🎗️21
Luego de orillarse en un paradero en la carretera interestatal, el hombre del pasamontañas me quitó la capucha y me ordenó bajar. Demasiado aturdida y asustada para decir algo, obedecí. Para entonces, la noche ya había caído.
—A dos millas hay una estación de autobuses —me dijo, arrojando mi valija al suelo, seguida de una bolsa de plástico pequeña y negra—. Es más de lo que te quitamos —aclaró, refiriéndose al dinero. Luego, reanudó la marcha del vehículo y desapareció de mi vista.
Me quedé de pie unos segundos, saboreando mi nueva libertad, viendo las luces de una ciudad que se extendía ante mí. Tomé mis pertenencias y caminé hacia el este, en la dirección que me había señalado mi captor. No me detuve hasta llegar a la estación, acelerando el paso, mirando en todas direcciones, temiendo que el líder se arrepintiera y volviera a por mí.
La ansiada libertad se sentía extraña. La maldición, mis hermanos, mi pasado... todo ahora me parecía lejano, como si mi identidad hubiera sido borrada de golpe. Entendí que después del secuestro siempre habría un antes y un después en mí.
Cuando por fin estuve dentro de la estación, bajo las luces, el bullicio y el cobijo de completos extraños, me permití respirar con tranquilidad por unos minutos.
Al revisar mi maleta, me di cuenta de que todo estaba ahí. Mi ropa había sido lavada y doblada, los libros de mi madre estaban completos, también mis rosarios y medallas. La cajita musical que me había dado Nicolás también estaba ahí, y si todo ya me parecía lejano, el recuerdo de aquel niño pelirrojo no parecía ser más que un sueño. Abrí la tapa de la caja para escuchar la melodía, intentando recordar mejores tiempos.
En el interior de la bolsa de plástico negra había unos fajos de billetes enrollados con ligas, muy voluminosos. El dinero estaba mezclado entre dólares, billetes, monedas mexicanas y estadounidenses de diferentes denominaciones. Dinero ensangrentado, que, en verdad, era a todas luces mucho más de lo que me habían quitado, acaso como una insulsa compensación por parte de mi secuestrador.
Tomé las monedas más pequeñas y busqué un teléfono público para marcar el número del abogado. Necesité la ayuda de una mujer hispanohablante que, por fortuna, se encontraba en el teléfono contiguo. Me enseñó brevemente cómo marcar hacia México mientras continuaba con su jerga telefónica, que para mí era incomprensible. Don Luis contestó al cuarto timbrazo. Al llamarlo por su nombre, hubo un largo y tenso silencio, que luego rompió con su voz llena de incredulidad.
—¿Emilia? ¡Dios mío, Emilia! ¿Eres tú?
Le conté con atropello parte de lo que había sucedido, mientras él, al otro lado de la línea, escuchaba con atención. Omití la parte del secuestro y dónde había estado todo este tiempo. La advertencia del cártel sellaría mis labios durante una gran parte de mi vida. No fue hasta muchos años después que, en una habitación de hotel, se lo revelé a una sola persona.
Por su parte, Don Luis me dijo que me había buscado al no tener noticias mías y, después de intentar comunicarse sin éxito con Pancho, decidió seguir las huellas del coyote. No tuvo que ir muy lejos, porque revisaba con insistencia las noticias de un periódico fronterizo y fue de esta manera como se enteró del asesinato del conductor, así como del abandono de un cierto número de ilegales que fueron encontrados muertos días después. Así fue como me enteré de que la banda del líder nos había mentido, pues Pancho había alcanzado a cruzarnos a Estados Unidos antes de que lo mataran. Me lamenté pensando que aquellas personas que habían muerto o sido capturadas por el otro cártel habían estado a punto de alcanzar su sueño.
Don Luis buscó mi nombre entre los muertos, y al no encontrarlo, dudó en emitir una ficha de búsqueda, por si acaso yo estaba viva en algún lugar, porque, de ser así, la policía podría deportarme en cuanto me encontraran. Ya estaba a punto de hacerlo, pero me aseguró que fue mi madre quien, en un sueño, le dijo que yo seguía con vida. Durante sus años de servicio con mi padre, el abogado ya había visto tantas cosas extrañas en mi familia, que no dudó que las noticias, en efecto, podrían llegarle desde el más allá con una certeza asombrosa.
