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Puebla, 1991 - 2000.
Llegué a Puebla de Zaragoza en noviembre. Luis Clark viajó conmigo desde Nuevo Laredo hasta la capital de Nuevo León, para luego subirse en un avión hasta la Ciudad de México, a pesar del vértigo que le ocasionaba volar. Llevaba consigo, entre su amplio abanico de documentos, cartas de autorización firmadas por papá con las instrucciones necesarias para mi traslado e instalación en el convento.
Me despedí de Anthony cuando nuestros caminos se bifurcaron, una vez que llegamos al aeropuerto en Monterrey. Con lágrimas en los ojos, y entre sollozos, nos prometimos escribirnos una vez que estuviéramos asentados en nuestros nuevos hogares. Papá le pagó los gastos a otro de sus abogados de confianza, para que se ocupara de trasladar a mi hermano por Estados Unidos hasta Inglaterra. Luego de ese hecho, le perdí la pista a mi hermano durante muchos años, pues el objetivo de mi padre era mantenernos incomunicados por el resto, al menos, de su vida.
El resto del viaje desde ciudad de México hasta Puebla, lo hicimos en un camión que temblequeaba con cada kilómetro que recorría y hacía parada de tanto en tanto para que los pasajeros orinaran o compraran comida.
Permanecí muda todo el trayecto, llorando en silencio. De reojo, veía el semblante compungido de Luis Clarke. Nervioso, se acomodaba su corbata mientras carraspeaba casi cada cinco minutos. Sé que se sentía culpable por la mala jugada que nos había hecho papá y, peor aún, por tener que llevar a una niñita llorona a cuestas todo el tiempo.
—¿Y cuánto tiempo dice ahí que voy a estar? —pregunté señalando el maletín repleto de documentos legales, que protegía casi todo el tiempo con sus brazos.
El abogado no supo qué responder al principio, pues estaba estipulado que yo iniciara mis estudios en el colegio del convento para después tomar los hábitos y permanecer en el monasterio para siempre. Al cumplir la mayoría de edad, no podría librarme de esa condición, pues papá había escrito con tinta indeleble que, de no cumplirse esa directriz, sería desheredada, sin la oportunidad de volver a la finca una vez más.
Claro que en ese entonces no lo sabía y la respuesta escueta, aunque precisa, de Luis Clarke me brindó un alivio:
—Cuando cumpla dieciocho años, búsqueme.
Me extendió su tarjeta y yo me aferré a ella como un náufrago a un pedazo de madera que flota en el mar. ¿A los dieciocho sería libre? Si eso era cierto, podría esperar nueve años. Nueve años pasarían pronto y, entonces, yo sería libre para volver a casa con mis hermanos.
El autobús por fin estacionó afuera de la central camionera, descendimos y caminamos para buscar un taxi amarillo que concluyera el último tramo hasta el convento.
Habiendo puesto un pie en la central, la realidad me pegó duro en la cara. Y es que a pesar de encontrarme en el mismo país; me parecía que la gente hablaba extraño, la comida que ofrecían en los puestos montados en la central olía diferente; el clima era distinto y una especie de frío se coló por mi ser hasta penetrar mi alma. Extrañaba todo y eso que ni siquiera llevaba un día fuera de mi hogar. La imagen de mis hermanos, de Nicolás y de la casa en donde había crecido me atormentaban en todo momento.
Cansada por el largo viaje y vencida por el llanto, me quedé dormida, apoyando mi frente en la ventana del automóvil. Soñé que estaba en casa y que jugaba con Nicolás en los jardines de la finca y que hacíamos carreritas haber quién llegaba primero a la casa. El sueño duró poco, pues el abogado me despertó en cuanto llegamos a nuestro destino.
En el convento nos recibió una de las madres y, a pesar de la hora, de inmediato nos hizo entrar al recinto. Mientras caminaba, miré los altos muros preguntándome si sería capaz de saltarlos y desandar yo sola todo el camino que había recorrido con Luis Clark. Sopesé la idea varias veces mientras continuaba el interminable trayecto hacia la oficina de la Abadesa. Planearía todo a la perfección, mientras todos durmieran; ataría sábanas con un nudo fuertísimo y las dejaría caer hacia el otro lado de la institución, luego escalaría, aferrando mis pies y mis manos a ellas, como lo hacían en las películas de acción...
