🎗️16

Cuando mi padre terminó el relato, la presencia maligna, que ahora sé que era Marian, o al menos una parte de ella, comenzó a sentirse cada vez más fuerte. Comprendí que las oraciones que rezaba mi padre se habían vuelto inútiles cuando una ráfaga de viento gélido barrió la habitación, haciendo que la poca luz que existía se extinguiera de golpe. El despacho quedó sumido en la penumbra y la presencia por fin se volvió tangible, tomando forma, alimentándose de la oscuridad que llenaba el espacio.

—¡El tiempo se agotó, hija! ¡No puedo contenerla más! ¡Huye y toma los libros de tu madre! ¡Sus historias, sus poemas...! —gritó, señalando un conjunto de cinco libros encuadernados en cuero fino y desgastados por el tiempo, que reposaban en el deplorable librero y tenían por el frente la firma de mi madre—. ¡Sal de la casa! ¡Llévalos contigo! ¡Que sea la voz de ella la que te cuente el resto de la historia!

—Ven conmigo, papá —rogué, intentando ignorar el escalofrío que reptaba por mi espalda—. ¡Salgamos juntos de aquí!

—¡No, Emilia! —insistió él—. ¡Este es mi destino, esta es mi condena y la acepto! ¡La acepto si con ello puedo salvarlos a ustedes!

De repente, la habitación comenzó a sacudirse con violencia. Los muebles crujieron y chirriaron mientras se desplazaban por la habitación, lanzando objetos y papeles en todas direcciones en un torbellino caótico. Me dirigí al librero y me aferré a los volúmenes que señalaba mi padre, para que no perdieran ni una hoja de su precioso contenido durante el remolino maniaco provocado por la fuerza poderosa e inhumana que provenía no solo de Marian, sino de todos los espíritus que habitaban la casa.

Porque los sentí a todos ellos, es decir, mis antepasados. Los rostros pálidos y angustiados de aquellos familiares que nunca conocí desfilaron ante mí, comenzando por el causante de esta pesadilla: Gabriel, con sus ojos hundidos y su cabello casi extinto que se extendía por su calva. Tenía en su rostro una sonrisa perpetua, pero que no era de alegría, sino más bien una desdentada mueca petrificada, como si la muerte lo hubiera cogido desprevenido. Él también penaba y estaba encarcelado en la finca, al igual que los demás. La maldición lo había reclamado, la maldición no hacía distinciones. El demonio lo había engañado y al final, también era preso de su propio conjuro.

El torbellino destructivo no cesaba, papá y yo nos aferramos a cualquier cosa que pudiera ofrecernos algo de estabilidad, hasta que se detuvo por un momento y solo para dar paso a algo mucho peor y escalofriante: la materialización de aquel ser de furia incontenible en medio de la habitación, mientras yo temía que el suelo que temblaba bajo mis pies se abriera para por fin tragarme hasta las entrañas del infierno.

Olvidé mis oraciones, todas y cada una de ellas fueron inútiles cuando Marian se irguió en medio de la habitación, su figura etérea se destacaba entre la oscuridad, como un espectro salido de mis más oscuras pesadillas. Su cabello oscuro le caía en mechones desordenados alrededor de su rostro pálido y anguloso, enmarcando sus ojos rojos inyectados en sangre, ira y desprecio. Su ropa, desgarrada y andrajosa, ondeaba con el viento sobrenatural. Una sonrisa retorcida se curvó en sus labios, mostrándome sus dientes afilados y amarillentos. Sonreía, oh Dios... sonreía... Y su mueca maligna denotaba satisfacción porque sabía que estaba a punto de obtener su victoria.

—¡Los libros, Emilia! ¡Ellos tienen la respuesta! —insistió mi padre con un vozarrón que me pareció desconocido. Era evidente que estaba luchando por no sucumbir, por no caer víctima de, lo que supuse, era un infarto—. ¡No solo son poemas e historias, Emilia! ¡Contienen las palabras! ¡Contienen las...! ¡Agghh!

El espectro ahogó la voz de mi padre. Furioso, se giró, extendiendo sus manos esqueléticas hacia él, mientras una risa sibilante y terrorífica escapaba de sus labios, burlándose. Entonces me di cuenta de que Marian aún no se cobraba la vida de mi padre porque disfrutaba jugar con él, llevarlo al límite de la locura y sumirlo en su miseria.

