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Tamaulipas, 1976

Itan se bañó con sus lágrimas y con el agua del río, intentando desprenderse de la vergüenza y de aquella sensación de inmundicia que la embargaba. El rufián escapó en cuanto vio que sangraba de la cabeza y los labios, no sin antes lanzarle una advertencia mientras se acomodaba los pantalones:

—No vayas a cantar nada, pajarito, porque tu padre es viejo y yo joven y en un dos por tres me lo trueno. Y en cuanto al «pípirisnais» ese, que no se te olvide que donde pongo el ojo pongo la bala y, en una de esas, mientras ande en el campo me lo chingo.

Y para enseñarle que no mentía, le mostró la pistola plateada que le colgaba del cinto.

Itan lloró y lloró, y lavó su desgracia hasta que la piel de los dedos de las manos se le arrugó. Luego, recogió su ropa y se vistió, pero a la finca no regresó. Caminó hasta el pueblo, sangrando por la frente, boca y entrepierna. Cubrió su cabeza con el rebozo y agachó la vista para que nadie pudiera reconocerla.

Pensó en volver a casa, con su padre, pero la desventura la llenaba de vergüenza. Jamás sería capaz de confesarle que, por su causa o no, ya no era virgen. Itan recordaba el sufrimiento con el que Don Mariano hablaba acerca de María Guadalupe, la hija que regaló su cuerpo a mil hombres en el pueblo y a mil bebés parió incompletos; para después enterrarlos en el monte o tirarlos en el río. Decir mil era una exageración, pero así lo contaba el padre, lleno de desdicha, cada vez que recordaba a su hija perdida.
Ya bastantes pesares tenía el viejo, no sumaría uno más a su vida.

Entonces se acordó de Ramiro, el hermano que vivía al final del pueblo, colindando con San Jerónimo. Dolorida y rengueando, encaminó sus pasos hasta allá. Le tomó todo el día llegar, porque, para su mala suerte, ni un peso se había echado a la bolsa y no tenía con qué pagar un pasaje de autobús. Pero le aterraba volver al moral y desenterrar parte del dinero del pago por el Poemario para la Pobresa. Qué tal si a Lope se le ocurría pasar por ahí.

Lloró todo el camino, dejando la impronta de su aflicción en un hilo de lágrimas que se formaba detrás de cada paso que daba. El sol abrasador secó las gotas y convirtió aquel en un sendero de sal, que se extendió desde el río hasta la casa de su hermano.
Mamá después contaría, que fue ese el rastro que siguió mi padre Matías para encontrarla.

Llegó de noche, cuando ya los grillos cantaban y Ramiro estaba sentado afuera de su casa, bebiendo unas cervezas y rasgando las cuerdas de una vieja guitarra.

—Pos' ¿qué estás haciendo aquí, chamaca? —preguntó su hermano con asombro.

—Es que... es que quiero aprender a hacer tortillas...

—¿Y pa' eso vienes a esta hora y desde tan lejos?

Itan asintió, pero en ese momento le sobrevino toda la conmoción, además del hambre y la sed; pues no había bebido ni comido nada desde la cena del día anterior y el llanto abundante la había deshidratado. Las piernas le flaquearon y se desplomó en el suelo polvoriento ante el pasmo y los gritos de su hermano.

***

Podía sentir gotas de agua fresca resbalando por su cara y otras tantas lavando las heridas de sus labios.
Itan parpadeó muchas veces intentando despertar, pero volvió a sumirse en su inconsciencia. La habían recostado en un catre incómodo, mientras la esposa de su hermano le cubría con fomentos fríos todo el cuerpo.

—Tiene rete harta fiebre —le dijo a su marido—. ¿Por qué no te vas pa' juera y le pides la tina a doña Chencha? Necesitamos poner a esta criatura en remojo o se nos petatea.

—¡Sí, sí! —exclamó el otro y salió como alma que lleva el diablo.

Agustina, la esposa de Ramiro, ya sabía del mal que le acontecía a la muchacha. Le limpió la cara y el cuerpo con los mismos paños húmedos que utilizaba como fomentos; revisó las heridas y recordó con tristeza la noche, hacía ya más de diez años, en la que volviendo a casa, un hombre vestido de azul con insignias plateadas en la camisa, la golpeó y violó hasta el amanecer. Si salvó su vida no fue por obra y gracia del espíritu santo, sino porque fingió estar muerta luego de recibir, por parte del salvaje que para colmo resultó ser policía, un cruento macanazo en la nuca que casi la mandó al otro mundo. Se quedó rígida como una tabla, con los ojos en blanco. El hombre al verla huyó despavorido, creyendo que se le había pasado la mano.

