🎗️06
Tamaulipas, 1991.
A finales del mes de octubre —dos meses después de la llegada de los Wescott y de la intoxicación y deceso de un cuarto del pueblo— se celebraría una apabullante fiesta para cerrar la campaña electoral de papá. No lo había visto tan animado desde la muerte de mamá. Contrató a un equipo completo de organizadores de eventos, gastó dinero a raudales y se apropió del zócalo, cual si fuera ya el presidente electo.
Ese día no fuimos a la escuela, nos dedicamos a bañarnos y a vestirnos, para estar honorablemente listos antes de las tres de la tarde, hora en la que iniciaría el jolgorio. Le di un baño tibio a Blanca Rosa, quien ya empezaba a dar sus primeros pasos; la perfumé, le puse un vestido blanco, mallas y calzones, y unos zapatos de cuero, que me habían pertenecido, en donde sus pies nadaban. La mayor parte de la fiesta estaría ocupada vigilando que no los extraviara.
La señora W. tiñó de rojo su cabello rubio y lo estiró rígidamente hacia atrás, con un delineador negro, resaltó el contorno de sus grandes ojos amarillos y se puso una línea de pestañas gruesas y negras en cada ojo; su vestido combinaba con el tinte y valga decir que, con tal presencia, defendía bien su papel como la esposa del futuro presidente. Aunque solo fuera eso, un papel.
Después de bañar y arreglar a Blanca Rosa, me puse el vestido que sorprendentemente papá había encargado a una boutique de renombre en Estados Unidos. Llegó por correo y venía envuelto en una preciosa caja larga de color plateado y adornado con cintas rojas y doradas. Al parecer, papá había olvidado mi edad, pues el vestido era de la talla de una señorita y me quedaba extremadamente largo. Sentí pena, pues en realidad era muy bonito: blanco puro con caída larga; un corsé guinda con cintas doradas, se extendía por debajo de las axilas hasta la cintura, promoviendo un escote no muy decoroso que estaba lejos de llenar. Parecía que papá había elegido un vestido cualquiera sin ponerse a pensar que era para mí.
Justo cuando me lo estaba quitando, Nicolás entró a mi habitación sin anunciarse. El fondo de seda era lo único que me cubría, así que me tapé con una mano el pubis y con otra los pechos. Al principio me miró perplejo y alcancé a divisar un leve rubor en sus mejillas, pero luego estalló en carcajadas liberando la tensión.
—¿Qué escondes? —Se burló—. ¡Solo eres una niña! ¡He visto hombres con mas pechos que tu!
—¡Cállate, marica! —le grité, aunque no estaba segura del significado de esa palabra, pero la había escuchado varias veces, así que pensé que sería un buen insulto.
Le aventé el vestido en la cabeza y corrí para darle una golpiza, pero como de costumbre se me escapó, corría como tonto agitando la prenda con sus manos alrededor de la habitación.
—Papá dice que en diez minutos debes estar lista —dijo cuando al fin se cansó de su juego y me regresó el vestido.
—¡El no es tu papá! —me desgañité cuando ya se iba, pero no sé si me escuchó.
Tiempo después bajé al vestíbulo, recogiéndome las faldas del vestido con una mano y llevando a Blanca Rosa con la otra. Medí cada paso para no enredarme con el largo de la prenda. Al final me lo había puesto, pero intenté arreglarlo con multiples alfileres y puntadas de último momento, para que no fuera a caerme en la velada. El pelo lo llevaba atado en una coleta peinada hacia el lado izquierdo —había visto que Sussy se peinaba así y me parecía lindo—, pero mientras que el cabello de Sussy era rubio y se mecía de manera espectacular, el mío era soso y triste.
Sussy estaba despampanante, como una de esas «little miss» de la televisión. Su boca estaba impregnada de un rojo escarlata, como una cereza reventada, y su melena suelta olía a manzanilla y flores; su vestido era como el de una princesa, color rosa pastel. A su lado, su hermano Ron vestía jeans y camisa de manga larga negra, botas muy western, y una bandana roja en el cuello.
Ambos rieron al verme, todavía luchando con no perderme entre los pliegues del vestido y comenzaron a burlarse, hablando por lo bajo.
Afortunadamente, Nicolás salió a mi encuentro. Bien vestido y sin gafas se veía diferente. No llevaba esos pelos rojos y rebeldes cayéndole por la frente, los había acomodado con gomina diligentemente hacia atrás. También utilizaba un atuendo texano muy clásico. Su camisa era a cuadros y en tonos rojos y azules, los pantalones eran jeans ajustados, desgastados en las rodillas. Llevaba botas de vaquero negras, de cuero genuino con detalles en los costados. Completaba su atuendo con un sombrero de vaquero adornado con una cinta de cuero.