Luego de su relato, Luis Clark al fin se serenó. Lo imaginaba frotándose la frente, desanudando el imaginario nudo de su corbata, como solía hacer cuando se sentía agobiado.
—Vuelva, señorita —rogó—. No siga exponiéndose. Recapacite, intente hacer una vida en México, sana y salva.
—Ya he llegado demasiado lejos. Solo quería avisarle que estoy bien y que ahora me dirijo a Nueva York. Buscaré a los Winston, como me lo recomendó.
El abogado suspiró.
—Siento no haberla protegido, niña, pero Rebecca y Robert cuidarán de usted. Les avisaré que está en camino. Una vez allá, necesito que abra una cuenta bancaria. Aún no puedo liberar todo su fideicomiso, pero le estaré transfiriendo su dinero para que nada le haga falta.
El dinero ahora era lo de menos; el cártel me había dejado lo suficiente para continuar con mi búsqueda sin aprietos. Sin embargo, agradecí.
—Gracias, Don Luis. No sé qué haría sin usted.
Después de la llamada, compré un boleto de autobús a Dallas. La siguiente salida sería al amanecer, así que pasé la noche en la estación, intentando descansar en un banco incómodo. Apenas pude dormir, atormentada por el recuerdo del cártel, preguntándome si estarían siguiéndome, si el líder se arrepentiría de dejarme ir y optaría esta vez por asesinarme. En mis momentos más bajos, me aferré a la esperanza de que todo valdría la pena. Mis hermanos y yo debíamos estar juntos, porque éramos tres los amuletos de mi madre, así lo había decretado mi abuelo Don Mariano.
En Dallas cambié de línea de transporte y abordé un autobús con el logotipo de un galgo gris corriendo a gran velocidad. El viaje fue largo e incómodo. Tenía una necesidad incesante de no parar ni un momento. No me cambié de ropa, ni me bañé, tampoco comí adecuadamente; seguía teniendo miedo y quería alejarme lo antes posible del cártel y de sus zonas de control. Llegué a la Terminal de Autobuses en Nueva York un viernes por la mañana, después de casi dos días de viaje.
El reto del idioma se me presentó apenas salí de la estación. Hasta ese momento, me había comunicado con la gente usando monosílabos o asintiendo y negando con la cabeza según fuera el caso. Ahora tenía que preguntar cómo llegar a Brooklyn, al vecindario de los Winston. No sabía mucho del idioma, mejor dicho, nada. Aprendí un poco en el colegio bilingüe al que asistí de niña, pero los salmos y los rezos habían desplazado aquel vago conocimiento. Recordé un programa que pasaban por las tardes mientras las hermanas del convento y yo nos reuníamos a merendar, en donde un maestro enseñaba el idioma a base de repeticiones. Ojalá hubiera puesto más atención, pero solo recordaba las frases: «Is this your pencil? No, it is not. Are these your pencils? No, they are not.»
La gente hablaba rápido, sin contemplación, y me daban indicaciones con fastidio cada vez que salía a relucir mi cara de confusión. Creo que mi apariencia también les desconcertaba; estaba sucia, despeinada, sudorosa y olía mal. Nada de eso me importaba más que encontrarle pies y cabeza al mapa que terminé comprando en una tienda de conveniencia.
A base de tropiezos, malentendidos y autobuses mal abordados, finalmente llegué al anochecer al vecindario de los Winston, en Gardner Street. Las casas eran casi iguales: de planta baja, con techos de tejas rojas, paredes de estuco y madera, y amplios ventanales. Todas tenían en sus puertas un receptáculo de madera con lo que parecía ser un rollo de papel incrustado en forma de pergamino. Toqué el timbre cuando encontré el número 28. La puerta se abrió casi de inmediato y me topé con la mirada de una mujer de mediana edad, de cabellos cortos y castaños con algunos reflejos de canas, peinados hacia atrás. Su tono de voz era amable, y detrás de sus grandes gafas de lectura, sus ojos azules me miraron con compasión.
