🎗️20
EE.UU. Años 2000 - 2001
Cruzamos de noche, con la esperanza de que a Pancho no le revisaran la carga confiando en todos los santos y la buena fortuna. Íbamos sentados, hombro con hombro, en silencio, algunos dormitaban, pero otros como yo estaban alertas. A medida que el camión avanzaba, el aire se volvía más espeso, afuera la temperatura había descendido, pero en el interior de la caja del tráiler aún se sentía caliente y el oxígeno comenzaba a faltar. Los pasajeros, sobre todo los que venían viajando desde hace varios días, ya mostraban signos severos de deshidratación.
El camión se detuvo y escuchamos unos ruidos, creímos que tal vez habíamos llegado a la aduana. Debía ser una fila larga porque el vehículo no avanzaba, sino que estuvo parado más de media hora. Temíamos ser descubiertos, pensé que la puerta se abriría en cualquier momento y que los oficiales de la migra nos someterían a golpe y porrazo para luego encarcelarnos. Me preparaba para lo peor, pero los minutos pasaban y nada sucedía. Una sed desesperante se apoderó de mí, pero ya no tenía agua, porque se la había dado al niño pequeño que ahora dormía en el regazo de su madre.
—Que dios te bendiga —me había dicho ella, con lágrimas en los ojos.
El tiempo pasó, tres cuartos de hora más y aún continuábamos varados en ese lugar, de pronto algunos niños comenzaron a llorar. Con el temor latente a ser descubiertos sus padres les taparon la boca y al poco rato su llanto cesó, a saber, si por la falta de oxígeno, que nos tenía a todos atontados, o por el cansancio. Quizás fueron ambas cosas. El silencio comenzó a ser aterrador, la quietud solo podía ser sinónimo de que algo malo había pasado. «Si lo descubren, Pancho no dudará en abandonarlos»; recordaba la advertencia del abogado.
Para el momento en que terminé el último rosario con su respectiva letanía, el grito de un hombre rompió el silencio sepulcral, seguido por gritos y lamentos de desesperación.
—¡Nos han abandonado!
Nuestras miradas se cruzaron, llenas de miedo y confusión. No podía ser cierto. Pancho nos había dejado a nuestra suerte, atrapados, hacinados, en el calor y las tinieblas de la noche. Para esos momentos, el aire era casi irrespirable, el calor insoportable, estábamos empapados en sudor. Sentí un nudo en el estómago al ver a los niños, sus rostros pálidos y sudorosos gimiendo, y sus padres intentando consolarlos. Teníamos que hacer algo o de lo contrario todos estaríamos muertos para el amanecer.
Decidí levantarme y caminar hacia la parte delantera del tráiler, intentando saber qué estaba pasando afuera. Tropecé con varios cuerpos cansados y adormecidos, cada paso que daba era una lucha. Cuando llegué a la puerta, la golpeé con todas mis fuerzas, esperando que alguien, cualquiera, nos escuchara.
—¡Ayuda! ¡Por favor, ayúdennos! —grité con la esperanza de que mi voz traspasara las gruesas paredes de metal.
Más voces se sumaron a la mía y empezamos a golpear y a patear las paredes del contenedor. Buscamos cualquier herramienta, cualquier cosa que pudiera servirnos para forzarla, pero la mayoría de nosotros solo tenía nuestras pertenencias más preciadas, y ninguna era útil para abrir una puerta de acero, pues Pancho la había cerrado desde afuera. Nada sirvió, no hubo respuesta y poco a poco el eco de mi voz se fue apagando. El miedo se apoderó de mí. Dejé de patalear y gritar y me sumí en un profundo silencio, mientras lamentaba mi inmadurez y mi osadía. Debía haber actuado mejor, haber hecho las cosas con calma, con la cabeza fría. Los recuerdos de Blanquita me golpeaban, haciéndome creer que quizás nunca más volvería a verla. Me desvanecí en el suelo mientras lloraba, pensando en mis hermanos, pero sobre todo en ella. ¿Cómo sería? ¿Se parecería a mamá?, ¿le gustaría su nombre?, ¿usaría vestiditos y zapatos de su talla? Creo que empecé a desvariar, a sumirme en mi inconsciencia, pues dejé de escuchar el caos a mi alrededor, de los gritos pidiendo auxilio, las mujeres llorando, dejé de ver las caras inocentes de los niños, que no entendían qué estaba pasando.