Pero el abogado había dicho dieciocho, y aunque no sabía muy bien a qué se refería, a partir de ese momento ese número sería sinónimo de magia, de milagros. Y no me quedó mas remedio que aferrarme a él con todas mis fuerzas, como si fuera aquella cuerda de sábanas que imaginaba.
La Madre Superiora no resultó ser el ogro que yo esperaba, al contrario; la religiosa me miró enternecida cuando al decir mi nombre unas lágrimas resbalaron por mi cara.
—¿Sabes rezar? —fue lo que me preguntó.
—Un poco —mentí, sorbiendo los mocos.
—Te enseñaremos y te aseguro que aquí vas a ser muy feliz.
Yo lo dudaba, no por el hecho de jamás haber sido instruida en el tema o ámbito religioso, sino porque en esos momentos, la existencia de un Dios tangible me parecía extraña y hasta ridícula; pero aprendería con rapidez, ya que al día siguiente mi educación empezaría.
Después de que la Madre revisara la documentación y declarara que todo estaba en orden, les pidió a otras dos que me acompañaran a mi habitación. Luis Clarke se despidió de la religiosa con respeto y, antes de irse, me dirigió una mirada que me otorgó tranquilidad y luego asintió. No dijo nada, pero yo ya lo sabía.
«Dieciocho. Anthony, Blanca, Nico. Espérenme».
Y fue en lo único que pensé cuando la Madre Sofía y la Madre Teresa me llevaron a mi habitación y pasaron llave al salir, dejándome más sola que nunca.
Mi cuarto era un espacio pequeño constituido nada más por una cama individual, con un colchón nada cómodo y podría decirse que hasta viejo. Sobre ella, había un sarape para utilizar tanto en verano como en invierno. Un pequeño ropero contenía todas las prendas que usaría a lo largo del año y el único estilo que adoptaría en los días venideros.
El uniforme escolar estaba compuesto por una falda larga gris, una camisa blanca, un suéter negro y una corbata. También había mudas de ropa para que yo usara en el día a día, todas ellas eran faldas y blusas largas de colores sobrios, con suéteres de lana para el tiempo de frío.
También había un escritorio de madera, con una lámpara que prodigaba una luz amarillenta y tétrica. Los cajones contenían libretas en blanco, lapiceros, una biblia y libros de oraciones, también folletos de la vida de San Francisco de Asís y Santa Clara, y de otros Santos de igual importancia. No había televisión, radio o cualquier cosa que me hiciera saber lo que sucediera en el exterior; entonces entendí que a partir de ese momento mi vida en contemplación iniciaba.
Desarrimé la silla y me senté, saqué una de las libretas de un cajón, y un lapicero de otro; entonces escribí la primera carta a Nicolás.
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Carta uno.
Noviembre, 1991
Querido Nico:
La gente aquí habla raro, como si cantaran todo el tiempo. La Madre Superiora (creo que así se le dice), ha sido buena conmigo. Promete enseñarme a rezar. El abogado dice que lo busque cuando cumpla dieciocho, aún no entiendo por qué, pero me ha dicho, sin decirme, que entonces volveré a verlos.
Cuida a mi hermanita, recuerda que siempre debe andar con zapatos para que no se resfríe.
Con amor,
Emilia.
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Carta dos.
Noviembre, 1991
Querido Nico:
Lloro mucho por ustedes, pero la madre Jacinta me ha dicho que mis sufrimientos se los entregue a Cristo y me sanará. No sé muy bien a qué se refiere con eso.
Dicen que puedo integrarme al curso escolar, al mismo grado que cursaba allá en Nuevo Laredo, pero no hay niños solo niñas. ¿Cómo jugaremos así al bote bolado?
Besa a Blanquita de mi parte... No olvides los zapatos.
Con amor,
Emilia.
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Carta doscientos setenta y siete.
Agosto, 1992
Querido Nico:
No sé por qué no escribes. Ya casi ha pasado un año. Yo hago todo correctamente, me porto bien, ya sé rezar. Voy a misa y hasta canto en el coro. También sé cómo mandar una carta. Siempre que podemos salir al mercado, las madres me acompañan al correo. Me tomo muy en serio este asunto de la correspondencia. Yo misma las ingreso en el buzón que dice "Nacional". ¿Sabes que es muy caro y difícil para una niña como yo comprar las estampillas? Al menos ten la decencia de contestar alguna misiva.