—Yes? —dijo a modo de saludo.
Ojalá en ese momento me hubiera acordado de aquellas frases que memorizaba en mis primeros años en la escuela elemental, o recordara algo más allá de «Is that your pencil?», pero solo balbuceé unas cuantas palabras en un «spanglish» involuntario, indicando que mi nombre era Emilia y que era amiga de Luis Clark. Con el apellido del abogado bastó; la mujer me sonrió y dijo algo así como que conocía a Luis y que estaba encantada de conocerme. Luego me invitó a pasar.
La sala era muy grande, con una iluminación tenue y temperatura agradable. Los decorados, en su mayoría, aludían a su religión. En la mesa de centro había una bandeja con libros sagrados y un candelabro de siete lámparas. Las estanterías estaban bien organizadas, llenas de libros. En las paredes había fotos familiares de viajes alrededor del mundo y recuerdos de los hijos que ya se habían ido. Tomé asiento por unos momentos, temiendo ensuciar los finos tapices con la mugre de tantos días. Mrs. Winston me hizo un té y trajo unos panecillos que devoré ante su mirada de asombro y risitas nerviosas.
No pasó mucho tiempo para que la puerta de entrada se abriera, anunciando la llegada de Robert. Este era un hombre algo rechoncho, de rostro amable, tez blanca y ojos grises. En general, su rostro reflejaba la misma amabilidad que el de su esposa. Me saludó con una sonrisa, extendiéndome la mano. Me puse de pie y se la estreché.
—Welcome, Emilia. Don't worry, we'll help you.
Me hospedaron en una de sus habitaciones, en la planta alta. Desde el primer momento en que puse un pie dentro, sentí una energía pesada que flotaba en el ambiente, que me indicaba que había pertenecido a una persona, fallecida hacía poco tiempo. Con una mezcla de incomodidad y gratitud, ocupé ese espacio tan personal y lleno de recuerdos. La habitación estaba decorada con delicadeza, lo cual me hacía pensar que era de alguna de sus hijas: cortinas de encaje blanco, una colcha de retazos de colores suaves, un escritorio de madera ordenado y limpio que albergaba varios objetos personales. Había un cuaderno de cuero abierto por la mitad, con una pluma estilográfica a un lado, en apariencia esperando a que la hija volviera de la tumba para escribir sus pensamientos más profundos. Un violín reposaba en una esquina del cuarto, junto a partituras cuidadosamente apiladas, también como en espera de volver a ser tocado pronto por su dueña. «Chazak ve'ematz» estaba escrito con letras en la cabecera de su cama.
Nunca tuve el don (o maldición) de hablar y ver a los muertos como papá, ni de ayudarles en su transición al otro mundo, pero esa noche la vi. Estaba al pie de la cama, con un vestido largo y verde, observándome con atención. Sus ojos asombrosamente grandes y azules me interrogaban, como preguntándome: ¿quién era yo y qué hacía ahí? Me incorporé y le dije de tajo la verdad.
—Ya no perteneces aquí, lo siento. —Ella me comprendió, pues el lenguaje espiritual es el mismo para todos. Hizo una mueca de dolor, como si le hubiera confirmado algo que se había estado preguntando durante mucho tiempo—. Tus padres te aman y te extrañan, pero necesitas seguir adelante.
Ella asintió, comprendiendo todo, se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida sin mirar atrás. Fue entonces cuando pude ver claramente los estragos en su cuerpo, de lo que quizás fue un accidente automovilístico. Había un hueco grande y profundo en su nuca, de donde caían trozos de cerebro con cada paso que daba. Salió de la habitación y la pesadez y tristeza que antes reinaban en el cuarto se fueron con ella. Recé una oración por el descanso de su alma y, después de llorar un rato, el sueño al fin me venció.
