🎗️14

México, 2000 - 2001.

El par de novicias, que recién habían llegado al convento, me acompañaron al día siguiente muy de madrugada a la central de autobuses. Abordamos una serie de camiones urbanos de color verde mayate, siguiendo las instrucciones de una de ellas, la más parlanchina y la que se sabía las calles, avenidas y transportes como la palma de su mano. Tenía tan solo veintitrés años, pero según ella estaba cansada de complacer a todo el mundo y le resultaba más fácil agradar a un solo ser intangible que no pedía de ella nada más que su tiempo. Estudiaba medicina cuando sintió el llamado, como una fuerte sacudida, aunque la educación cristiana la mascó desde muy pequeña. El momento ocurrió cuando atestiguó su primera manifestación mariana, mientras realizaba sus prácticas profesionales.

La otra novicia era menos habladora, más contemplativa, y no soltaba ni una palabra, contrario a su compañera, limitándose tan solo a decir sí y no.

Entre historias de apariciones guadalupanas, pacientes de hospitales y recuerdos de la infancia, por fin llegamos a la central camionera, que para esas fechas ya había cambiado su ubicación del Centro de Histórico de Puebla al norte de la ciudad, y que en esos años se consideraba como la terminal más grande de México y Latinoamérica.

Las novicias no me abandonaron hasta que me vieron bien sentada, en un camión de colores verde y blanco que tenía una flecha roja en el frente, y el motor se encendió. Se santiguaron apenas escucharon el ronroneo del autobús y con una cálida sonrisa me dijeron adiós con la mano.

El siguiente tramo de aquel largo trayecto, que fue al entonces llamado Distrito Federal, ocurrió sin percances; salvo uno que otro traqueteo y enfrenón, y la interminable retahíla de vendedores ambulantes.

Yo estaba extasiada, viéndolo todo a través de una ventana mas o menos limpia. El exterior me parecía fascinante, no porque durante mis años en el claustro jamás hubiera salido de esas paredes, sino porque era la primera vez que lo hacía por mi cuenta.

Antes de despedirse, las novicias me advirtieron que debía cuidarme, porque para esos años los asaltos y carteristas en el D.F estaban en su punto, cosa que no ha cambiado mucho con el paso del tiempo.

Yo no llevaba objetos de valor, ni siquiera una bolsa decente o cartera, pues el dinero lo traía cosido en el interior de la falda, y, a decir verdad, mi vestimenta era demasiado simple como para llamar la atención. Usaba una blusa de tela suave y cómoda que se ajustaba ligeramente a mi delgada figura y una falda larga hasta los tobillos. Las prendas eran de colores neutros; de hecho, toda mi ropa era igual y muy pasada de moda, pues eran las madres las que se ocupaban de mi vestuario. Mi cabello cobrizo y largo siempre caía en ondas cuando lo soltaba, pero prefería sujetarlo en una coleta baja. No puedo decir que me esforzara mucho en mi arreglo personal, pues en el convento había aprendido que lo único que necesitaba era estar limpia, por dentro y por fuera.

Cuando llegué al Aeropuerto Benito Juárez todo se complicó. El monstruo que tenía frente a mí era agobiante, con un sinfín de pasajeros que iban y venían arrastrando maletas, y botones corriendo con diablitos insistiendo en llevar tu equipaje a cambio de una propina significativa. Yo no tenía boleto de avión reservado, Luis Clark me había dejado a la buena de Dios, no sé si porque pensaba que yo era lo suficientemente lista y no necesitaba ayuda, o porque en realidad no quería entrometerse más de lo que ya lo había hecho.

Pagué mi pasaje con parte del dinero que el abogado me había prestado y después de muchas peripecias, que no vale la pena contar, abordé un vuelo directo y sin escalas a Tamaulipas.

Yo ya había volado en avión cuando era muy pequeña y papá nos llevaba de vacaciones, pero no recordaba mucho la sensación de mareo, ni el vértigo, así que en cuanto el armatoste estuvo en el cielo, volví a experimentarlos y mi estómago se encogió, amenazando con expulsar el breve desayuno que aún luchaba por digerirse. Ignorando lo anterior, la experiencia de atravesar distancias en tan solo unas horas fue increíble.

En total me tomó dos días llegar a mi destino, mi hogar estaba en el quinto infierno, o así me lo parecía, y tantas escalas y transportes terminaron por abrumarme. El último trayecto al pueblo de Santa Martha lo hice al día siguiente y de un tirón, después de descansar una noche en un hotel en Ciudad victoria.  Muy temprano, la mañana siguiente,  me subí a un autobús que transportaba desde personas hasta animales, pollos, cochinos y perros; y que hacía escala cada diez minutos para que la gente subiera, bajara, fuera a comer u orinara. Puse un pie en Santa Martha la tarde de ese mismo día.