Entonces escuchamos ruidos de voces afuera, aunque no entendíamos nada. Tal vez todavía había esperanza. Me puse otra vez de pie y golpeé la puerta de nuevo, más fuerte esta vez.
—¡Estamos aquí! ¡Ayuda, por favor! —grité.
—¡Ayuda! —más voces se unieron a la mía.
La puerta se abrió de golpe y la luz de las linternas nos cegó momentáneamente. El aire fresco me dio en la cara, trayendo una bocanada de esperanza. Me tallé los ojos y entonces vi a tres hombres que nos apuntaban con sus armas.
—Salgan, rápido —ordenó uno de ellos, quizás el líder.
Era un hombre alto y corpulento, vestía una camiseta arremangada, pantalones de camuflaje desgastados complementados con unas botas militares. No pude ver su rostro pues usaba un pasamontaña. Alrededor de su cuello colgaba una cadena de plata con un crucifijo que contrastaba con su apariencia ruda. Nos bajaron del tráiler uno por uno y a empujones nos ordenaron que nos formáramos en una fila.
—¿Dónde está Pancho? —me atreví a preguntarle al hombre del crucifijo.
—Pancho está muerto. Lo matamos por traidor.
El pánico se apoderó de nosotros. La gente empezó a murmurar y algunos comenzaron a llorar. El hombre levantó la mano para silenciarnos.
—Ustedes quieren cruzar la frontera, ¿no? —preguntó, con un tono burlón—. Bueno, pues eso tiene un precio. Si quieren seguir con vida y cruzar, tendrán que pagar.
—No tenemos mucho dinero —dijo uno de los hombres—. Ya pagamos a Pancho todo lo que teníamos.
—Eso no es problema mío —respondió con un vozarrón—. Si no pueden pagar, se quedarán aquí. Y créanme —resaltó—, no querrán quedarse aquí. Así que me van entregando todo lo que tienen si quieren sobrevivir.
Algunos entregaron el poco dinero que les quedaba, otros ofrecieron sus pertenencias más valiosas que llevaban, como cadenas, relojes, cosas sagradas que consideraban como amuletos o recuerdos preciados. Los que no tenían nada que dar fueron apartados, formando en otra fila. Sus rostros se llenaron de terror.
—Tome —le dijo un hombre joven que, con desesperación, se había sacado los pocos billetes y monedas que le quedaban—, llévese a mi esposa y a mi hijo y haga conmigo lo que quiera —le suplicó. El líder se guardó el dinero y después rio.
—Eres muy osado al entregarme a tu familia. ¿Cómo estás tan seguro de que no voy a darles un plomazo apenas crucen la frontera?
El hombre gritó, frustrado, e intentó agarrar a golpes al líder, pero fue sometido por el par de bandidos quienes lo patearon hasta dejarlo en el piso inconsciente, ante los gritos de desesperación de su mujer y su hijo, luego fueron llevados a rastras a la fila de los que ya habían pagado.
Todo eran lamentos y gritos, pero el líder disparó el arma al cielo para callarnos. Cuando llegó mi turno, temblaba. Saqué el poco dinero que me quedaba y se lo di. Él lo tomó y luego me miró a los ojos, con frialdad, evaluando si valía la pena dejarme vivir. Se me puso la carne de gallina.
—Pasa —dijo finalmente, y me empujó hacia el grupo de los elegidos.
Después de que todos los que podían pagar lo hicieron, el líder se volvió hacia las personas apartadas.
—Para ustedes, el viaje termina aquí —dijo, con indiferencia, abandonándolos a su suerte, en la negrura de la noche.
Nos condujeron hacia una camioneta negra. Mientras nos alejábamos, miré hacia atrás y vi a los que se quedaban, sus rostros estaban llenos de desesperación.
—¡Llévense a los niños! —gritaban—. ¡Por favor!
Sentí un nudo en el estómago y entonces me detuve, uno de los hombres me gritó, para que avanzara.