Me tendió la mano para ayudarme a bajar el último escalón. Me sentí reconfortada con la calidez de sus ojos verdes. El olor insistente de su perfume Calvin Klein me envolvió y por unos momentos me olvidé de la existencia de los odiosos hermanos W.
—Te ves muy linda, hermanita —me dijo y le sonreí a medias, luego me besó la mano. Lo miré sorprendida y con cara de asco—. Lo vi en la tele, ¿qué te parece?
—No me gusta —aclaré y me limpié la mano en uno de los pliegues del vestido—. Además, no soy tu hermana.
Papá estaba esperándonos en la puerta, con Anthony a su lado, más guapo que nunca con un traje azul acero, muy formal, y zapatos nuevos esta vez.
—¡Emilia! —rugió en cuanto me vio—. ¡Tarde como siempre!
—Alguien tenía que atender a Blanca Rosa —espeté.
No dijo nada y paseó de largo la vista, primero a Nicolas y luego a mí, a Blanca por supuesto ni siquiera la miró.
—¿No dirás nada de Blanquita? Mira como la puse bonita... —le pregunté ingenuamente mientras nos dirigíamos al automóvil, un Topaz Ford negro de reciente adquisición.
—Hoy manejas tú, ya es tiempo de que te hagas hombrecito —ordenó a mi hermano, aún sabiendo que era menor de edad y que jamás le había enseñado a manejar.
A la señora W. y sus críos la llevaría el chofer. Anthony lo miró confuso con las llaves en las manos no sabiendo muy bien qué hacer, pero al tiempo obedeció y encendió el lujoso coche negro y a empujones y acelerones, sudando la gota gorda, llegamos al lugar. Una chispa de alegría cruzó el iris de mi hermano cuando descendimos, buscando la aprobación de mi padre que por supuesto jamás llegó.
—¡Pero qué chingados fue eso, Anthony! —Fue su única expresión.
Cabizbajo, Anthony descendió del auto y se mantuvo serio el resto de la velada.
En el zócalo ocupamos un lugar especial, debajo del pódium, instalado y adornado con campaña publicitaria y unos listones con los colores de la bandera mexicana, que eran los mismos del partido. Papá dio el discurso de clausura, hablando de derechos, creaciones de empleo y oportunidades para superarse, asegurando un basto abanico de promesas que sabía que jamás iba a cumplir. Culminó el discurso agradeciendo el apoyo de la gente que irrumpió en vítores, chiflidos y aplausos. Papá, muy pagado de si mismo, descendió del templete y se mezcló entre los pueblerinos para recibir físicamente sus cálidas felicitaciones.
«Si no gana las elecciones se va a morir», pensé.
Antes de que la gente empezara a embrutecerse con el alcohol, una banda musical comenzó a alternar piezas folklóricas mexicanas y polkas de la región. Animados, los colonos comenzaron a bailar. Las mujeres llevaban camisas blancas de mangas largas y bombachas, con encaje en los puños del mismo color que su falda redonda y botines de tacón. Los hombres usaban texanos con camisas a cuadros, paliacate y sombrero, unas botas picudas coronaban el atuendo. Bailaban y reían alegres mientras mis hermanos y yo permanecíamos sentados y en silencio; sintiéndome en especial ridícula con la vestimenta tan poco acorde a la ocasión que había elegido papá.
Nicolás y los Wescott llegaron después; ellos arrugando la nariz en todo momento, la señora W. abanicándose el rostro a pesar de que no hacía calor y Sussy y Ron mirando con desprecio a la gente que bailaba y a los puestos de comida típica mexicana que impregnaban el ambiente de olor a maíz, chorizo y grasa de marrano.
Nicolás se acomodaba las gafas mirando en todas direcciones. Sonrió cuando sus ojos se encontraron con los míos, a pesar de que nos veíamos todo el tiempo.
—¿Bailamos, Emilia? —me preguntó Nicolás.
Yo no sabía nada de bailes, jamás nadie me enseñó, aunque mamá era alegre y gustaba de la danza, creo que la vida no le alcanzó para mostrarme todo lo que hubiera querido. Miré a Blanca y pensé en sus zapatos, si me levantaba, ¿quién la cuidaría?
—Yo lo haré —respondió mi hermano, advirtiendo mi preocupación—. Cuidaré de Blanquita. Anda, ve.
—Los zapatos no le quedan. —Me aseguré de dejárselo bien en claro, porque era lo único que me preocupaba.