Sí, reconocía esos moretones en el cuerpo como aquellos que alguna vez tuvo repartidos en el suyo; ese labio partido, el desgarre entre los muslos y la sangre que había limpiado de su nuca y de entre sus piernas.

Con delicadeza, y hasta con un poco de ternura, borró todo rastro, todo golpe y toda caricia profana. Hubiera querido también limpiarle el alma, pero para eso no existía ningún jabón o agua que funcionara.

Tampoco quería que su marido se enterara, porque sabía que, a pesar de que su esposo era una hombre tranquilo y de hogar; con unas cuantas cervezas encima se envalentonaba y era capaz de tomar el machete e ir a buscar al culpable para destazarlo en pedacitos.

Y Agustina ya estaba harta de las desgracias en su vida. Al fin tenía algo de paz, un hombre bueno que la quería sin importarle su pasado y un vientre abultado y puntiagudo que vaticinaba la llegada de uno o tal vez dos bebés. Ramiro tenía trabajo en la carpintería y los ingresos familiares mejoraban gracias a ello y a la masa, el paloteo diario y el lento cocimiento de las tortillas en el comal. Así que no tenía tiempo ni templanza para ocuparse de un problema más.

Ramiro trajo la tina. Acarreó cinco cubetas llenas de agua que tenía en el patio y con mucha disposición vertió algunos hielos que compró en la tienda, junto con seis de sus cervezas más heladas. El agua estaba lo suficientemente fría para ayudar a que la fiebre de Itan mermara. Ramiro esperó afuera para ahorrarse la pena de ver desnuda a su hermana pequeña.

A fuerza de unas sacudidas que le propinó Agustina, Itan por fin despertó. Medio atarantada, medio moribunda, se dejó meter en la tina, entre escalofríos y lágrimas que comenzaban a resbalar por su rostro, hasta estrellarse en el agua helada. Sollozó un buen rato hasta que la temperatura de su cuerpo comenzó a descender. Ya estable, Agustina la sacó de la tina y la envolvió con unas sábanas viejas, porque toallas extras no tenía. Luego la dejó reposar unos minutos en el catre y se sentó a su lado.

—Yo sé que ti hicieron, muchachita y no eres la primera ni la última. Así es la vida y nacimos mujeres y nos tocó perder, pero nadie va a creerte pos' porque eres india y no tienes ni apellido ni un hombre que te respalde. Pero puedo darte una de mis yerbas, pos' pa' qui' no traigas al mundo a un huerco que nada más va a sufrir.

Aún atontada y conmocionada por el trauma sufrido, Itan asentía con cada palabra que salía de la boca de Agustina. ¿Huerco? ¿Traer al mundo? ¿De qué estaba hablando la mujer?

—Dile a tu hermano que ti' asaltaron y qui' ti" golpiaron, pero no vistes quién jue.

—¿Puedo quedarme unos días aquí? —preguntó Itan con timidez.

Agustina reveló una cara de angustia a más no poder, chasqueó la lengua y exhaló con fuerza. No le gustaban los problemas. ¿Y si el rufían que se había aprovechado de Itan la andaba buscando para rematarla? Su vientre albergaba a sus hijos y eran ellos los que merecían sus desvelos y preocupaciones, no una niña tonta a la que, por mala suerte, la desgracia le había besado el alma.

Pero no pudo decir lo que en realidad pensaba cuando Itan otra vez lloró.

—Tres semanas, hasta qui' sanen tus heridas. Yo no puedo hacerme cargo de ti, muchacha.

—Sé cocinar y limpiar y si me enseña también puedo hacer tortillas.

Ramiro se creyó todo el cuento del asalto y no preguntó más. Lo que le extrañaba era que su hermana faltara a su empleo y que su padre no supiera ni en donde andaba. No entendía por qué, si un asalto a todo mundo podía sucederle y más en Santa Martha.