Atentamente:
Emilia.
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Carta setecientos treinta.
Noviembre 1993
Querido Nico:
¿Me recuerdas? Soy Emilia. Prometimos escribirnos y jamás lo has hecho.
TE ODIO, TE ODIO Y TE ODIARÉ PARA SIEMPRE.
Te odia,
Emilia.
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Carta setecientos treinta y uno.
Noviembre, 1993
Querido Nico:
No te odio, no es cierto, pero... ¿por qué no escribes? Lo prometiste. Una carta cada día... hasta juntar diez mil.
Besa a Blanquita de mi parte, sé que debe ya tener dos años. ¿Ya camina bien?
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Carta novecientos catorce.
Mayo, 1994
Querido Nico:
Hoy es mi cumpleaños. Cumplo doce. Mis compañeras del colegio me escribieron cartas muy bonitas como regalo y las madres me hicieron un pastel de nata que compartimos en la cena.
Como siempre, esperé recibir correspondencia tuya o de Anthony, o tal vez de papá, pero no llegó nada. ¿Me pregunto qué pasa últimamente con el correo postal?
¿Qué se sentirá partir un pastel allá afuera, o tener una fiesta? Son preguntas que no tendrán nunca respuesta.
Emilia.
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Cumplí mi promesa y le escribí una carta por día, hasta llegar no a diez mil, sino a mil, porque al no recibir respuesta a ninguna de ellas y después de cumplir los doce, decidí que ya había esperado suficiente.
Cada carta que escribía llevaba un apartado dedicado a mis hermanos, pues nunca supe la dirección del colegio de Anthony y supuse que Nicolás le haría llegar las hojas que le pertenecían a él. También pensé que Nico sentaría a Blanquita en sus piernas y le leería las historias fabulosas que escribía pensando en ella.
Siempre esperé recibir una carta durante el almuerzo, así como otras de mis afortunadas compañeras lo hacían; dejaba de comer y ponía absoluta atención cuando repartían la correspondencia,
por si mi nombre era leído, pero eso nunca sucedió.
Me cansé de preguntarle a Nico en cada misiva, acerca de Blanca Rosa, acerca de mi hermano y pronto, esas cartas tan personales se convirtieran en mi diario íntimo que fue enviado por correspondencia para jamás regresar. Me costó entender, un par de años después, que yo había sido olvidada por mi familia y por el mundo.
La carta mil uno jamás la escribí.
***
No puedo decir que mi vida en el convento fue mala. Aprendí a ser más caritativa, a contentarme con poco y a reflexionar durante largas horas. A pensar en alguien más antes que en mí.
Fue duro al principio, pero mi infancia había sido tan efímera que, al cabo de unos meses, me olvidé de lo que sentía al estar en el exterior, a jugar con niños de mi edad, a decir las condenadas palabrotas, a ver televisión e irme a la cama sin orar y agradecer a Dios por otro día más.
Mi educación elemental y secundaria las terminé en la escuela del Convento. Tuve amigas, niñas de mi edad, con las que reí, jugué y me enteré de las cosas que sucedían en el exterior; porque ellas, a diferencia de mí, volvían a su hogar cada verano y cada navidad. Por mí nadie vino, siempre esperé a que un día Luis Clark cruzara la puerta principal, pidiendo permiso para llevarme a casa a pasar las fiestas. Pero no fue así, mis amigas partían y yo me quedaba en el convento, ayudando en los quehaceres y siendo partícipe de las rutinas de Oración y Adoración.
Las misas se convirtieron para mí en los acontecimientos más deseados durante la semana, participaba con ahínco en las liturgias, siempre con buena disposición y ávida de aprender más. El silencio y la soledad de la vida monástica me otorgaron la tranquilidad y la sanidad mental que mi alma tanto necesitaba. Las pesadillas y la mujer del candelabro se disiparon durante muchos años, al punto en el que ya ni siquiera las recordaba y me parecía que nunca habían sido reales.
Las Madres me miraban con amor y durante nuestras charlas, me alentaban a tomar los hábitos; pues, según decían, el Señor me había llamado desde hacía mucho tiempo. Yo estaba ansiosa de hacerlo y me preguntaba cuándo llegaría el momento en el que podría dar el paso y pertenecer a la orden religiosa. Me sentía más que lista para realizar tan importante convenio.
