su único hijo varón. Pero fue Itan quien puso fin a aquella pesadilla. En medio de la desesperación, la joven cerró los ojos y murmuró unas palabras poderosas para ahuyentar al mal, aprendidas de su padre. Era un rezo que creía olvidado, pero que el terror de la situación acababa de hacerle recordar, despertando en ella una fuerza sobrenatural. Sus manos comenzaron a brillar con una luz suave y cálida, y las raíces, al contacto con ella, se estremecieron y comenzaron a retroceder con lentitud, conociendo por primera vez la energía que emanaba de quien sería el único ser en el mundo que podría hacerle frente. La tierra crujió, furiosa, y el ente detrás de aquel ataque se replegó, vencido ante su poder. La luz en las manos de Itan se intensificó, ante los ojos desorbitados de todos los presentes.

Severo arrancó a Matías e Itan de las garras de las raíces restantes, pero nada pudo hacer por Marian. El maligno no renunciaría a ella, la había reclamado desde el primer día en el que la joven puso un pie en la finca, tragaría su cuerpo, devoraría su alma, justo ahí, en el patio, en el antiguo árbol donde la maldición se había fraguado, porque ella le pertenecía.

Raquel y Diana ayudaron a que los tres salieran de la fosa, arrastrándose. Apenas habían puesto un pie sobre el suelo fangoso, cuando de la tumba emergió la boca de una bestia infernal de enormes fauces, que abrió su mandíbula lo suficiente para engullir el féretro por completo. El ataúd desapareció tras ser devorado, y luego de un ruido sordo la tierra se cerró detrás de él, dejando solo un montículo de tierra fresca como único vestigio de lo ocurrido. La lluvia cesó por completo, dejando un aroma fresco y limpio en el aire. Las nubes se retiraron y los cuervos, ahora tranquilos, graznaban en armonía, observando desde las ramas del encino. Matías abrazó con fuerza a Itan y le dio un beso en la frente, sobreponiéndose al horror de casi perderla.

El camposanto, que minutos antes había sido escenario de caos y desesperación, ahora parecía estar impregnado de una calma inusual. Marian había desaparecido, y todo parecía haberse tratado de una pesadilla.

Esa noche, la finca de los Obregón se sumió en un silencio inquietante. Cada uno intentó procesar lo ocurrido a su manera. Severo, Raquel y Diana se quedaron en la sala, aún con la ropa empapada por la lluvia. Raquel acariciaba la cabeza de su hija, quien descansaba en su regazo, susurrándole que todo estaría bien, aunque sus propias palabras sonaban huecas en sus oídos. Severo miraba el fuego de la chimenea, intentando encontrar lógica en el caos que habían vivido. Convencido de que lo ocurrido no obedecía a un suceso sobrenatural, sino a una especie de «locura colectiva y temporal», ocasionada por la tensión y los malos momentos vividos con Marian. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, una pequeña chispa de duda comenzó a arder. Recordó la advertencia del brujo Don Mariano, y una sensación de remordimiento y culpa se apoderó de él. Había ignorado las advertencias, y ahora temía que su escepticismo hubiera costado más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Voy a cerrar ese cementerio —advirtió Severo, su voz cargada de una determinación férrea—. Y desde hoy les digo que ninguno de nosotros volverá a pisarlo, ni vivos ni muertos.

—Pero ahí está la tumba de León I y la de tus padres y hermanos —argumentó Raquel, con la voz temblorosa, aferrándose a la tradición y al respeto por sus ancestros.

La firmeza de Severo no flaqueó, y Raquel, para no desagraviar la memoria del primer León, tiempo después colgaría su retrato, aquel que yo conocí, en la sala principal. Ese sería el lugar donde le brindaría respetos para siempre, aunque en su corazón lamentara no poder visitarlo en su lugar de descanso.

