🎗️17

Tras la partida de Marian, una calma relativa se apoderó del ambiente en la finca Obregón. Con el correr de los días, los horrores presenciados por Severo, su esposa y Diana comenzaron a desvanecerse como un vago recuerdo, quizás de algo que nunca sucedió. La memoria, a menudo traicionera, o más bien convenenciera, parecía empujar esos episodios hacia los abismos de la inconsciencia, pues carecían de una explicación lógica y nadie sentía la necesidad de seguir agobiándose con ellos.

Para Matías, la situación era distinta. Aunque se alegraba por el regreso de Itan a la finca, pues tenerla cerca significaba que las apariciones de los fantasmas que lo atormentaban desaparecían por completo, no lograba liberarse de la culpa que lo perseguiría eternamente.

Continuaba con sus visitas a Marian a la capital cada fin de semana, pero eso no disminuía en nada la impotencia que sentía ante la situación de la divina chica escocesa, que había llegado a la finca casi un año atrás, llena de ilusiones, cuerda y con sus dos piernas intactas. Marian permanecía en un estado catatónico, con sondas colocadas por todo su cuerpo, pues nunca respondió a ninguna medicina o terapia y cuando sufrió un paro cardíaco y sus pulmones comenzaron a fallar, los doctores no dudaron en abrir su garganta y colocarle un respirador artificial.

Con cada visita, Matías la veía empeorar. Su cabello seguía trenzado como Itan lo había peinado antes de su partida. Marian seguía conservando esa belleza original, pero ahora se miraba tan frágil como una muñeca de porcelana rota.

Itan, por su parte, se sentía perdida dentro de esa casa. Aunque Raquel le asignó nuevas tareas, como ayudar en el campo y ser la dama de compañía de Diana, se sentía incompleta. Había sido llevada a ese lugar con la esperanza de ayudar a sanar a una enferma del alma, pero ahora se atormentaba con la sensación de haber fallado. Si tan solo no se hubiera ausentado tanto tiempo de la finca después de la desgracia en el río, tal vez habría podido salvarla.

Así pasaban los días para Itan, sumándose a las almas en pena que andaban silenciosas por la finca. Cuando no pensaba en Marian, su mente se volcaba en la criatura que crecía en su vientre, convirtiéndose en otra fuente adicional de preocupación y angustia.

—Toma, Itan —le había dicho Cora, entregándole un ajuar de ropa holgada que ella iba dejando a medida que le engordaba la cintura—. Con estos vestidos, los patrones ni cuenta se van a dar.

—Pero algún día lo sabrán —respondió Itan con preocupación—. Y entonces no me dejarán vivir aquí.

—A ti te quieren y te prefieren. Soy yo la que tiene una pata en la calle —murmuró Cora con pesar.

A Matías le encantaba observar a Itan mientras trabajaba en el campo. La joven recogía los frutos maduros en canastas o arrancaba la mala hierba con sus manos ágiles. Verla moverse de un lado a otro por la finca lo llenaba de una inexplicable dicha y calma. Desde el amanecer, Itan parecía ser el sol que iluminaba todo a su alrededor.

Pronto, comenzó a adquirir ese rubor saludable en sus mejillas que es característico de las mujeres encinta. Su cabello brillaba con un resplandor especial, y su cuerpo empezaba a mostrar las curvas maternales típicas del embarazo, otorgándole una belleza fértil que pronto no pasaría desapercibida para los señores de la casa y quienes la rodeaban.

Matías se sumergía en esos pensamientos, dejándose llevar por la serenidad que le proporcionaba la presencia de Itan. Sin embargo, el recuerdo de Marian lo golpeaba con fuerza, arrastrándolo de regreso a la realidad, y es que no podía permitirse ser feliz mientras su prometida no lo fuera, ni podía concebir la idea de estar con otra mujer que no fuera ella. Se lo había prometido a Marian, y sabía que tanto ella como los demonios de la casa lo estaban observando, escuchando cada uno de sus pensamientos y acciones.

—Llévame a ver a la señorita Marian —le pidió Itan, un día mientras ayudaba en el campo.

—Sí —asintió Matías, limpiándose el sudor de la frente—, pero primero anda a ver a tu padre.

