🎗️18

Tamaulipas, 1976.

Para mala suerte de Lope, Itan no volvió a aparecerse sola por el pueblo; siempre andaba acompañada por ese catrín que se le había adherido como un chicle en su zapato. Sin oficio ni beneficio, Lope deambulaba por las calles, sumido en la tristeza, rasgando las cuerdas de su guitarra y entonando canciones de amor moribundas, mientras buscaba a Itan por doquier. La gloriosa imagen de ella desnuda, bañada por los rayos de sol de aquella mañana del lunes, lo atormentaba hasta en sus sueños. Contrario a lo que pensaba, el deseo por poseerla no amainó después de tomarla por la fuerza, sino que crecía cada día, sumiendo a Lope en un sopor de angustia y desamor. Eso no era normal, él era quien debía ser el objeto de deseo de las mujeres, no al revés. Sin embargo, noche tras noche se encontraba echado en su catre, mirando sin mirar, trastornado por lo que él pensaba que era puro amor, tomando botellas de sotol para curarse la pena del alma. Tras mucho darle vueltas, llegaba siempre a la misma conclusión: de seguro la india mojigata le había lanzado un hechizo de amor, uno de esos que podrían llevar a un hombre cuerdo primero a la locura y luego a la tumba.

Sin éxito, la había buscado también en el moral, pero Itan tampoco había vuelto a su lugar favorito. Seguía en la finca, dándose aires de gran señora, olvidando que tan solo era una india desarrapada. Lope maldecía a Itan bajo la sombra de aquel árbol, mientras lanzaba gruesos escupitajos de tabaco.

«India desgraciada, pero verás que conmigo nadie juega».

Después de varios días, al fin se dio cuenta de que era un sinsentido seguir la misma rutina. Trastocado y desquiciado, decidió al fin escuchar los consejos de su atribulado padre y con paso firme, gesto seguro y una sonrisa socarrona bailando en sus labios, se presentó un sábado bajo el sol de octubre ante el capataz de Severo, quien conocía muy bien a Juan, el padre de Lope, para pedir trabajo. Dado que lo que más se necesitaba en esos meses, antes de que llegara el invierno, eran manos que ayudaran, lo contrataron de inmediato. Su padre no cabía de orgullo, creyendo que, al fin, su hijo sentaría cabeza, dejando atrás sus conquistas y las cuerdas de su guitarra por un trabajo estable.

Le asignaron una línea de agaves maduros, listos para ser cosechados, y su padre le enseñó cómo separar las hojas de la planta para preservar y no arruinar la parte más importante, que era la cabeza. Lope prestaba efímera atención a las instrucciones de la faena, pues otras preocupaciones ocupaban su mente.

Sus ladinos ojos azules recorrían con lascivia el paisaje, desde los sembradíos hasta la casa principal, anhelando ver la figura de Itan. A Lope no le importaba la paga; no le interesaba ganarse la vida entre las filas de plantas espinosas. Su verdadero propósito residía en otro tipo de cosecha: la de sus propios deseos y placeres

Durante los primeros días, no la vio. A pesar de levantarse antes de que cantara el gallo y de que los guajolotes pasearan, no la divisaba por ningún lado. Holgazaneaba mucho y, en sus descansos, buscaba cualquier sombra para echarse y encender un cigarrillo. Había sido advertido por el capataz de que, si en una semana no mejoraba su desempeño, a pesar de su gran amistad con Don Juan, lo pondría de patitas en la calle.

Ya estaba a punto de mandar todo al diablo y regresar con las cuerdas de su amada guitarra, a su querida cantina, cuando finalmente la vio. Itan salía de la casa principal. La visión de esa niña con piel tostada, cabello oscuro y ojos brillantes, vestida de jornalera con unas botas de cuero gastadas y un overol, y que cubría su rostro con un sombrero de ala ancha típico de la región, era sencillamente una visión de otro mundo.

La condenada chamaca seguía siendo hermosa, incluso más que la última vez. De nuevo, le asaltaron esos deseos de volver a hacerla suya en ese instante, bajo el sol abrasador del campo, con las plantas y los mosquitos como únicos testigos. Lope se relamió los labios, y como la serpiente astuta que era, optó por retraerse y vigilar atentamente cada movimiento de la chica. Otra vez estudiaría sus rutinas, igual que lo había hecho antes, y entonces la volvería a tomar para sí. Porque le pertenecía.

***

Marian murió un miércoles, tres días después de la visita de Itan y Matías, pero no se dieron cuenta hasta el viernes. Nadie notó que la enferma, la noche del martes, se había levantado como si nada, quitado el ventilador artificial, las sondas y las intravenosas ella misma, dejando un reguero de sangre tras de sí, pues a falta de la pierna, había tenido que arrastrarse.

La buscaron durante la mañana y la tarde del miércoles, y luego todo el jueves. No avisaron a la policía, porque la situación era inverosímil: una persona en su estado no sería nunca capaz de despertar, y si lo hacía, lo más probable es que no llegara muy lejos debido a la confusión mental.

«Se la robaron», es lo que pensaban. Por algún sórdido motivo que ignoraban, alguien tenía que haber conspirado para llevársela. Alguien del personal de confianza había desconectado a la pobre mujer para luego arrastrarla fuera de la institución.