Agustina le tomó la palabra y la puso a trabajar en el comal, amasando, cociendo tortillas y despachando a los clientes con gran velocidad. Bastaron tan solo un par de días para que la fila diaria de las tortillas adquiriera de pronto la forma de una serpiente coralillo, enredándose sobre sí misma, dando vueltas hasta siete veces, con clientes ansiosos y atraídos como con un embrujo, dispuestos a pagar por hasta tres kilos diarios. Así como la gente se septuplicaba, la masa de las tortillas también lo hacía sin explicación aparente y no había necesidad de moler más nixtamal.

Agustina fue la única que lo notó: que en manos de Itan la masa era fructífera. Entonces entendió que los tés de ruda y regaliz que le daba cada mañana no habían surtido efecto y la chiquilla estaba embarazada.

«Pobre —pensó—, así ya menos la van a querer».

En la finca no la pasaban tan bien, sin Itan a su lado, Marian se consumía en la tristeza y también Matías. A Raquel, nadie le quitaba de la cabeza que la chica se había escapado con un fulano, como lo hacían a veces las indias, o quizás se la habían robado.  Más de una vez envío a la otra sirvienta a buscarla por el pueblo y en la casa de su padre, pero de la chiquilla ni rastro había.

Marian volvió a sumirse en su letargo, en sus noches de pesadillas, depresión constante y llantos inconsolables al despertar. La casa entera era un caos. Los horrores de Matías también regresaron. Los habitantes perpetuos, que después del exorcismo de Don Mariano se habían limitado a transitar en paz en la casa y las áreas de la finca, comenzaron de nuevo a agobiarlo, a despertarlo en medio de la noche. Otra vez las caras chuecas y grises, los rostros marchitos y sonrisas desdentadas, y el terror insufrible de estar de nueva cuenta a su merced.

Era un infierno. Matías pensó que tal vez, y de una manera inexplicable, la chiquilla le confería alguna forma de protección a la casa. ¿Sería posible que Itan fungiera como una especie de amuleto viviente? Sea como fuere, Matías sentía la urgencia de lanzarse en su búsqueda, así que tres semanas después de su desaparición, avisó un lunes muy temprano, que ese día no trabajaría en la finca, sino que lo dedicaría para buscar a Itandehuitl.

Matías se vistió con ropas relajadas y cómodas y, antes de salir de la finca, tomó su sombrero, porque el sol en Santa Martha esos últimos días parecía no tener piedad. Llevó una cantimplora con agua y una anforita plateada repleta de tequila.

«Por si las dudas...», pensó.

La primera visita, obviamente, sería con Don Mariano. Le tomó varias inhalaciones y exhalaciones profundas, y uno o dos sorbitos de tequila para armarse de valor y tocar la desvencijada puerta de lámina. La última vez que había estado ahí, el viejo lo había mirado a los ojos, directo a las profundidades de su alma, y el reflejo que le había devuelto, era algo que prefería olvidar.

Don Mariano lo recibió con alegría, con efusividad mejor dicho, y se tomó la libertad de abrazarlo, para malestar de Matías que no estaba acostumbrado a ninguna especie de contacto físico, y menos con un viejo achacoso que, verdad de Dios, le inspiraba terror.

—Busque a mi niña, patroncito. Yo soy viejo y no puedo andar mucho. Pero la he visto, mi Santita en sueños me la ha mostrado. Yo vi un río, un río como las lágrimas de mijita.

Matías contuvo el aliento, pues las súplicas y el contacto con el viejo brujo lo hacían sentir vulnerable. Echó una ojeada a la triste casucha. Ahí no había ni un solo indicio de la chica. Ni rastro de que hubiera vuelto. Pero lo que sí encontró, fue el altar terrorífico que le ponía los pelos de punta: la figura de la Santa como si extendiera su dedo para señalarlo. Matías cerró los ojos y se desprendió de una vez, y de manera brusca, del abrazo de Don Mariano.

—La buscaré —le aseguró Matías—. Moveré cielo y tierra hasta encontrarla.

A pesar de todas las sandeces que el viejo brujo podía decir, Matías le dio el beneficio de la duda. Ya más calmado, se despidió con cordialidad y se encaminó de regreso.

Un río, había dicho el viejo, y Matías ya sabía que Itan solía bañarse en él, pues a petición de Raquel, la niña tenía que presentarse impecable cada lunes. No era la única que lo hacía, a falta de agua, y para mitigar los intensos calores del verano, era muy común ver a familias enteras remojarse en las orillas del río.