Itan, que aún temía el encuentro con su padre porque no había encontrado el coraje para revelarle la verdad, anhelaba con fuerza volver a ver a Marian. Esta fue la única razón por la que accedió.

—Si voy mañana, ¿me llevas contigo?

Matías consideró decirle que sí, que la llevaría a donde ella quisiera y que si quería hasta el apellido al niño le daba, pero mejor optó por callar y respondió:

—Mañana iremos primero con tu padre y luego con Marian.

Matías había respetado la petición de Itan de mantener su estado en secreto, tanto de sus padres como de Don Mariano. El pobre viejo se había conformado con saber que su hijita estaba sana y salva, de vuelta en la finca, pero no entendía por qué Itan ya no regresaba los viernes por la noche para partir los lunes por la mañana.

«Que eso se lo diga Itan», fue lo único que le dijo Matías después de aquella breve visita, en la que aseguró al viejo que Itan estaba bien y que de ahora en adelante él se encargaría de que nadie nunca le hiciera daño.

Pero eso no era suficiente. Don Mariano pasaba las tardes afuera de su casa, sentado en su vieja mecedora, esperando escuchar la risa de su hija o sus pasos ligeros al retornar al hogar. Al principio, se levantaba cuando la brisa nocturna le recordaba que era hora de ir a dormir, y entonces se acurrucaba en su viejo catre, pero como su alma estaba intranquila y temía que algo pudiera pasarle, mejor decidió entregarse a la oración constante. Día y noche, se sentaba en el pórtico decadente de su casita de latón. Ya ni siquiera prestaba atención a aquellos viajantes que venían desde otros pueblos, buscando la cura para diversas enfermedades o para quitarse el mal de ojo. Tampoco a los que, según ellos, eran víctimas de maleficios, o aquellos despistados en el amor que buscaban un hechizo. Don Mariano no hacía caso a nada, mantenía un estado de oración inalterable por su pequeña hijita. Sabía que desde el momento en que el Patrón se la había llevado para su casa, había alterado el curso de su historia, así como la de ella, sus hijos y los hijos de estos.

Así permanecía Don Mariano, impasible ante el resto del mundo, absorto en sus pensamientos mientras se balanceaba en la mecedora. Con el paso de los días, los visitantes dejaron de ir, y su presencia solitaria en el pórtico de su casa se convirtió en un símbolo de su devoción inquebrantable hacia su hija perdida.

Fue en uno de esos días cuando Don Mariano tuvo una revelación: vio a un niño mestizo, con cabello azabache y rasgos indígenas como su madre, pero con ojos azules como los del padre. Aunque el viejo no podía estar seguro de quién era el progenitor, eso no le importaba. El niño sería el primer talismán, la primera protección para su hija. Y así lo sería cada hijo que Itan tuviera, sumando un total de tres.

Para Don Mariano, el número tres tenía un significado especial, porque en el tarot, el número tres representa la carta de la Emperatriz, porque el número tres se menciona un total de 467 veces en la Biblia, y porque tres son los integrantes de la Santísima Trinidad. Este número sería para Itan como un amuleto, una protección y bendición divina para ella y su familia.

***

El siguiente sábado, muy temprano, Itan y Matías partieron hacia la capital. Severo y Raquel pensaban que a Marian le haría bien la visita de su antigua dama de compañía. A pesar de todo, Itan era la única persona que había demostrado afecto hacia la joven durante esos días difíciles, y parecía que Marian también la quería. En innumerables ocasiones, la escocesa había preguntado por ella durante el período en el que Itan estuvo ausente. Así que los despidieron con grandes esperanzas, porque, como dijo Severo, «quién sabe, tal vez en una de esas la muchacha se despierte».

De nuevo, Itan ocupó el asiento del copiloto, el mismo lugar que una vez perteneció a Marian. Se sentía extraña al pensar en eso, como una intrusa, como si su presencia hubiera empujado a Marian fuera de la finca y de la vida de Matías.

Al cabo de unos minutos, ya estaban en la periferia, en la casa del viejo brujo y apenas Matías estacionó el carro, Itan se bajó corriendo. Se asustó al ver a su padre en aquella vieja mecedora de madera que gemía un sonido lastimero. El cuerpo de Don Mariano parecía fusionarse con el mueble, como si él también se hubiera convertido en madera. Sus ojos, sellados por la ceguera, estaban fijos en el horizonte, como si en realidad pudiera ver. Era evidente que el viejo brujo llevaba varios días en esa rígida posición de vigilia perenne.