—¡No los puede dejar ahí, van a morir!
—¡Si no pagan no viven! —me contestó, estrujándome del brazo, apremiándome a avanzar.
—¡Yo pagaré! ¡Si me cruza a los Estados Unidos puedo pagar por todos ellos!
Él se rio, deteniendo el paso.
—¿Y con qué vas a pagar? —me retó, mirándome de arriba abajo, desnudándome con sus ojos.
—¡Tengo dinero! ¡Tengo dinero! No aquí, pero en una cuenta bancaria... ¡Puedo darle lo que me pida cuando lleguemos allá!
Lo siguiente que escuché fue como cargaba su revolver, luego me apuntó en la cabeza con él.
—¡El dinero lo quiero ahora! ¡Y si no lo tienes contigo entonces no me sirves!
—¿Qué está pasando? —preguntó el líder, acercándose a nosotros, sus botas de combate enterrándose en la arena. Nos alumbró al bandido y a mí con su linterna.
—Pasa que tenemos una revoltosa.
—Mejor te callas y obedeces, niña. No te conviene hacernos enojar —me aclaró el líder—. Y tú, guarda esa pistola.
El líder mantuvo la mirada fija en mí, sus ojos llenos de una fría indiferencia. Su subordinado bajó el arma lentamente, pero no dejó de observarme con desconfianza.
—Súbete a la camioneta, niña —ordenó el líder, con voz gélida—. Y no vuelvas a intentar nada estúpido. Aquí las reglas las pongo yo.
Subí a la camioneta con el corazón martilleándome en el pecho, sintiendo la mirada de todos los que quedaban atrás. Los que no pudieron pagar, incluidas madres con sus hijos, nos miraban con desesperación. Sus gritos y súplicas resonaban en mis oídos, mientras la camioneta se ponía en marcha. Sentí una mezcla de impotencia y culpa al ver sus rostros desaparecer en la distancia. Quedamos quince después de aquel filtro cruel. Iniciamos un viaje tenso y silencioso, interrumpido solo por el sonido del motor y el ocasional murmullo de los otros pasajeros. El aire fresco que entraba por las ventanas abiertas era un alivio, pero no podía dejar de pensar en los que habíamos dejado atrás. Me sentía como una inútil.
El líder, sentado en el asiento del copiloto, conversaba en voz baja con el conductor. Sus palabras eran ininteligibles, pero su tono era firme y decidido. Cada tanto, lanzaba una mirada hacia nosotros, asegurándose de que ninguno intentara algo. El otro subordinado viajaba con nosotros, vigilándonos también, con la pistola sobre su regazo, como una advertencia constante de nuestra situación.
Después de lo que parecieron horas, la camioneta se detuvo en un pequeño claro, alejado de cualquier rastro de civilización. Nos hicieron bajar uno por uno y nos llevaron a una pequeña cabaña medio derruida. El líder se giró hacia nosotros, con su voz tan implacable como siempre.
—Pasarán el resto de la noche aquí —dijo—. En la madrugada continuaremos. No intenten escapar ni hacer ruido. Mis hombres están vigilando y no dudarán en disparar.
—¡Al menos dénnos agua! —lo reté—. ¡O todos vamos a morir!
Él gruñó; era obvio que no estaba acostumbrado a recibir órdenes y menos de una mujer. Sin embargo, me hizo caso, o tal vez ya tenía pensado hacerlo, pues ordenó a los otros dos que trajeran dos bidones de agua, como de veinte litros cada uno, de los cuales todos bebimos hasta saciarnos. Después cerró la puerta, dejándonos en una oscuridad casi total.
Nos acomodamos lo mejor que pudimos en el suelo; algunos intentaban dormir mientras otros permanecían en silencio, sumidos en sus pensamientos. No podía creer todo lo que había pasado en apenas unas horas: la muerte, o mejor dicho, el asesinato de Pancho, el secuestro y la selección cruel. La desesperación y la tristeza amenazaban con abrumarme. ¿Cuál sería ahora nuestro destino?
—Nos van a vender —dijo un hombre de mediana edad, como leyendo mis pensamientos.
—¿Vender?