Retrocedí unos pasos, dispuesta a abandonar la casa, pero como todavía no me recuperaba de la impresión, di un traspié y caí de sentón. Entonces la mujer se dio la vuelta y enfocó sus ojos rojos, que brillaban con ese resplandor maligno, en los míos. Extendió sus garras, afiladas como cuchillas, hacia mí, mientras yo intentaba ponerme de pie, pero lo único que conseguía era arrastrarme lastimosamente en reversa, como un gusano asustadizo ante su depredador.

—Te conozco y no olvido mis promesas —susurró con aquella voz que emanaba desde las profundidades del infierno, mientras sus manos frías como la muerte se cernían alrededor de mi cuello. Imprimió una fuerza sobrenatural que amenazó con cortar mi aliento de vida para siempre—. ¡Prometí que volarías conmigo y así será!

El aire se volvió denso y opresivo, mientras a lo lejos escuchaba los gritos desesperados de mi padre, rogándole al espectro que me soltara, pero su agarre era implacable. El aire pareció volverse más denso, casi irrespirable, mis pensamientos se volvieron confusos y mis sentidos se embotaron. Los libros de mi madre yacían desperdigados en el suelo, enseguida sentí cómo el espectro me elevaba consigo y mis pies se despegaban del piso, mientras yo luchaba con desesperación, pataleando y manoteando, intentando despertar de esa pesadilla. Pero el mal sueño era tan cierto, que aún hoy, y después de tantos años, llevo la impronta de las garras de Marian extendidas en mi cuello, como moretones oscuros que nunca sanaron.

De pronto, un destello fugaz, una línea de luz blanca surgió en medio de la abrumadora oscuridad. Su presencia, aunque efímera y débil, irradió una sensación de paz y tranquilidad. El espectro maldijo en un idioma que no reconocí y entonces sus dedos se aflojaron, provocando que yo cayera desde casi medio metro de altura. Una vez en el piso, intenté toser, emitiendo extraños sonidos guturales, jalando aire con desesperación en cada bocanada. Sentía la garganta seca y comprimida. Y mientras intentaba reponerme, vi a través de mis ojos nublados y empañados en lágrimas la presencia de mi madre cruzando la habitación, avanzando segura desde la entrada del despacho hacia el espectro, y aunque su luz era muy frágil, su determinación era inquebrantable.

—¡Itan! —exclamó mi padre al tiempo que estallaba en llanto—. ¡Oh, Itan, haz vuelto! ¡Te esperé! ¡Te esperé tantos años!

Mamá le contestó con una sonrisa, una bella sonrisa luminosa, misma que hizo retroceder a Marian. La piel morena de mi madre resplandecía con un brillo celestial, su cabello azabache ondeaba alrededor de su rostro, como una corona de ébano. Luego me miró, con sus ojos hermosos y dulces, transmitiéndome un mensaje de esperanza, dándome la fortaleza que necesitaba.

Mamá se volvió hacia el espectro vengativo, su mirada era determinante, dispuesta a enfrentarse a él con toda la fuerza que le quedaba en su ser. Su luz titiló, incandescente por un momento, como una estrella fugaz en la noche. El espectro retrocedió y entonces volvió a elevarse, pero ya sin mí, maldiciendo a mi madre, cuya sola presencia bastaba para vencerla, al menos por unos momentos.

Marian desapareció, no sin antes proferir un grito horrible que resonó por toda la habitación. Su espíritu, envuelto en una última ráfaga de oscuridad, se retiró. Sus palabras, tan profanas y escalofriantes que no me atrevo a plasmar por escrito, cimbraron el aire, prometiendo regresar para completar su venganza. El eco de su grito se desvaneció poco a poco, dejando tras de sí un silencio pesado y estremecedor.

Exhalé un suspiro tembloroso de alivio, y aunque la amenaza no había desaparecido por completo, supe que había un destello de esperanza cuando mamá, antes de echarme un último vistazo lleno de amor y desaparecer, susurró:

—Sé que puedes descifrarlo. Tú eres el puente.