Los Winston me acogieron como si realmente formara parte de su familia, mostrándome mucha paciencia. Robert me regaló un diccionario inglés-español, con la esperanza de que pronto cesaran los monosílabos. En general, estaban contentos conmigo y felices de que alguien ocupara la habitación de su hija. Aunque no hablaban de ella, un día, el día antes de irme, encontré a Mrs. Winston llorando en la sala con la foto de su hija entre sus manos.
Yo podía sentir que ella estaba bien, que al fin había entendido que tenía que marcharse y que no quería que su madre siguiera culpándose.
—Dice que no estaba enojada cuando arrancó el auto. Dice que lamenta no haberte dicho adiós.
Se lo dije, porque esas fueron las palabras que me llegaron del otro lado. La señora Winston me miró asombrada y de pronto su llanto cesó. ¿Cómo podría yo saber la manera en la que su hija había muerto si jamás hablaban de ella? O si lo hacían, lo más probable es que, por la barrera del idioma, no les entendiera. Al igual que había pasado con el espectro de su hija, la señora Winston no necesitó saber español para comprenderme, y haciendo uso de ese mismo puente espiritual me preguntó de vuelta:
—¿Cómo está?
—Dice que está bien, pero que los extraña —dije entrelazando sus manos con las mías— y que debajo de la cama está lo que buscan.
Nunca supe qué quiso decir con esto; solo sé que la noticia del más allá llenó a Mrs. Winston de felicidad. Unas lágrimas copiosas resbalaron por sus mejillas, me abrazó con fuerza y me agradeció, pronunciando lo que entendí eran oraciones y alabanzas al Creador.
Al día siguiente me marché. Los Winston me dejaron en la estación, pues ya era hora de iniciar mi último trayecto hasta la ciudad de Albany, donde vivía Blanquita. Ambos me despidieron con efusividad y lágrimas en los ojos. Antes de abordar el autobús, Mr. Winston me estrechó las manos primero, pero luego no pudo contener el llanto y me abrazó con fuerza, como si fuera yo aquella hija que habían perdido.
***
El encuentro con Blanquita a menudo lo recuerdo en dos partes. La primera, cuando llegué a tocar la puerta de aquel lujoso departamento en Albany, con la emoción a flor de piel, sabiendo que después de tantas penas y años perdidos, al fin encontraría a mi hermanita. La segunda, cuando salí por esa misma puerta, con mis ilusiones destrozadas, mi vida desecha y un dolor lacerante en mi pecho que jamás pudo sanar.
El barrio donde vivían los Wescott era claramente de alto nivel. Las calles estaban impecables, limpias, bordeadas por árboles frondosos. La fachada del edificio era impresionante, como todas las demás, de ladrillo rojo con detalles en piedra caliza y columnas de mármol blanco a ambos lados de la entrada. Todo en el entorno gritaba riqueza y estatus, en un nivel mucho más alto que el que poseían los Winston, o el que alguna vez tuvimos nosotros. Era tan ostentoso que no podía evitar sentirme fuera de lugar.
Para mi fortuna o desventura, Candace abrió la puerta casi de inmediato. Parecía como si de hecho estuviera esperando mi llegada. A pesar de los años, la reconocí al instante. Su cabello rubio, muy claro, casi platino, estaba recogido en el mismo peinado elegante con el que llegó aquel caluroso día de agosto a la finca, destacando sus facciones afiladas. El paso del tiempo no se le notaba. Vestía con la misma elegancia, luciendo prendas de alta costura que resaltaban su figura todavía esbelta. Nada había cambiado, en especial esa mirada fría y calculadora, y ese gesto soberbio con el que me miró cuando al fin me reconoció.
—Sabía que vendrías. Luis Clark me lo informó —saludó, con un español entrecortado por la falta de práctica.
—Pues entonces ya sabe que estoy aquí para ver a Blanca —respondí, intentando mantener la calma.
Candace soltó una risa sarcástica.
—¿Para ver a quién? No me hagas reír. No sé de qué estás hablando. No hay ninguna Blanca aquí.
—Itandehuitl, mi hermana. ¿Dónde está? —me negué a ceder e intenté serenarme—. He viajado desde muy lejos solo para verla. Quiero hablar con ella.