—A algún cártel. Nos obligarán a contactar a nuestras familias para exigir un rescate, o quizás nos harán trabajar para ellos. Con cualquiera de las dos opciones estamos jodidos... —hizo una pausa—. Pinche Pancho... —se lamentó—. Al final sí andaba metido en esos «business».
No dije nada, no hacía falta. Lo único que nos unía en esos momentos era la desesperanza y el miedo. Tenía razón, estábamos jodidos; eso era lo único cierto y era impensable intentar escapar en el desierto, sin comida ni agua y con tres criminales persiguiéndonos.
Una figura se movió a mi lado y una mano se posó suavemente en mi hombro. Era la madre del niño al que le había dado mi botella de agua. Sus ojos estaban llenos de gratitud y preocupación.
—Gracias —susurró—. Por lo que hiciste antes. Eres muy valiente.
Intenté sonreír, pero solo pude asentir, al recordar al grupo que habíamos dejado atrás, que muy seguramente estarían muertos al amanecer. Comprendí que habíamos sido víctimas de un juego cruel en el que los asesinos decidían aleatoriamente quién vivía y quién no. «Más les valía haberles dado un balazo en la cabeza a todos ellos», expresó una persona al recordar la horrible situación. Temí coincidir con sus palabras.
Así transcurrieron las últimas horas de la madrugada, en angustia, sin que nadie pudiera dormir. Cada minuto se había sentido como una eternidad. La madre del niño y yo conversamos para aminorar la tensión, intercambiando historias. Ella venía de Ecuador, persiguiendo un futuro mejor para sí misma y para el único hijo que le quedaba. Los demás habían muerto, tristemente, a manos del crimen organizado. Se lamentaba y lloraba por su suerte y la del pequeño, que, rendido por el cansancio, dormía en su regazo.
—Vamos a encontrar una forma de salir de esta —le susurré—. Tranquila.
Al amanecer, el líder volvió a aparecer en la puerta, acompañado por sus hombres.
—Levántense —ordenó—. Es hora de seguir.
Nos levantamos lentamente, con el cansancio y la desesperación visibles en nuestros rostros. Salimos de la cabaña y nos dirigieron otra vez hacia la camioneta, sin dejar de apuntarnos con sus armas.
El viaje continuó en silencio. Cada kilómetro recorrido parecía alejarnos más de cualquier posibilidad de un futuro mejor. Estábamos ya en territorio americano. Ni siquiera me di cuenta cuándo cruzamos la frontera; quizás había sido por la noche. Esos bandidos parecían conocer bien esos territorios, lo que les permitía pasar desapercibidos por la Migra, o quizás tenían su anuencia para hacer lo que quisieran. El líder y sus hombres permanecían alertas, vigilándonos constantemente, listos para actuar ante cualquier intento de rebelión.
Después de varias horas, la camioneta se detuvo abruptamente en un paraje desolado, en medio del desierto. El sol abrasador golpeaba con fuerza, haciendo que el calor se volviera insoportable. Estábamos hambrientos, sucios y otra vez sedientos. El líder bajó primero, seguido de sus hombres, que nos ordenaron descender rápidamente.
—Aquí nos separamos —anunció el líder—. Ustedes van a acompañar a unos amigos míos por un tiempo.
Junto con su sentencia, en ese momento, una camioneta negra blindada llegó, seguida de otras dos. De ellas bajaron varios hombres armados, claramente pertenecientes a otro cártel. Sus rostros eran duros, y sus ojos reflejaban la misma indiferencia cruel que habíamos visto en el líder. Era verdad, habíamos sido vendidos. Un nudo se formó en mi estómago, pero también una chispa de determinación comenzó a arder en mi interior. Haría lo que fuera necesario para sobrevivir. Yo no iba a morir ahí.
Nos empujaron hacia los nuevos captores, que nos recibieron y agruparon de manera brusca. La madre del niño pequeño, que había sido mi compañera de viaje y fuente de consuelo, me agarró la mano, sus ojos llenos de pánico.
En ese momento, el líder del grupo original se acercó. Su mirada se posó en mí con una mezcla de interés y posesividad.
—Tú te quedas conmigo —dijo, agarrándome del brazo.