Apenas bajé del autobús, el aire vespertino me llegó de lleno a los pulmones, trayéndome los recuerdos de mi infancia, que cobraron vida ante mis ojos, como fantasmas del pasado.

Ahí estaba el pequeño pueblecito, con sus calles estrechas y empedradas, conservando aún su pavimento original. Caminé hasta el Centro Histórico, sintiendo ese calor en mi pecho que solo puedes experimentar cuando después de muchos años regresas a lo que conociste como tu primer hogar.

Me detuve en el zócalo, en la plaza mayor, después de dejar atrás un par de colonias, con sus casas e iglesias pintorescas. La plaza no había cambiado mucho, reconocí ese como el lugar en donde papá había hecho aquel impresionante cierre de campaña. Vi los colores del partido que en mis recuerdos fungía como el opositor de papá; los colores blanco y azul se habían apoderado de la decoración del zócalo, estaban en las bancas, y en mantas distribuidas en todos lados, prometiendo un cambio histórico y el fin de la dictadura tricolor. La esperanza de un México mejor la prometía un político bigotón, sombrerudo y guanajuatense de corazón, mas no de nacimiento.

Caminé un rato por ahí, viendo el día languidecer, tan cerca ya de mi casa que, a propósito, empecé a postergar la visita. Me acobardé, y mejor decidí ir a aquella placita en donde Nico y yo jugamos cuando éramos niños.

La pequeña placita y su parque seguían siendo el corazón del pueblo, rodeado de casitas y edificios de estilo colonial, con sus bancos de madera y hierro forjado, distribuidos estratégicamente alrededor. Ahí seguía la fuente de cantera, me senté en ella y recordé cuando, entre juegos de niños, le pedí un beso a Nicolás. Me reí con un poco de pena al recordar lo inocente que alguna vez fuimos. Me preguntaba si Nico había alcanzado su sueño y ahora estudiaba para convertirse en matemático o científico y lograr llegar a la NASA.

Llevé una mano al interior de la fuente para refrescarme un poco, el viaje había sido extenuante y agotador, pero al fin estaba ahí, en mi pueblo, en mi hogar. Me limpié el sudor del rostro y me puse de pie, reprimiendo un par de lagrimillas nostálgicas que amenazaban con escapar de mis ojos.

Sin saber por qué, muchos sentimientos se agolparon dentro de mí, como una tristeza infinita que el paso del tiempo nunca curaría. Me pareció ver a un joven y una chica, correteando con un aro, muy felices en el parque, jugando una carrera, y aunque el recuerdo no era mío, una añoranza me sobrevino tan fuerte e intensa que tuve que sentarme por unos minutos, hasta que el recuerdo se evaporó.

Mucho tiempo después comprendería que esas memorias no me pertenecían, sino que eran recuerdos que me llegaban del más allá.

Ya para concluir mi paseo, en uno de los puestos de comida, compré unas gorditas de maíz, bañadas en salsa roja y lo acompañé con una gaseosa, porque desde que había llegado de la capital no había probado nada. La comida fue un respiro, trayendo a mis memorias más aromas y sabores del ayer.

Cuando ya me fue imposible seguir postergando la visita a mi padre, pregunté qué transporte podía tomar para llegar a la finca, a la colonia  Narcisos y la calle Miraflores, donde se ubicaba mi hogar.

***

Apenas la tuve frente a mí, mi propio hogar me pareció como salido de las páginas de una historia de terror. La finca aún se alzaba majestuosa, pero su gloria pasada ahora estaba eclipsada por el paso del tiempo y el abandono humano. Recordé su fachada, antes imponente, pero que ahora se cubría de moho con capas de pintura descascaradas.

Aquellos ladrillos coloniales, que en el pasado fueran blancos y relucientes, ahora lucían descoloridos. Las ventanas estaban rotas y otras tantas estaban cubiertas de madera, con los eternos habitantes mirando melancólicamente al exterior, como si en realidad recordaran tiempos mejores.

Ni siquiera tuve que timbrar, o hacer uso de una llave, pues la reja principal, antes majestuosa y acogedora, ahora colgaba de sus goznes, cubierta de maleza y hojas secas. Entré y caminé por los jardines descuidados y enmarañados. Las rosas y los árboles, que alguna vez prodigaran color y fragancia al lugar, ahora agonizaban, luchando por sobrevivir entre la maleza y hierba mala.