El caudal estaba tranquilo, algunas mujeres aprovechaban para lavar ahí su ropa y otras tantas bañaban a sus hijos pequeños, pero de Itan no había ni rastro. Una vez más pensó que solo eran imaginaciones de aquel viejo loco...

Ya se iba, pensando en que lo mejor era utilizar las influencias suyas y de su padre, y levantar una denuncia por desaparición en el municipio. Presionaría a las autoridades para buscarla, pues sabía que al tratarse de una niña india no moverían ni un dedo para encontrarla, a no ser que fuera una orden de Severo Obregón.

Pero fue el rastro de sal que crujió bajo las suelas de sus zapatos caros lo que lo hizo mirar al suelo. Ahí estaba, fina y esparcida en una línea interminable, el rastro de sal que había dejado Itan tras de sí. Y este se extendía desde el río hasta los confines lejanos.

Matías se agachó, se quitó el sombrero —tal vez en señal de respeto— y con el dedo índice se llevó un poco de los granos a la boca y la probó.

La sal le llegó al estómago y, mediante un proceso natural,  se filtró a la sangre, luego el torrente sanguíneo la llevó hasta el corazón, que bombeó una y mil veces la información, esparciendo la tristeza por todo su ser. Era Itan, sabía a ella y a todo su dolor. Matías se llevó las manos a la boca para reprimir la emoción, y juró, en ese preciso momento; que haría todo lo posible para encontrar a la chica y sanar su aflicción, cualesquiera que esta fuera.

Supo pues, qué sendero debía seguir y, como un obseso, caminó sin descanso bajo el sol inclemente, siguiendo el rastro de Itan sin detenerse siquiera a tomar un sorbo de agua.

Las calles del pueblo estaban desiertas, como si ese preciso día la gente hubiera desaparecido. La respuesta la encontraría más adelante, cuando el hilo de sal se detuvo en donde se congregaba una muchedumbre, afuera de una casa construida con ladrillos y cemento, como si de una obra negra se tratara.

Bajo el sol incandescente, la chusma se reunía afuera de una casucha sin importancia. ¿Un velorio tal vez? Al vulgo le encantaba velar a sus muertos por días y días, con féretros abiertos de los que se desprendían olores nauseabundos; obstruyendo el paso de las calles y avenidas importantes, haciendo de ese acontecimiento lo que a Matías le parecía más bien un jolgorio innecesario. Pero no había un moño negro en la puerta o ventanas del hogar.

Se metió entre las filas,  arriesgándose a recibir uno que otro golpe de aquellos que le gritaban que «se fuera a la cola"». «Permiso, permiso», decía Matías, mientras seguía avanzando y empujando. El rastro de sal terminaba ahí, o tal vez la muchedumbre loca lo había borrado con sus pies, pero el presentimiento de que Itan estaba más cerca que nunca lo impulsó a seguir hacia adelante, aguantando una sarta de improperios, jaloneos y hasta puñetazos.

Asomó la cabeza por encima  de las de los demás y alcanzó a verla. Estaba radiante. Los colores de su hermosa piel morena eran encendidos y realzados por el terrible calor, y por el fuego del comal en donde cocía una pila de tortillas. Itan no había hecho mas que crecer durante los últimos días y estaba a un paso de convertirse en toda una mujer. Existía en ella una belleza que a Matías le parecía  angelical, etérea, algo que no correspondía a este mundo.

«Una india, haciendo tortillas—pensó Matías—.  Una pequeña india es la causante de tanto alboroto».

Pero había algo mágico en ella, algo capaz de desmoronar todos los prejuicios sociales de Matías.

Deseó quitarse de nueva cuenta el sombrero, otra vez en señal del respeto que Itan le provocaba. La urgencia por alcanzarla, por hablarle le obligó a dar el último tirón y abalanzarse sobre la concurrencia que encabezaba el desorden de las primeras filas. Matías recibió varios puntapiés y dos que tres golpes en el estómago que lo hicieron doblarse de dolor y caer justo ante los pies descalzos de Itan.

—¡Patrón! —gritó sorprendida—. ¡Patroncito!

Itan se sacudió el excedente de masa de las palmas de sus manos y embarró el resto en su delantal. Descendió hasta la altura del joven y lo miró a los ojos.

—Pero ¿qué está haciendo aquí?

—Vine a buscarte, Itan —respondió Matías, agotado, golpeado y deshidratado, pero con una sonrisa plena—. Y no me iré sin ti.

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