Anita Pérez fue mi mejor amiga durante aquellos años escolares. Considerada por sus padres como una niña problemática; siendo, según ellos, la única solución ingresarla en un Colegio de Monjas en donde aprendiera disciplina y obediencia.
Pero eso no sucedió y Anita conservó para siempre su espíritu libre y rebelde. A escondidas, me traía cosas del mundo real, pues eran pocas las veces en las que yo abandonaba el convento, para hacer compras en compañía de otras monjas o brindar servicio a la comunidad, y del paso del tiempo y las modas fuera del recinto ni me enteraba.
Los años noventa pasaron por mí casi desapercibidos, aunque Anita se esforzaba por llevarme revistas de la farándula, posters de grupos musicales que sonaban tanto en México como en Estados Unidos, y casetes de los grupos o artistas del momento.
Conocí una basta cantidad de canciones que Anita y yo bailábamos en mi habitación y, a falta de un espejo de cuerpo entero, ella grababa videos de nosotras intentando hacer locas coreografías, con la música bajito, que reproducía en una grabadora negra de doble casetera.
La verdad era que todo eso no me atraía mucho, pues me gustaba más la vida monástica; y aunque aún estaba lejos de tomar los hábitos, había aprendido con gusto a levantarme temprano, a realizar mis oraciones de memoria, ya sin ayuda de mis libros, a trabajar en el monasterio, siempre ayudando a mis hermanas superioras y con eso me conformaba.
Aprendí a dibujar, a pintar al óleo, a coser, tejer, bordar, a tocar el piano (siempre alabanzas o música que invitara al espíritu santo a venir a nosotras).
Así que el «Gira que gira, sigue dando vueltas», que bailaba en el cuarto con mi amiga, no me representaba ninguna alegría o novedad, porque cuando ella se iba, volvía a quedar en soledad, viviendo mi vida de contemplación.
Cuando cumplí quince años, Anita me regaló un walkman como obsequio de despedida. Al fin había convencido a sus padres de inscribirla en una preparatoria laica y estaba feliz de abandonar las faldas largas, las misas, las insoportables confesiones, los rosarios y las clases para la confirmación; estaba deseosa de tener compañeros varones, de bailes mixtos fuera del «gira que gira» y de que le enseñaran el basto abanico de métodos anticonceptivos aparte de la abstinencia.
Acepté el regalo con lágrimas en los ojos, no porque fuera el más bonito aparato que mis ojos habían visto jamás, sino porque sentía que de nuevo, volvían a dejarme sola.
Al principio me sentía culpable cuando me colocaba los audífonos en la soledad de mi habitación, porque en mi mente aparecía la figura de la Madre Jacinta negando con su cabeza. Yo veía en sus ojos que estaba decepcionada de mí, y eso era algo que no podía soportar, porque yo quería ser buena y brindarles orgullo. Pero la partida de Anita quebró por fin todos esos remordimientos y los pedazos se disiparon con cada noche cuando tocaba el botón de play y cerraba los ojos.
Una tarde de esas, cuando el resto de mis compañeras ya se habían marchado a sus hogares por vacaciones, y mientras hacía el aseo, descubrí en uno de los cajones de la hermana Teresa, un casete con un solo «single». La cantante era María Laforêt y el tema era La Plage. Me extrañó encontrar entre sus pertenencias semejante conexión con el exterior; porque había además un diario, donde la hermana escribía su historia desde el año 1970, pues había llegado al convento siendo una niña como yo. Junto al diario, habían recuerdos como cartas perfumadas y rosas prensadas por libros; de un amor, que al pasar el tiempo, dejó de escribir y una foto de ella con otro niño mientras jugaban en la playa.
Echada en mi cama, reproduje la canción toda la noche y toda la noche lloré, porque me di cuenta de que no solo a mí me habían olvidado.