—¡Itan! ¡Itan! —gritó mi padre, levantándose al fin de la silla, detrás del destrozado escritorio—. ¡No te vayas, Itan! ¡No me dejes!

Desesperado, papá corrió hacia la luz que empezaba a desvanecerse, reduciéndose a una delgada línea.

—¡Llévame contigo, Itan! —suplicó mi padre, cayendo al suelo y arrastrándose hacia el diminuto resplandor que se desvanecía—. Llévame... por favor, llévame...

Sus lágrimas se confundieron con el polvo del suelo mientras rogaba, hasta que finalmente la luz de mamá se desvaneció por completo.

Tal vez no creas todo lo que acabo de relatar. A veces, incluso a mí me cuesta hacerlo, especialmente al recordar aquellos años tan confusos y llenos de dolor. Pero sé que mi madre estuvo ahí, enfrentando la furia de Marian. Gracias a ella, hoy sigo aquí, escribiendo con lágrimas de alegría y tristeza nuestra historia familiar.

Ella me dio el valor para seguir adelante y detener la maldición que nos perseguía. Mi padre tenía razón al insistir en que los cinco libros que me llevé de nuestra antigua casa contenían las claves para desentrañar el conjuro infame iniciado por Gabriel Obregón. Pero más allá de eso, estos libros me permitieron reconstruir la historia de mis padres y abuelos.

Ahora comprendo que lo que escribo proviene de la pluma de mi amada madre. Desde sus poemas y cuentos inventados, con su caligrafía errática y su terrible ortografía, hasta los relatos de mis abuelos, la historia de Marian y nuestros antepasados, así como el romance de mis padres, todo está plasmado en esas páginas.

Esa noche abandoné a mi padre, tal como me lo pidió. No pude abrazarlo, tampoco tocarlo, porque él era etéreo. No estaba muerto, pero tampoco vivía; era un ser atrapado entre dos mundos, que no podía morir, pero tampoco podía escapar de aquella casa. Comprendí que él era el precio, la garantía para que la maldición nos dejara en paz, al menos por un tiempo.

—Perdóname, hijita —me rogó antes de marcharme, las lágrimas bañaban su rostro sin cesar—. Yo nunca quise lastimarlos. Yo... no sabía cómo protegerlos.

—Te comprendo, papá —le dije, intentando no llorar—. Y te perdono todo.

Papá me sonrió mientras me veía partir. Me alejé sin mirar atrás, pues no sabía si sería tan fuerte como para dejarlo allí, solo otra vez, a merced de la locura y la tristeza. Abracé con fuerza los libros de mi madre, buscando valor para no regresar.

Cuando salí de su despacho, supe que un poco de la luz de mi madre ahora me acompañaba, porque a cada paso que daba, cada habitación volvía a iluminarse. Pero no era como aquella luz pálida que se encendió cuando horas antes había ingresado a la finca. Esta era diferente; iluminaba y transformaba la forma de cada habitación, como si retrocediera en el tiempo. Los fantasmas desaparecían y en su lugar estaba mi familia: papá y mamá juntos en la sala, tomados de la mano, mirándose con el mismo amor con el que siempre los recordaba; Anthony y yo jugando en nuestra habitación; y luego Blanca Rosa dando sus primeros pasos.

Reprimí el llanto y me apresuré a salir, pues no sabía cuánto tiempo más duraría la protección de mamá antes de que Marian y su séquito de espíritus inmundos regresaran.

Así me despedí una vez más de mi hogar, prometiendo regresar, pues sabía que debía rescatar a mi padre y poner fin a lo que había comenzado hace siglos. Era consciente de que no se detendría. Después de acabar con mi padre, seguirían los demás. La finca sabría cómo atraernos de vuelta, lo había hecho siempre, y cuando papá ya no estuviera y la tenue luz de mi madre se extinguiera, serían mis hermanos y yo quienes continuaríamos el ciclo.

Dije adiós a la finca Obregón. Parecía quieta y fantasmal mientras me alejaba. Observé sorprendida la serena quietud que la rodeaba. Nada crecía a su alrededor; la casa languidecía, pero a la vez cobraba vida, transformándose gradualmente en un ente con voluntad propia. Y algún día, si nadie lo detenía, se convertiría en la puerta misma del infierno.

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