—Mi hija no necesita verte. No sabe quién eres. Se lo advertí a Luis, pero Dios... eres tan necia como siempre.
Reprimí mi lengua para no gritarle que Blanca no era su hija. Itandehuitl Obregón solo llevaba la sangre y el nombre de mi madre, pero tuve que ceder y perder una batalla, humillarme hasta lo más profundo con tal de que me dejara verla.
—Por favor... —le rogué, con las lágrimas saltando de mis ojos, recordando todo el dolor de mi travesía por encontrar a mi hermana perdida.
Algo debió moverse en ese frío corazón, pues respondió:
—Tendré consideración contigo, por los viejos tiempos, pero luego de verla quiero que te largues para siempre. Ella ya no te recuerda.
Me negaba a creerlo, convencida de que el lazo de sangre que compartíamos era la conexión más poderosa que nos unía. Estaba segura de que Blanquita me reconocería al instante. Aunque no podía llevármela en ese momento, esperaba que al menos recordara quién era, que valorara sus raíces y quizás, con el tiempo y cuando fuera mayor de edad, decidiera ir a buscarme, unirse a mi hermano y a mí, y junto con nuestro padre volver a ser una familia. Con el corazón lleno de esperanzas, entré en el lujoso departamento. Era evidente la opulencia y la desmesura en cada detalle: los muebles, la decoración, los finos tapices... Candace seguía viviendo como una reina, claramente a expensas del dinero de mi padre y de la herencia que le había dejado su primer marido. Sentí una mezcla de ira y tristeza y, por primera vez, conocí la envidia al ver cómo había utilizado su posición para vivir con comodidades, mientras yo había pasado la mitad de mi vida en un convento austero.
Cuando llegamos a la sala, Candace hizo sonar una campanilla y al instante apareció una joven de facciones orientales, vestida con un uniforme azul marino, delantal y un gorro gracioso que sostenía una coleta bien peinada, similar a las sirvientas que había mandado a traer de la capital cuando aún vivíamos en la finca. Supuse que le había pedido que fuera a buscar a Blanquita, ya que la chica asintió y desapareció de mi vista.
Candace no perdió tiempo en lanzar sus comentarios hostiles mientras esperábamos, pero antes de que pudiera responder, escuché pasos que provenían detrás de mí. Me giré con el corazón latiendo a tambor batiente. La visión de mi hermanita acercándose hacia mí parecía un sueño hecho realidad. Era un ángel, una niña tan hermosa como mi madre, con la misma expresión y determinación en sus ojos cafés, enmarcados por unas cejas pobladas finamente delineadas y un cabello negro, muy abundante que le caía en ondas hasta su cintura. Su boquita estaba tan bien formada que parecía un rojo corazón. Solo su piel era diferente a la de nuestra madre, la de ella era tan blanca como la recordaba, con ese contraste rosado en sus mejillas. Así era cuando en nuestra inocencia mi hermano y yo la bautizamos así: Blanca. Mi Blanca Rosa, mi preciosa muñeca de porcelana.
Blanquita vestía con una elegancia que no era común para una niña de su edad. Llevaba puesto un hermoso vestido de seda azul adornado con encaje blanco que resaltaba su tez pálida y sus mejillas sonrosadas. Sus zapatos de charol negro, con pequeñas hebillas doradas, lucían impecables, sin señales de desgaste o uso. Me di cuenta de que probablemente eran uno de los muchos pares que poseía, lo cual contrastaba profundamente con los recuerdos de mi infancia. En ese entonces, tras la muerte de nuestra madre y el abandono de nuestro padre, Blanquita solía andar descalza por la casa o con zapatos que no eran de su talla.