—Apá... apacito... perdóneme... —clamó Itan, acercándose—. Ya llegué, ya vine y no lo volveré a dejar solo.

—¿Itan? —preguntó el padre, con una voz rasposa debido a los días que había pasado sin hablar.

Las lágrimas saladas y silenciosas resbalaron por las arrugas del viejo, marcando un camino sobre la piel curtida por el sol. Aunque no podía verla, sus sueños ya le habían revelado el motivo de su ausencia. Se sintió reconfortado por el consuelo que solo el regreso de su hija podría traerle y le extendió los brazos.

Itan, en cambio, se echó al suelo y le besó los pies, suplicándole perdón con voz temblorosa. Balbuceó las palabras que llevaba atascadas en lo más profundo de su ser. Primero salieron una tras otra, hasta que por la emoción le fue imposible contenerlas y entonces se desbordaron todas, como si las puertas de una represa se hubieran abierto de golpe. Salían confusas, inconexas, atropelladas.

—No fui yo, apacito —le decía—. Fue la serpiente, la serpiente me mordió.

—Lo sé, hijita, ya lo sé —respondió Don Mariano, sosteniendo con ternura el rostro de Itan—. Y lo que crece en ti está bendito. Yo lo bendigo para que sea el consuelo en tus pesares y tu protección. Bendita seas tú, hija, y el fruto de tus entrañas —luego, quebrándosele la voz, añadió—: Y maldigo por siempre al desgraciado que te hizo esto. ¡Que la tierra lo devore y nunca encuentre perdón!

Matías observaba desde una distancia prudente, escuchando cada palabra. La sangre le hervía y el odio nauseabundo hacia aquel desconocido se intensificaba. Itan le había contado todo a su padre, pero se cuidó de no pronunciar el nombre del bastardo que la había mancillado. Matías sintió el deseo de venganza crecer en su corazón como una enredadera venenosa. Sabía que algún día Itan le revelaría la verdad, o él la descubriría por sí mismo, y entonces se encargaría de ese maldito con un solo disparo en la sien.

—Cuídela mucho, patrón —le dijo Don Mariano a Matías cuando llegó el momento de despedirse—. Las cosas no se detendrán con la señorita Marian, sino que irán a peor. Sé que Itan ya ha tomado su decisión, así que solo me queda rezar por ella y pedirle a usted que la proteja siempre.

—Ya le dije que mientras yo viva, nada le pasará —aseguró Matías.

El viejo le creyó, porque sabía que el joven Obregón era honesto y que amaría a su hija hasta el último día de su existencia, y tal vez incluso más allá de eso.

Antes de partir, Itan intentó convencer a su padre de tomar un descanso de sus constantes oraciones. Le prometió que volvería el siguiente viernes para marcharse el lunes, retomando la vieja rutina. Matías respaldó esta promesa, asegurándole a Don Mariano que Itan nunca más andaría sola por el pueblo y reiterando que mientras él estuviera en Santa Martha, ninguna desgracia semejante volvería a ocurrirle.

Don Mariano les creyó, pero no quiso levantarse de su mecedora ni desprenderse de sus rosarios.

—Déjame un ratito más aquí, con mis rezos —pidió—. Tú ve tranquila, hijita, y no olvides las oraciones que te he enseñado —luego, Don Mariano se quitó uno de sus escapularios del cuello—. Ponle esto a la señorita y reza la plegaria contra el mal de San Benito. Es muy milagrosa.

—Sí, apacito, lo haré —Itan asintió con solemnidad.

***

Durante las dos horas restantes hasta la capital, Matías condujo absorto en sus pensamientos, dándole vueltas a los rostros de los trabajadores de la finca, a aquellos que había visto en el pueblo. ¿Cuál de todos ellos sería el padre de la criatura? Se devanaba los sesos inútilmente, consciente de que Itan guardaría ese secreto para siempre, y que tal vez de sus labios jamás saldría tal confesión.

—¿Por qué no me dices quién fue? —insistió, pero como siempre, Itan guardó silencio. Matías reprimió el impulso de golpear el volante y se vio obligado a tragarse su furia una vez más.