***
Cuando cumplí dieciocho años, y después de que concluí mi educación media superior, acudí con la Madre Superiora para externarle mis inquietudes, pues sentía con fuerza en mi interior, el llamado para tomar los hábitos. Llegué a la conclusión de que si el mundo me había olvidado, era porque yo no pertenecía a él. Repasé el discurso en mi mente un sinfín de veces y así fue como lo escupí en su cara:
—Después de haber vencido todas las vicisitudes e inquietudes en mi alma, al seguir los ejemplos y la doctrina y de Santa Clara, siento la necesidad de ascender en mi vida religiosa. Amo a mis hermanas, amo al Señor y deseo seguirlo hasta el final de mi vida. Es por esto que me dirijo a usted, Madre Jacinta, para tomar el hábito y servir a Dios por el resto de mis días.
Lo dije como dicen: de corrido y sin tropiezo, para que no me fallara la voz ni el coraje, mientras estrujaba con mi mano derecha la medalla de San Francisco de Asís que colgaba en mi cuello.
Expectante, aguardé la respuesta de la Madre Superiora, quien, dejando a lado sus ocupaciones me invitó a la cocina a que hiciéramos juntas el chocolate que beberíamos en la cena.
El chocolate era un polvo artesanal originario de Oaxaca, al que solamente le hacía falta añadir agua y canela al gusto. Algunas veces salí en compañía de mis hermanas a comprarlo en el mercado.
—El chocolate con agua es el mejor —dijo la religiosa mientras nos servía a ambas una taza humeante.
Coincidí, porque lo que más amaba era la cocina del convento. No sé si era porque no conocía nada más y porque para ese entonces ya había olvidado todos los olores y sabores de Nuevo Laredo y Santa Martha; o porque a fuerza de costumbre, había aprendido a disfrutar cada uno de los sabores característicos de la región.
—Así es, madre —contesté nerviosa, al no saber con certeza si había cometido un error al exponer mis deseos de dedicar mi vida entera a la fe de manera tan intempestiva.
—Pero debe estar en su punto para poder disfrutarse —añadió mientras daba un sorbo—, porque si se nos pasa la cocción, se amarga. Todo debe hacerse con absoluta calma, sin precipitarse ni apurar el proceso.
—Sí, madre —respondí inquieta, aunque preguntándome adónde quería llegar, pues yo ya me sabía al derecho y al revés como preparar un simple chocolate.
—¿Y tú te sientes lista? —me preguntó, y al fin entendí la dichosa alegoría del chocolate—. ¿O quieres apurar la cocción?
—Me siento lista —aseguré, dudosa.
—Apenas cumpliste la mayoría de edad.
—Sí, en mayo para ser precisos.
—Dieciocho... —enfatizó—. Me parece una edad en la que se pueden decidir muchas cosas, ¿no lo crees?
Me quedé en silencio intentando comprender. Luego, el número rondó por mi cabeza durante unos segundos y entonces, como despertando de un coma religioso, recordé al Señor Clarke, a su tarjeta, a mis hermanos, a papá y a Nicolás.
Mis ojos se abrieron casi de par en par y dejé caer la taza de mis labios al suelo, salpicando de chocolate caliente, mi falda y los pies de la madre.
—¡Lo siento! ¡Discúlpeme, Madre! —exclamé mientras buscaba un trapo—. ¡Déjeme solucionar este desastre!
Ella me sonrió y se puso de pie; con una toalla que colgaba del asa del horno se limpió los zapatos y después trajo la escoba, el recogedor y el trapeador.
Después de que terminamos de limpiarlo todo, me tomó de las manos y me dijo, con aplomo:
—Yo quisiera que siguieras los caminos del Señor, pero si ese no es tu sendero, busca aquello que te haga feliz, aún si con ello hagas un desastre.
Horas más tarde y ya estando en mi habitación, los recuerdos de mi hogar vinieron a mi mente. Ya habían pasado casi ocho años, Blanca debería estar asistiendo a la primaria, quizás en tercero o cuarto grado, Anthony tal vez ya habría terminado sus estudios y Nicolás... ¿qué sería de aquel que ninguna de mis cartas respondió?
Una agitación me sobrevino y, de repente, deseé con todas mis fuerzas escapar del convento, tomar el camino que ya me sabía hacia el mercado y de ahí, pedir aventón hasta la frontera.
Rebusqué entre mis cosas la tarjeta del licenciado Clark. Estaba segura de que la Madre Jacinta me concedería el permiso para llamarle, así que una vez que la encontré, fui a su cuarto y toqué tres veces la puerta. Al otro lado su voz me respondió.
—Madre —dije con respeto—. Necesito comprar chocolate.
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