Su postura reflejaba una educación estricta y una vida acomodada, aunque en su mirada todavía había una chispa de inocencia que me recordaba a mi madre. Venía de la mano de Sussy, quien ahora era una joven con una presencia imponente. Su cabello largo y rubio caía en cascada sobre sus hombros, perfectamente peinado y brillante. Sus ojos verdes afilados aún destilaban esa mezcla de arrogancia y desdén. Su piel era tan pálida, sin imperfecciones, con un maquillaje impecablemente aplicado que la hacía parecer mucho mayor. Vestía a la última moda también, con ropa que seguramente era de diseñador y que acentuaba su figura larga y esbelta. Era tal y como la recordaba, con esa mirada crítica y sonrisa sarcástica que jamás abandonaba su rostro.
—¡No puedo creerlo! ¡Emilia, la mexicana perdida, ha encontrado el camino hasta aquí! ¡Mira cómo estás! —me miró de arriba a abajo—. ¡Qué vergüenza!
Sussy soltó una carcajada, no necesitaba ver más para darme cuenta de que Anthony se equivocaba, ella no había cambiado ni un ápice. Sentí un nudo en la garganta, pero, a pesar de eso, me mantuve firme.
—He venido a ver a mi hermana —dije, mirando a Blanca—. Blanquita, soy yo, Emilia.
Blanca Rosa me miró con una expresión de desconcierto, sin ningún rastro de reconocimiento en sus ojos.
—No sé quién eres —dijo, en un inglés pausado, que entendí a la perfección y con una frialdad que me rompió el corazón—. Creo que te has equivocado de persona.
Sussy se acercó a mí, sonriendo con malicia.
—¿Lo ves? Ella no te recuerda. Te has equivocado al venir aquí.
Sentí las lágrimas arder en mis ojos, pero me negué a llorar delante de ellas.
—Itan, por favor —la llamé por su nombre real, para ver si así la sangre la llamaba—. Soy tu hermana. Tenemos los mismos recuerdos, la misma madre.
Sussy dio un paso por delante de ella para decirme algo que me rompería el alma en infinitos pedazos. Candace, como su tutora legal, y con ayuda de su abogado, le había cambiado el nombre por considerarlo demasiado mexicano. No, su nombre no era Itan, su nombre era...
—Daisy —intervino Candace, dándome el golpe de gracia—. Su nombre es Daisy.
El silencio que siguió a las palabras de Candace fue ensordecedor. Miré a Blanca, o Daisy, y sentí como si una barrera invisible se levantara en ese momento entre nosotras, más alta y fuerte que cualquier muro de ladrillo o acero. Le habían arrebatado lo más sagrado que era su nombre y con ello habían borrado su identidad para siempre. Quería gritar, sacudirla, hacerla recordar, pero sabía que nada de eso funcionaría. Era tan pequeña cuando la arrebataron de mis brazos que para ella yo no era nadie, solo una tonta mexicana que se había aparecido en su casa para decirle cosas que ella no comprendía.
—Daisy —dije con voz temblorosa, maldiciéndome a mí misma por no poder expresarme en su lengua—, por favor, escúchame. Sé que no me recuerdas ahora, pero en el fondo, debes saber que somos hermanas. Crecimos juntas, compartimos todo. Eras como mi hija.
Ella me miró con una mezcla de confusión y desdén, sin entender lo que decía. Preguntó a su hermanastra por qué una extraña insistía tanto en algo que ella no entendía. Sussy le tradujo unas palabras y luego Blanquita, en un tono frío que me hizo retroceder un paso, respondió a través de Sussy: «No sé quién es ella, hermana. Dile que se vaya».
Candace esbozó su odiosa sonrisa triunfal.
—Bueno, Emilia, ya has visto a Daisy. Ahora es momento de que te marches. Ella tiene que ir a una audición —dijo Candace con un tono definitivo.
Mi mirada se volvió hacia Sussy, esperando encontrar alguna señal de empatía, pero sus ojos solo mostraban burla y satisfacción. Se cruzó de brazos y levantó una ceja, desafiándome a intentar quedarme un segundo más.
—Daisy, mírame —le supliqué—. No te pido que me recuerdes ahora mismo, pero solo escucha. Tu nombre verdadero es Itandehuitl. Llevas la sangre y el nombre de nuestra madre. Ella solía cantarte, contarte historias, mecerte en la cuna que compartiste conmigo y con nuestro hermano Anthony. ¿No sientes nada de eso?