Por su parte, Matías se encontraba en su habitación, sentado en el borde de la cama, todavía temblando por el terror vivido. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de las raíces negras envolviendo el féretro de Marian y casi llevándose a Itan se repetía sin cesar. Sentía una desesperación que no lograba controlar, un nudo en su garganta que no desparecía. A partir de ese día, la semilla del terror de perder a Itan se implantó en su corazón, germinando con el paso del tiempo, haciendo latente la necesidad de protegerla siempre, a toda costa.

Itan, agotada y experimentando una honda tristeza, repasaba en su cuarto las palabras del rezo que había recitado. Estas resonaban en su mente una y otra vez, buscando consuelo en la esperanza de que Marian pudiera liberarse de las ataduras del mal y encontrar el descanso eterno. Se miró las manos, recordando esa energía desconocida que había fluido a través de ella, preguntándose cómo había sido capaz de desatar un poder que hasta entonces no conocía. No sabía si aquella fuerza sería su bendición o perdición, y la incertidumbre la mantenía en vilo, temiendo lo que el futuro pudiera depararle.

Sin embargo, no hubo mucho tiempo para terminar de procesar ese suceso sobrenatural, pues tan solo tres días después, una nueva tragedia golpearía con fuerza a la familia. Una desgracia tan grande de la que jamás se repondrían, y que traería nuevas épocas de oscuridad y desesperanza.

Tras salir de la escuela, el siguiente miércoles, Diana se perdió. Apenas cursaba el segundo año de secundaria. Se había ido de pinta, con un grupo de amiguitas, saltándose las últimas horas. Escaparon de la institución aprovechando un descuido de la prefectura. Cuando la tarde cayó y la niña no regresó, Severo y Matías se lanzaron en una búsqueda exhaustiva por el pueblo que empezó ese día por la noche y no terminaría luego de muchos años. La movilización incluyó primero a los ciudadanos que comenzaron a buscarla por todo el pueblo, luego la policía local se involucró y «peinó» la zona donde sus amiguitas habían informado que la vieron por última vez, sin encontrar rastro alguno. A la mañana siguiente, un equipo de investigadores de primera línea se unió a la búsqueda. Se imprimieron cientos de miles de volantes con la última foto de Diana, sonriendo en su cumpleaños número trece, su melena castaña cayendo en cascada sobre sus hombros y sus ojos verdes brillando de alegría.

Sus amigas fueron sometidas a maratónicos interrogatorios policiales. Llorando, repetían una y otra vez la misma historia: se habían separado cerca de la plaza municipal, después de haber ido a la matinée. Raquel, presa de los nervios y sumida en oscuros presentimientos, enloquecida porque su pequeña, su damita de compañía, no aparecía, se quedaba en casa, atendida por un médico. Cada vez que a su mente acudía la imagen de Diana impresa en los boletines de búsqueda, le parecía estar viviendo una pesadilla, su corazón se rompía; desconsolada lloraba al recordar esa carita pálida y delicada, sonriendo con sus ojos siempre alegres.

Severo, destrozado por la incertidumbre y el miedo, nunca dejó de buscarla. No fue hasta que experimentó ese horror, que ningún padre debería conocer, cuando tomó consciencia de que las desapariciones en Santa Martha, y en México en general, no estaban limitadas a mujeres indígenas o desamparadas. La realidad lo golpeó con una intensidad abrumadora, comprendiendo por primera vez la verdadera magnitud del problema. La búsqueda de Diana se convirtió en una lucha desesperada contra el tiempo, que pronto se expandió hasta Estados Unidos, pero al final resultó ser una batalla perdida que se prolongaría durante años sin resultado alguno, pues tal parecía, que al igual que a Marian, a la jovencita se la hubiera tragado la tierra. Eso era una expresión que solía decirse, muchos años después, cuando mi padre nos contaba acerca de ella. «A la tía Dianita se la tragó la tierra».

Sin embargo, lo que realmente le sucedió a Diana fue mucho más oscuro y aterrador de lo que nadie podía haber imaginado. Después de separarse de sus amigas, Diana había regresado a la finca un poco más temprano de lo usual. Para no despertar sospechas y evitar un regaño por parte de su madre, en caso de que se enterara de que venía del cine y no de la escuela, decidió dar la vuelta y entrar por la parte de atrás.