Caminé por el área del jardín que había hecho cerrar en su momento la señora W., después de aquel extraño suceso en el que el pueblo entero se intoxicó. Me acordaba de su peculiar olor a muerte, pero ahora aquel hedor ya no se limitaba a esa zona nada más; el jardín entero se había impregnado de ese funesto aroma, enrareciendo la atmósfera a perpetuidad.

La tarde ya había caído, y eso le sumaba a la escena un aspecto inquietante. Sombras danzaban detrás de las ventanas y figuras inquietantes deambulaban ya no solo en el interior de la casa, sino que también en los jardines, recordando tiempos pasados y tragedias no olvidadas. Supe entonces, que por más que papá hubiera querido alejarnos, aquellos seres siempre nos llamarían y nos harían volver, como a todos los Obregón.

Acaricié la medalla de San Francisco; no, no la acaricié, me aferré a ella con tanta fuerza que temí que mi mano fuera a sangrar. La puerta de la casa estaba abierta. Una luz tenue, pálida, amarilla y espectral, se encendió en cuanto puse un pie dentro.

Al entrar, fui recibida por un aire de melancolía y decadencia. El vestíbulo, alguna vez lleno de vida, estaba envuelto en sombras; sábanas grises y polvorientas cubrían los muebles. Los cuadros, las fotografías de mi madre y mis hermanos colgaban torcidos de las paredes, y la pintura de mi antepasado, León I y el altar que cuidaba mi madre con tanta devoción, estaban destruidos. El lienzo había sido traspasado mil veces con un cuchillo y los jarrones que antaño alojaban el agua y las rosas para su eterno descanso, estaban en el piso hechos añicos.

El suelo de madera, antes brillante y pulido, ahora se cubría por varias capas de polvo. Unos surcos se apreciaban en él, como arañazos en la duela;  las cortinas desgarradas se mecían ligeramente con la brisa que se colaba de afuera y con cada susurro fantasmal.

En cada rincón de la casa, el pasado y el presente se entrelazaban en una danza macabra de recuerdos y olvidos, donde los espectros eran libres y deambulaban por la casa sin recato, pero presos aún de su propia y eterna prisión.

—Papá —gemí sin dejar de santiguarme y sin soltar la medalla de San Francisco de Asís, pero nadie contestó.

Seguí adelante, atravesando el vestíbulo, mirando de frente, sin despegar la vista, pues me aterraba mirar hacia arriba y encontrarme con la mujer del candelabro, aquella que en mi infancia me perseguía en sueños, pero que en el convento dejó de manifestarse, al punto en el que por completo la olvidé.

Recordé dónde estaba el despacho de papá, siempre al lado derecho de la escalera, no había olvidado que fue en aquella habitación la última vez que lo vi. La puerta estaba abierta, o quizás ya ni siquiera existía una, lo llamé una vez más.

—Papá... papá, soy Emilia... —me temblaba la voz y mi enfado con cada paso parecía disolverse.

La luz no servía, intenté accionar el botón de pared, pero lo único que iluminó el cuarto, fue esa misma luz tenue y espectral que ahora parecía adueñarse de cada rincón de la finca.

En el despacho, la figura apenas visible de mi padre, entre las sombras que se filtraban por las ventanas rotas, tenía un aura fantasmal. Estaba sentado en su mismo escritorio, como si el tiempo en realidad jamás hubiera avanzado. Los carrillones de viento, los mismos que agitó el fantasma de mi madre, aquel día infame en el que mi padre nos separó, seguían ahí, moviéndose con la brisa, entonando una melodía sobrenatural.

El despacho, a su vez, era un reflejo de desolación. Los muebles una vez elegantes y majestuosos, ahora estaban cubiertos de polvo y telarañas. Los libros de mi padre y los poemarios de mi madre acumulaban años de olvido, en la estantería desvencijada.

A medida que mis ojos se acostumbraron a la precaria luz, la figura de mi padre se hizo más visible, los ecos del pasado fueron los testigos mudos de nuestro encuentro; papá y yo, en ese escenario irreal, entre sombras del ayer y del presente. Su rostro era diferente, marcado por  aflicción, melancolía y desesperación, reflejando con cada arruga, con cada ojera y línea de expresión el paso inexorable del tiempo y de los remordimientos que aún lo consumían.

—Emilia... —susurró mi padre—. ¿Qué haces aquí?

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