Sentí una oleada de pánico y traté de resistirme, pero su agarre era firme y sus ojos no dejaban lugar a discusión. Me separó del grupo mientras veía las caras desesperadas de mis compañeros. La madre del niño lloraba, y los demás me miraban, atónitos.
—¡Que Dios te ampare, mijita! —me gritó mi compañera de viaje, desolada, al saber que mi destino quizás sería mucho peor que el de ellos. En ese momento me di cuenta de que nunca le pregunté su nombre.
El líder me condujo a empujones, venciendo la débil resistencia que mi cuerpo ofrecía, de regreso a su camioneta. Me empujó dentro y se sentó a mi lado, su determinación era implacable.
—¿Por qué? ¿Por qué yo?
—Eres diferente —dijo, mirándome directo—. Tienes fuego en los ojos. Me gusta eso.
Ninguno de los hombres se atrevió a contradecirlo, pensé que eso era algo que veían a diario. El secuestro y la trata de mujeres debían ser como el pan de cada día. Tampoco el otro cártel dijo nada, tal parecía que todos ahí respetaban a ese bravucón.
El viaje continuó, esta vez en un tenso silencio. Cada kilómetro me alejaba más de cualquier esperanza de rescate y me hundía en la desesperación. Intenté pensar en una manera de escapar, pero sabía que cualquier intento fallido podría costarme la vida.
Después de un rato, llegamos a una hacienda rodeada por el vasto desierto. Era una propiedad muy grande, con el perímetro protegido por una alta cerca de alambre de púas y vigilada por hombres armados. La entrada principal era un portón eléctrico de hierro forjado, que se abrió para darnos paso a un sendero de grava que conducía a la casa principal. Esta tenía una construcción colonial que me recordó mucho a mi hogar, con paredes de estuco blanco y techos de tejas rojas.
Como era de esperarse, la casa principal era grande y lujosa, rica en elegantes muebles, decoraciones y antigüedades. El líder me condujo a una de las habitaciones del ala este, una zona que estaba mucho menos transitada por los hombres del cártel. Mi habitación, o más bien mi celda, tenía una cama individual cubierta con sábanas de lino blanco, una pequeña mesa de noche y una silla de madera. La ventana que daba al interior del jardín era pequeña y estaba muy alta; tenía barrotes, pero al menos permitía la entrada de luz natural y aire fresco. De las cuatro paredes colgaban cuadros con imágenes de santos; los reconocí a todos menos a uno. Era la pintura de un hombre con cabello oscuro y bigote, que vestía un traje blanco con una pañoleta negra enredada alrededor del cuello, tenía de fondo a la Virgen de Guadalupe y al Sagrado Corazón de Jesús. Con letras manuscritas tenía escrita la leyenda: «En ti confío, Jesús Malverde, protector de los necesitados.»
—Aquí estarás segura. No se te ocurra intentar algo estúpido —me advirtió el hombre antes de salir y cerrar con llave la puerta detrás de sí.
De alguna manera, aquella alcoba sencilla me recordaba a mi habitación en el convento y a la vida monástica a la que tanto estaba acostumbrada y que en esos momentos anhelaba. Estaba muy cansada, así que me desplomé en la cama y me dormí llorando, anticipando que el precio que pagaría por estar ahí iba a ser muy alto.
***
Nunca supe su nombre, siempre me referí a él como el líder. Era alto, de complexión fuerte y musculosa. Al día siguiente del secuestro, se quitó el pasamontañas; quizás rondaba la treintena. Tenía una mandíbula cuadrada, con una barba bien cuidada. Sus ojos, fríos y calculadores, eran de un marrón oscuro. Llevaba el cabello muy corto y negro azabache. Siempre vestía pantalones de mezclilla negra o de camuflaje, camisetas oscuras arremangadas, mostrando su infinidad de tatuajes y cicatrices en su piel bronceada. El crucifijo nunca se lo quitaba, vestigio de una fe que, a pesar de sus atrocidades, profesaba.
Me permitió bañarme la mañana siguiente, custodiada todo el tiempo por sus guardias. Me llevaron comida a la habitación, que estuve tentada a rechazar para demostrar mi inconformidad, pero que al final acepté porque estaba muy hambrienta. Permitieron que usara mi ropa, pero me quitaron los zapatos y cualquier objeto que pudiera utilizar como medio de escape.