Desde el entierro de Marian, Diana escuchaba que una voz la llamaba constantemente y estaba convencida de que provenía del cementerio. Se lo dijo a su madre, y esta a Severo, quien la consoló asegurándole que lo que fuera que había pasado ese día no volvería a ocurrir, y que pronto construirían los muros y llegarían los camiones que verterían toneladas de cemento en el maldito lugar, para asegurar que, si acaso alguna cosa profana vivía ahí, no volviera a salir jamás.

Aun así, ese día dirigió sus pasos hacia allá. Entró sin dificultades, apartando la puerta desvencijada, se abrió paso por las lápidas, sintiendo el aire helado del cementerio en su piel. Su cabello castaño ondeaba ligeramente con el viento, y sus ojos curiosos escudriñaban el entorno en busca del origen de la voz que la llamaba. Llegó al montículo donde antes había estado la fosa que habían cavado su padre y hermano para Marian y no pudo evitar estremecerse, recordando que todo había sido cierto.

El Mayor ya tenía a Marian, pero para cruzar el umbral al mundo de los vivos necesitaba un sacrificio de sangre. Necesitaba a un inocente y a un ejecutor. Lope, instruido por aquella fuerza oscura que a partir del encuentro con Marian se apoderaba de él, arrastraba su machete mientras salía de entre las tumbas, como una figura antinatural, envuelto en un halo maligno.

Diana se dio la vuelta al escuchar el sonido de unos pasos tras de sí, y al verlo, sus ojos se abrieron de par en par. Intentó correr, pero las raíces del encino se levantaron, rompiendo las criptas y todo a su paso. La atraparon, envolviendo sus piernas y tirándola al suelo.

En medio de su desesperación, rogó por su vida, pero sus palabras pronto fueron ahogadas por los graznidos enloquecidos de los pájaros y los furiosos machetazos de Lope.

Con cada golpe, la sangre salpicaba el rostro febril de Lope, y se derramaba en el suelo y las raíces, que parecían absorberla con avidez. Destazó a la chica en varios pedazos, empezando por sus extremidades. Eufórico, disfrutaba cada intento de ella por librarse; porque, aún después de quedarse sin manos, Diana extendía los muñones que le quedaban para intentar detenerle, con el horror impreso en su rostro. La entidad susurraba en la mente del asesino, exigiéndole que no parara. Ahogó los últimos gritos de la niña cuando de un machetazo le rompió la mandíbula en dos. La agonía de Diana se prolongó hasta que la masa sanguinolenta en la que se convirtió su cabeza, finalmente se desprendió de su cuerpo. Lope pudo ver esa expresión de miedo grabada en sus ojos, ese rictus de dolor de quien experimenta una muerte violenta e inexplicable.

Lope, jadeando, reunió los restos de la pobre niña y los llevó hasta el tocón del encino, ofreciendo el sacrificio al Mayor. La entidad se regocijó. La tierra se abrió y engulló el cuerpo destrozado de Diana, ocultándolo bajo las raíces del encino. Murió a las tres de la tarde, en los territorios de su propio hogar.

A inicios de diciembre, pocos días después de la desaparición de Diana, unos sollozos comenzaron a escucharse por las noches, provenientes del cementerio. Eran gemidos tan desgarradores que destrozaban los nervios de la pobre Raquel y sumían a Itan en un estado de oración constante, pidiendo paz para el alma en pena. Severo, fuera de sus casillas, aceleró las labores para sellar el cementerio maldito de una vez por todas.

Los muros de contención fueron levantados con increíble rapidez, los árboles y el encino maldito derribados. Llegaron los camiones, cargados con toneladas de mezcla gris que descargaron sobre todo el camposanto, sellando las criptas bajo una losa de concreto impenetrable. En un solo día, los trabajadores contratados por Severo concluyeron las labores. El herrero instaló una puerta de hierro, alta y robusta, con diseños intrincados de rosas y figuras, y colocó un grueso candado. Le entregó la llave a Severo, pero este la derritió, arrojándola en la chimenea encendida, seguro de que a ese sitio maldito jamás nadie de los suyos regresaría.