—Algún día lo sabré, Itan, ya sea de tu boca o de la de alguien más. De eso no tengas duda.

No hablaron el resto del camino. Ella no sabía qué más decir, y él estaba tan enfadado que apenas la miraba. Después de dos horas tortuosas, finalmente llegaron a la capital. Desde allí, acceder al psiquiátrico donde tenían a Marian fue fácil. Se trataba del mismo hospital en donde mi padre estaría internado unos quince años después, curiosamente, en la misma habitación.

La instalación se encontraba en medio de una zona tranquila de la ciudad, pero algo descuidada. Era un gran edificio que conservaba una mezcla ecléctica de varios estilos arquitectónicos, con paredes de adobe envejecidas por el implacable sol y humedad característica del lugar.

Un letrero les dio la bienvenida, anunciando el nombre del hospital con letras algo gastadas por el clima y la contaminación urbana.

Matías anunció su nombre al portero, y como ya era conocido en el lugar, ni siquiera se molestaron en preguntarle por la joven india que venía sentada muy correcta en el asiento del copiloto, la tomaron como cualquier criada comprada por su patrón. El vehículo pasó por la vereda principal y por algunos jardines un tanto descuidados, donde unos cuantos pacientes vestidos con batas blancas, quizás los más tranquilos, caminaban lentamente al cuidado de sus enfermeros; algunos se mostraban ansiosos y confundidos, yendo de aquí para allá, como buscando quien sabe qué, mientras que otros permanecían quietos con la boca abierta y con una mirada absorta en la nada.

Itan le pidió a Matías que se bajaran para recolectar unas cuantas flores que crecían en los senderos, quería llevárselas a Marian como única ofrenda porque no poseía nada de valor, mas que el libro de los versos y el dinero enterrado debajo del moral, pero que no había podido rescatar debido al miedo que le daba volver por los lugares donde siempre andaba Lope. Matías accedió e Itan escogió las más bonitas flores de entre los arbustos un poco marchitos, y las guardó en su reboso de colores, luego continuaron el camino a pie hacia el interior de la institución.

Itan se sintió nerviosa al recorrer los pasillos laberínticos y claustrofóbicos, con sus paredes blancas e inmaculadas que parecían cerrarse sobre sí mismas. La iluminación era sombría, las luces parpadeantes proyectaban sombras inquietantes en cada esquina. El aire estaba enrarecido con un olor a lejía mezclado con un dejo de desesperación y soledad.

Todas las habitaciones estaban cerradas con llave y ofrecían muy poca o nula vista al interior, pues las ventanas eran pequeñas y estaban cubiertas con persianas metálicas que se abrían ocasionalmente solo para permitir la supervisión a los pacientes de los enfermeros y doctores.

A pesar de la quietud, de vez en cuando se escuchaba un grito o un llanto estridente que perforaba el silencio y los oídos de Itan, recordándole la angustia y dolor de los que habitaban ese lugar.

En el cuarto de Marian, la atmósfera no era muy diferente, almidonada con esa misma vibra que emanaba de ella el día en que la sacaron de la finca. Desde entonces, nada había cambiado en su semblante, salvo que ahora estaba rodeada de máquinas y dispositivos médicos que vigilaban cada aspecto de su salud.

Desde el rincón, el monitor cardíaco parpadeaba con luces intermitentes, registrando cada débil latido del corazón de la joven. Cada pulsación se mostraba en una pantalla como una línea suave y lenta que subía y bajaba al compás de cada respiración inducida a Marian por el ventilador mecánico que laceraba su garganta.

—La situación sigue igual —comentó el doctor en turno—, pero al menos ya hemos logrado que abandonara la posición rígida con la que fue ingresada. Pero fuera de eso, no ha habido otro logro adicional, en cambio diría que va a peor.

—¿Siquiera le lavan el pelo? —preguntó Itan, con lágrimas en los ojos.

—¿Lavarle el pelo? Eh... pues... Hay una enfermera que de seguro se ocupa de eso —respondió el doctor.

Pero Itan sabía que nadie más cuidaría de la preciosa cabellera y alma de Marian como ella lo había hecho.

—Quiero bañarla —le dijo a Matías—. Y también le voy a contar muchas historias.

—La hora de visita no alcanzará, Itan —le recordó Matías.