Por tal motivo, revisaron las cámaras de seguridad y para desconcierto del guardia en turno y del director del psiquiátrico, las monótonas imágenes ofrecieron una escena que desafiaba toda lógica y racionalidad. Una figura blanca y difusa salía por la puerta abierta de la habitación de la paciente, arrastrándose como un bulto blanco por los pasillos desiertos de aquella madrugada. Las luces en la escena parpadeaban con intermitencia mientras el ente se desplazaba con lentitud por los corredores. Se analizaron un total de seis tomas de cámaras ese día, y el fenómeno se repetía en todas ellas. La imagen se desvaneció cuando el ser alcanzó la puerta, dejando una inquietante estática que reinó en todas las pantallas del cuarto de seguridad.

Debía ser un fallo en las cámaras, o tal vez algún astuto había estado jugando con ellas. Ya no se podía confiar en nadie. Nunca faltaban los chistositos que querían pasarse de listos. Eso pensó el director, pero el encargado de seguridad que había presenciado tales registros extendió su renuncia esa misma tarde, sin siquiera esperarse al día de pago.

La encontraron el jueves, muy temprano en la mañana, en una zanja poco profunda, en uno de los jardines delanteros. Parecía como si ella misma la hubiera cavado, y más tarde, al hacer la autopsia, el servicio forense determinó que tenía tierra húmeda del jardín entre las uñas que le quedaron. Su cuerpo estaba boca abajo, mordiendo el polvo, contorsionado en una posición grotesca, como si alguien la hubiera arrojado con violencia. Al fin, avisaron a la policía, quienes se acercaron con cautela. Al darle la vuelta al cuerpo, se encontraron con una mueca horrorosa que desafiaba toda explicación racional, lo que les hizo saber que incluso a la luz del día, las pesadillas cobran vida. A pesar de todo, el cadáver sonreía.

***

Lope deambulaba por el campo al caer el crepúsculo del miércoles, ebrio, andando con pasos pesados y descoordinados, sosteniendo una botella de tequila que se había robado de las bodegas de Severo. Total, al fin y al cabo, los ricachones tenían tantas de ellas que no iban a notar si una faltaba. Mascullaba maldiciones contra la india orgullosa, alternándolas con las coplas de una canción de desamor que acababa de componer.

Una sonrisa burlona se asomó a su rostro cuando recordó cómo ese mismo día, al recorrer el campo un poco más temprano, por fin la había visto. Se regocijaba al recordar el buen susto que le había dado a la chamaca al salir de improviso de entre los plantíos. La pobre se había puesto lívida, pálida como la cera, dejando caer la canasta con las frutas que recolectaba. Él le sonrió, luego tomó una de ellas y, después de darle una gran mordida, se burló:

—Pero qué bien te escondes, chaparrita.

Itan salió corriendo, olvidándose de su canasta y perdiendo el sombrero que el aire se llevó, para luego refugiarse tras las puertas de la casa del patrón. Lope tuvo que tragarse su coraje otra vez con tragos largos de tequila, lanzando maldiciones y manotazos al aire, pisoteando sin piedad con sus botas manchadas de barro los tiernos brotes de los plantíos, que con tanto esmero cuidaban su padre y el resto de los jornaleros, buscando desahogar en ellos su ira contenida.

Maldito catrín, maldita Itan, maldita finca.

Caminó por un rato, con la mente obnubilada por el alcohol y el pesar. Andaba por unos matorrales, hundiendo sus zapatos en la tierra, maldiciendo a Itan y al catrín cuando de pronto escuchó un sonido sibilante, como el de un nido de serpientes. Lope sacó su machete, listo para descabezar a las desgraciadas, con el coraje que traía, le venía bien matar a unas cuantas.

Apartó las hierbas que obstruían su camino, listo para desfogar su ira, pero casi se le sale el corazón cuando se topó con la horripilante visión de una mujer encogida sobre el nido de culebras. Eran de todos tamaños y colores, y reptaban por su cuerpo y su largo cabello negro, siseando con sus lenguas, lanzando dentelladas furiosas a diestra y siniestra. La mujer vestía una bata de hospital, que debió ser blanca, pero que estaba manchada de barro y de un líquido oscuro semejante a la sangre.

Lope alzó el machete, preparado para defenderse ante lo que fuera que sus ojos estaban presenciando, pero le fue imposible reaccionar cuando la mujer levantó con lentitud la cabeza, revelando un rostro pálido y desfigurado. La sangre, como un líquido viscoso y negro, le corría por las comisuras de su sonrisa macabra. La visión horrorosa lo paralizó del miedo; el machete se le cayó de las manos, así como la botella, ambos fueron a estrellarse en el suelo. Lanzó un alarido de terror mientras la orina caliente le mojaba la entrepierna.

—Oh, Satanás. Ten piedad de mí —gimió ante la criatura demoníaca—. Prometo ser bueno y honrado.

La mujer rio, con una carcajada estridente que cortó el aire vespertino como un afilado cuchillo, resonando en la quietud del campo. Lope quiso retroceder, pero le faltaron las fuerzas y cayó de rodillas. Se cubrió el rostro con sus manos para no mirar la locura impregnada en esa cara salida del averno y lamentó no poder hacer nada para dejar de escuchar esa risa que le helaba la sangre.

—Abre los ojos, Lope, y mírame bien, porque de ahora en adelante me servirás y como pago te daré aquello que anhela tu corazón —siseó el engendro.

—Obedeceré, obedeceré —prometió Lope, antes de desmayarse.

No despertó hasta al mediodía del día siguiente, cuando lo encontró el capataz y le roció un balde de agua fría para quitarle la cara de espanto que tenía.

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