A partir de ese momento, los lamentos dejaron de escucharse. Los días pasaron y de Diana nada se supo. A pesar de la exhaustiva búsqueda y debido a la horrible experiencia vivida en el entierro de Marian, los Obregón jamás pensaron en revisar el cementerio. Con el paso de los años, el recuerdo de Diana se fue esfumando de la memoria de la gente, y los retratos de búsqueda pegados en los postes y muros, luego de la muerte de Severo y Raquel, fueron reemplazados por propagandas y basura electoral.

La familia jamás se repuso de ese duro golpe. Raquel se sumió en su tristeza, brevemente aligerada cuando llegaron los nietos. Severo se enfrascó en los negocios y la gestión de sus cultivos, pero mientras vivió, jamás dejó de buscarla.

Matías llevaría para siempre en su alma la incertidumbre y la pena de perder a su única hermana. Cada noche, los recuerdos de Diana lo atormentaban, su risa, su rostro sonriente, la inocencia en sus ojos. La desesperación y la impotencia se apoderaban de él, sintiendo como si una parte de su alma hubiera sido arrancada sin piedad. Él, que siempre le temía a los muertos, rogaba a su odiada clarividencia que le dejara ver a Diana, pero los espectros seguían presentándose, todos menos aquel que tanto añoraba.

Hasta que llegó el día en el que, en sueños, experimentó una visión tan horrenda que estuvo a punto de volverse loco: Diana flotaba, o más bien, los pedazos de ella se juntaban como un retorcido rompecabezas, con la cabeza donde deberían estar los pies, y los pies en el lugar de la cabeza, como una obra macabra de Picasso, horrenda y cambiante, intentando encontrar su lugar correcto. Cuando Matías le preguntó qué le había sucedido, de los pedazos de su boca sólo salieron gemidos. Los ojos de Diana lo miraban, con una desesperación palpable por encontrar una respuesta.

Matías se despertó, sudando y con el corazón en un puño. Agobiado, entonces supo que Diana estaba muerta, pero lo calló. Era mejor llevarse el secreto a la tumba y dejar que sus padres siguieran pensando que estaba extraviada, para que al menos guardaran un trozo de esperanza de que, algún día, Diana volvería al hogar. Mientras él sabía, en lo más profundo de su ser, que su hermana jamás regresaría, y esa verdad lo atormentaría por el resto de su vida.

Itan, por su parte, se preguntaba si acaso era culpa suya, tanto lo que le había sucedido a Marian como la abrupta partida de Diana. Porque, tal parecía, antes de su llegada, todo marchaba bien en la finca. Ahora que Marian había muerto y Diana estaba desaparecida, sabía que sus días en la finca estaban contados. Ya no la necesitaban, y no pasaría mucho tiempo antes de que Raquel la despidiera.

Como solo era una sirvienta, se limitaba a observar, y nada pudo decir cuando el cementerio fue sellado. Pero en las noches, cuando todos dormían, Itan caminaba por la finca, siguiendo el mismo impulso invisible que también había arrastrado a Diana. Se quedaba ante la puerta, observando la inexpugnable losa de concreto, sabiendo que aquello era solo un remedio temporal, porque tarde o temprano, el mal volvería a emerger, asomando de nuevo sus fauces y devorándolo todo.

A veces, creía escuchar susurros débiles, de un alma gimiendo y llorando. Siempre creyó que se trataba de Marian, pero no sabía que eran los huesos de Diana los que también plañían. Miraba con tristeza hacia donde antes se erigía el encino podrido, intuyendo que tal vez ahí estaría la respuesta, mientras la culpa la consumía lentamente, sintiéndose impotente para proteger a la familia a la que sentía deberle tanto.

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