—Pues entonces más vale que me traigan pronto el agua y el jabón.

Y así, Itan retomó la rutina de lavar el cuerpo de Marian, mientras le contaba una nueva historia que se sacó de la manga en esos momentos. Matías y el doctor esperaron afuera mientras la chica amorosamente volvía a cuidar de su patrona.

Se le rompía el corazón mil veces al ver esos bellos ojos cerrados, esos labios apretados y las sondas implacables penetrando su frágil piel.

—¡Ay, patroncita! —se lamentaba Itan—. ¡Perdóneme por haberla abandonado!

Luego de lavar su hermosa cabellera y terminar el cuento,  sacó el cepillo de la cómoda que estaba junto a la cama de Marian, y que parecía nunca haberse utilizado. Luego, con las flores que había tomado del jardín, y con la mayor delicadeza posible, le tejió dos hermosas trenzas, como las que llevaba ella. Deposito una en cada lado de su cara y le puso flores desde la coronilla hasta las puntas del cabello.

—Ahora sí estás tan bonita como Blancanieves —le sonrió y le dio un beso en la mejilla.

Itan se quitó el escapulario que llevaba colgando del cuello con la intención de colocárselo a Marian. Fue en ese momento cuando se percató de que la medalla de San Benito, con la cual ella la había despedido de la finca, ya no descansaba en su pecho. Pensó que tal vez se la habían quitado al ingresar o se le había caído, aunque eso ya no importaba porque ahora estaría protegida por el escapulario.

Itan se preparaba para colocar la tira de tela santa en el cuello de Marian. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de hacerlo, los ojos de la joven se abrieron de golpe, y alzando una mano blanca y esquelética, detuvo con fuerza el brazo de Itan.

El ser maligno que habitaba en Marian miró de fijo los ojos de Itan, ardiendo con una intensidad aterradora, su mirada estaba llena de furia y de desprecio.

—Si vuelves a ponerme otra de tus porquerías en el cuello, te mataré a ti y a tu bastardo —susurró Marian con una voz espantosa, acartonada y gutural que salió de su garganta abierta. Era una amenaza casi silenciosa pero poderosa, una promesa con consecuencias mortales por si Itan se atrevía a desafiarla de nuevo.

«Matías...» Itan quiso gritar, pero la voz no le salió ni siquiera como un murmullo.

Marian curvó sus labios en una sonrisa extendida y siniestra,  sus ojos se transformaron en dos llamas que danzaron en sus cuencas vacías, lanzando destellos de luz infernal, con un intenso fulgor penetrante que buscaba en lo más profundo de Itan cualquier atisbo de debilidad y duda. A Itan se le olvidaron las oraciones de su padre por un momento, pero se mantuvo firme, intentando dominar el miedo que la consumía por dentro. Rebuscó entre sus recuerdos y al fin la recordó:

—Oh, glorioso San Benito —murmuró Itan con voz temblorosa, cerrando los ojos con fuerza—. La santa cruz sea mi luz y el demonio nunca mi guía. Retírate, Satanás, y bebe tú mismo tu veneno de paz.

Marian emitió un rugido furioso y gutural que retumbó en la habitación, el cuarto comenzó a experimentar un cambio de luz intermitente, y las sombras de seres infernales  se reflejaron en las paredes. El fenómeno no duró mucho porque el brazo de Marian se debilitó y soltó el antebrazo de Itan, no sin antes dejar las huellas amoratadas de sus dedos en él.

Las sombras se desvanecieron gradualmente hasta desaparecer por completo. Las llamas en los ojos de Marian también se apagaron y en un abrir y cerrar de ojos, todo en la habitación volvió a la normalidad, dejándole esa sensación a Itan, preguntándose si lo que había visto era verdad.

Todo quedó sumido en una quietud ominosa, acompañada tan solo por el suave zumbido de los dispositivos médicos, como  los únicos sonidos que rompían el silencio.

Itan no se atrevió a desafiar al demonio una vez más, así que se conformó con colocar el escapulario a la cabecera de la cama de Marian, confiando en que le brindaría la protección necesaria para luchar con el ánima que tenía su alma prisionera.

Susurró una última y poderosa oración antes de que Matías abriera la puerta para anunciarle que la visita había terminado.

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