Blanca apartó la mirada, incómoda, pero vi una pequeña chispa de duda en sus ojos cuando preguntó a Sussy qué era lo que la chica extraña estaba diciendo. Sussy no respondió, se mostró estoica, sin ánimo de volver a traducir ni una sola de mis palabras. Era obvio que no le habían enseñado español, tal vez temiendo que este momento algún día pasara. Me habían ganado la batalla, una vez más.
—¡¡Llevas el nombre de nuestra madre!! —grité, intentando alcanzar sus manos, pero ella se rehusó y entonces comenzó a llorar. Corrió a abrazarse de la cintura de Candace, suplicándole que me marchara. Lo supe, porque me señaló a mí y luego a la puerta.
—Ya es suficiente, Emilia —dijo Candace, protegiendo a Blanquita con sus brazos, como si yo de verdad quisiera hacerle daño—. No voy a permitir que sigas con esta farsa ni que incomodes a Deisy. Ya la viste, ahora márchate. Si no te vas ahora, o insistes en seguir con esto, llamaré a la policía. No creas que no estoy al tanto de tu entrada ilegal al país.
Con lágrimas en los ojos, me di la vuelta y me encaminé hacia la salida, pasando junto a una Candace visiblemente satisfecha. Cuando crucé la puerta del departamento, sentí como si una parte de mí se quedara atrás, perdida para siempre.
—¡Llevas el nombre de nuestra madre! —le grité por última vez, dándome cuenta de que todo había sido inútil, estaba sola en el mundo. La vida había seguido para mis hermanos, sin mí. Ni ella ni Anthony me recordaban.
Antes de dar el último paso fuera del edificio, todavía conteniendo las lágrimas, recordé a Nicolás. Ese niño del cual no sabía nada desde que dejé la finca. Me volví hacia Candace, cuyo gesto triunfal había dado paso a una expresión de irritación ante mi persistencia.
—¿Dónde está? —pregunté con determinación.
No era tonta; de inmediato supo a quién me refería. Me contestó muy ufana, como si todo el tiempo hubiera estado esperando esa pregunta.
—Está en un internado. Un lugar apropiado para un joven que necesita disciplina y educación adecuada.
Mis pensamientos se agitaron ante esa respuesta evasiva. El sonido de la cajita musical empezó a sonar en mi memoria, junto con el recuerdo de la mirada traviesa de aquel hermoso niño. ¿Habría cambiado tanto como lo hicieron mis hermanos? ¿Me recordaría todavía? Tragándome mi orgullo, le pregunté dónde podía encontrarlo. Candace levantó una ceja, evaluándome con su mirada penetrante.
—Eso no te incumbe, Emilia. Ya has causado suficientes disturbios. Es mejor que te vayas antes de que las cosas se pongan más feas.
Me sentí tentada a enfrentarla, a exigir respuestas, pero la experiencia me había enseñado que a veces era mejor retirarse y planear con calma. Asentí con resignación, sabiendo que no obtendría más de ella en ese momento.
—Lo encontraré —le aseguré.
Candace me observó en silencio por un momento, luego asintió con desdén.
—Claro que lo harás, tú necedad no conoce límites. Ahora vete, y no vuelvas.
Me giré y caminé hacia la salida. Eché una última mirada atrás, despidiéndome de esa niña llorona que se aferraba a las faldas de quien no era su madre, y de esa hermanastra que siempre me odiaría sin ningún motivo aparente.
El dolor en mi pecho era insoportable; las lágrimas al fin cayeron por mi rostro. Todo había sido en vano: mi tortuoso y fatídico viaje, lo que me había hecho el líder. Todos estos años pensando en ella y en cómo recuperarla. Pero fue su última mirada lo que me mató. No, ella no me reconocía, tampoco me quería. La había perdido no en ese momento, sino hacía muchos años, desde que papá nos separó. Candace cerró la puerta, dejando atrás a Daisy Wescott, la niña que nunca supo que su verdadero nombre fue Itandehuitl Obregón.
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