Esa noche fue la primera vez. El líder me despertó cuando entró a mi habitación y se tumbó a mi lado, oliendo a alcohol y loción masculina. Me abrazó por la espalda y empezó a desatar los listones de mi vestido, hundiendo su cara en mi cabello y comenzando a besarme el cuello. Mi corazón latía desbocado. Aterrorizada, le rogué:
—Si va a hacerlo, por favor, tráteme bien... Yo nunca...
No contestó, pero tuvo en cuenta mi plegaria, porque esa noche me tomó con toda la delicadeza que su enorme cuerpo le permitió. Lloré durante el acto, viendo esos ojos fríos que me helaban el alma llegar al éxtasis, escuchando el crujir de la cama con cada embestida. Rota por dentro y por fuera, recordando el dolor de mi madre en las orillas del río, sabía que no podía negarme porque mi vida dependía de mi sumisión.
Fueron varias veces. Siempre llegaba a altas horas de la noche y se acurrucaba primero a mi lado, intentaba decir unas palabras, pero se callaba y volvía a meterse entre las sábanas y mi cuerpo. Me acostumbré a su rutina de abusos, a sus visitas por la noche y a su abandono por las mañanas, siempre sin dirigirme la palabra.
Después de dos semanas, le pedí que me trajera una Biblia o algo para leer. Era lo menos que me merecía después de todo. Al día siguiente, uno de sus hombres me trajo varios libros de distintos géneros, así como una Biblia Latinoamericana. Los días seguían pasando y yo me conformaba con mirar por la ventana, leer y orar por un milagro.
Dormía mucho, y a veces me preguntaba si había algo en la comida o bebida porque siempre me sentía somnolienta. La mayor parte del tiempo tenía sueños reconfortantes, con mi familia, mis hermanos o el convento. Otras veces, Marian venía, junto con el Mayor, dejándome esa opresión en el cuerpo que me hacía gritar aterrorizada en medio de la noche. A veces, el líder estaba ahí y, quizás a manera de consuelo, me abrazaba con fuerza.
Nunca supe qué fui para él, además de ser su esclava. Su silencio me contaba de grandes hazañas, de cosas en su pasado de las cuales no se sentía orgulloso, pero que lo habían convertido en el hombre respetado que era. De un niño pequeño, de precarias condiciones y familia destruida por la inseguridad en la frontera y el narcotráfico, que fue fichado por el cártel primero como mula, luego como sicario, y después de traiciones y muertes a lo largo de su vida, había ido escalando hasta posicionarse como el cabecilla.
—Déjeme ir, por favor —le rogué después de un mes en cautiverio, mientras estaba tumbado a mi lado, de espaldas, después de poseerme—. O máteme de una vez.
Él se dio la vuelta y para mi sorpresa respondió.
—¿Cómo sé que no hablarás?
—Estoy en medio de la nada, no sé los nombres de nadie. Nunca podrían creerme.
Guardó silencio, pero vislumbré un atisbo de esperanza al examinar su rostro. Era malo, frío, distante, pero había algo en él que era diferente, alguna especie de remordimiento o reflexión. Quise aprovechar ese momento de debilidad y continué.
—Por favor... No puede mantenerme siempre aquí. Sé que usted no es malo —me atreví a ir más allá—. De lo contrario, ya me habría asesinado.
Él gruñó y se puso de pie, recogió su ropa que, en el furor del momento, había dejado en el suelo y salió, dejándome presa del desconsuelo. Pero a pesar de todo, no iba a dejar que ese hombre me rompiera. Entendí que la única manera de salir de ahí era ganándome su confianza, por mucho que lo detestara.
Dejó de visitarme luego de esa noche. Tres días pasaron sin saber nada de él, siguiendo la misma rutina: asearme, hacer mis necesidades, siempre custodiada, ingerir comidas que uno de sus guardias dejaba con desprecio en la mesa. Me da vergüenza ahora admitir que lo extrañaba, porque él se había convertido en el único ser humano con el cual tenía contacto, por más bestial que a veces fuera. Me apena admitir que, en ocasiones, por la noche mientras dormía, lo observaba, intentando descifrar ese rostro inescrutable, escuchando su respiración y viendo cómo su pecho desnudo subía y bajaba. Quería comprender sus demonios internos y me aferraba a pensar que tal vez él me amaba.
Al cuarto día regresó y me llevó la cena él mismo. Esa vez me miró de una manera diferente.
—Yo no quería esta vida —me dijo—. Pero una vez que entras, ya no hay salida.
No supe qué decir. El miedo y la confusión se mezclaban en mi interior, pero también sentía una pequeña chispa de esperanza. Tal vez, solo tal vez, podría aprovechar esa ínfima conexión para salvarme.
—Yo tampoco quiero está vida —me sinceré, y mis ojos comenzaron a derramar todas las lágrimas que había contenido durante esos días de encierro—. Lo único que quiero es encontrar a mi hermana.
El líder me miró con atención, y yo buscaba cualquier fragmento de humanidad en su rostro, pero antes de que me permitiera quebrar su coraza, se dio la vuelta y se fue. Más tarde volvió, y yo lo esperaba sentada en la cama. Me había quitado la ropa porque a esas alturas ya sabía que no tenía caso estar vestida; el líder había explorado todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo. Entró y cerró con llave, como siempre. Creo que le sorprendió encontrarme así, lista para él. Lo agradeció. Se acercó a mí y me besó con pasión. Tuve que ceder, otra vez, abandonándome a sus caricias desenfrenadas, aborreciéndolo a cada momento, pero a la vez dando lo mejor de mí, de mi poco conocimiento en las artes de seducción para suavizarle. No diré que una parte de mí no lo disfrutó, aunque otra lo odió más que nunca. Pero logré quebrar sus cadenas porque, luego de alcanzar el éxtasis, me abrazó con fuerza y me dijo:
—Voy a dejarte ir.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Por qué? —logré preguntar, con la voz temblorosa.
No dijo nada más. De nuevo su mutismo regresó. Se levantó, tomó su ropa y se vistió frente a mí. Nunca supe si me liberaba porque había removido un poco su frío corazón, porque me había aprendido a querer, o porque en algún rincón de su alma había encontrado una chispa de redención.
—Gracias —fue todo lo que pude decir antes de que desapareciera por la puerta.
Al día siguiente, en la madrugada, me liberó. Fui escoltada por él y sus hombres hasta la salida. Ahí me puso una capucha en la cabeza y me ató las manos, como si realmente estuviera en condiciones de liberarme por mí misma. Entonces, me entregó a uno de sus hombres de confianza. Me devolvieron todas mis pertenencias, incluyendo mis zapatos. Me aterraba la idea de que al final terminaran asesinándome y tirando mi cuerpo usado en el desierto, para convertirme en una más de la estadística. Pero, a pesar de todo, él cumplió con su palabra.
—La dejas en Las Cruces, pendejo —le ordenó a su hombre—. Y ni se te ocurra pasarte de listo con ella porque no tendrás ni tumbas para llorar a tu familia.
No hubo despedida, ni siquiera un adiós, mucho menos una disculpa. Dejé de escuchar la voz del líder y entonces supe que se había marchado y que jamás lo volvería a ver. Eso pensé, hasta que diez años después, en un periódico virtual, vi su fotografía. Reconocí a la perfección aquel rostro duro, esos ojos marrones y autoritarios. Su foto encabezaba la nota de que el líder del cartel más poderoso de la franja había caído. Más abajo del texto estaba su foto, sin censura, mostrando su cuerpo de espaldas, masacrado. «Alejandro Briones», supe al fin su nombre, y no puedo negar que lloré.
✨ Perdonen la tardanza en actualizar, queridos lectores.🌹
😢 Espero que puedan comprender a mi Emilia y sus sentimientos en este capítulo. Le ha tocado una vida difícil. He querido abordar el peligroso Síndrome de Estocolmo y cómo marca la vida de quienes sobreviven a él, así como los terribles escenarios a los que se enfrentan a diario los migrantes que solo buscan una vida mejor.
Gracias por leer y estar aquí. 💓
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