Nicolás y yo bailamos torpemente una polka, mientras Anthony amablemente cuidaba a Blanca Rosa. Nicolas intentaba zapatear al son de los mayores, pero ni traía las botas taconudas que provocaban el delicioso tap tap tap chocando con la duela de madera, ni sabía un comino de los bailes tradicionales. El solamente reía ante tanta equivocación y yo me recogía la falda del vestido para que se vieran las enaguas blancas, al igual que lo hacían las mujeres que bailaban. No teníamos pena, éramos dos niños que intentaban ser felices con lo que tuvieran. La señora W. me miraba desde lejos con gesto de desaprobación, mientras su perfecta hija se abanicaba en la silla que no había abandonado desde que la fiesta comenzó. Ron estaba desaparecido, después supimos que andaba por el pueblo, en la calle de los faroles, donde las señoritas con senos semi desnudos se recargaban en las puertas de los automóviles, indicando los moteles de paso y las tarifas.
—¿Quieres ir al pueblo? —me preguntó.
—Órale —respondí sin meditarlo mucho.
Entre risas nerviosas, nos escabullimos fácilmente en el gentío que bailaba y tomados de las manos escapamos. Atravesamos por detrás del kiosko, donde los músicos barrigones que tocaban una polca loca acribillaban el piso con sus taconazos. Íbamos muy contentos y sin medir ninguna clase de peligro. Nicolás corría más rapido que yo, contento, agitado, con los pies en polvorosa y la cara llena de dicha; los ojos verdes me sonreían, chispeando una especie de complicidad.
«¡Hurry up! ¡Hurry up!», me apremiaba porque debido a la excitación hasta el español se le olvidó. Yo estaba fascinada, sintiendo una especie de felicidad que no había experimentado antes, olvidándome de todos los pesares y hasta de Blanca Rosa y sus zapatos grandes.
Corrimos por varias calles hasta que el aire nos faltó.
—Necesito descansar —le dije y entonces nos sentamos en la acera. La calle principal estaba desierta, solo se veía el paso de uno que otro borrachín despistado, que se perdía del gran jolgorio.
—Tengo hambre y sed —me quejé, porque no había comido nada en la fiesta y el ejercicio me había dejado exhausta.
Nicolás miró a su alrededor, algunos negocios aún mantenían las luces encendidas, al parecer no todos sucumbieron al placer de la diversión y el alcohol, a pesar de que en el zócalo parecía ya no caber ni un alma.
—La fuente de sodas está allá —señaló al frente—. ¿Quieres un helado?
Asentí y me levanté. Tocamos frenéticamente en la puerta de la heladería, que ya había cerrado, y justo cuando pensábamos que nadie iba a salir, una joven de trenzas largas se asomó.
—Ya son las nueve —nos dijo con hostilidad, pero al vernos, me reconoció.
—Tú eres hija del candidato Obregón. —Me señaló—. ¿Por qué no estás en la celebración?
—Estaba, pero me aburrí.
—Queremos un helado —dijo mi amigo con apuro.
Nicolás buscó entre su pantalón y del bolsillo trasero, sacó su cartera de niño y de ella un billete verde, muy doblado y al parecer muy viejo, con la leyenda impresa de «Twenty Dollars», que a la muchacha le llamó la atención y fue el detonante para dejarnos pasar.
—Es muy tarde, niños, ya me iba a dormir. Pero no quiero tener problemas con el gran Matías Obregón.
—¿Tú por qué no estás ahí —inquirí con verdadera curiosidad, no concibiendo que a estas alturas algún pueblerino no hubiera caído rendido a los encantos, el dinero y el alcohol de papá.
—Porque no creo en los políticos y quien gane no hará la diferencia.
Esa simple frase me hizo replantearme muchas cosas, como el hecho de que no todo el pueblo seguiría a papá como los ratones de Hamelin, y que su victoria para algunos no significaba ni cambiaba nada.
Seguimos a la chica, quien encendió las luces de neón del establecimiento y nos mostró las vitrinas, llenas de agua y de helados de todos colores y sabores.
—¿Qué quieres, Emilia? —preguntó mi amigo, muy orgulloso por el poder que le confería aquel billete verde y porque esa noche le invitaría por primera vez un helado a una niña—. Te invito lo que sea.
—Un agua de horchata primero, pero con canela —advertí.
Nicolás le entregó el billete a la muchacha y sumó al pedido dos grandes tazones de helados flotantes que devoramos con avidez. Jugábamos competencias a ver quién sorbía la soda más rápido sin que se le congelara el cerebro. Reíamos a carcajadas cuando a alguno de los dos le pasaba. «¡Brain freeze!», me gritaba y volvíamos a empezar el juego.
Esa fue mi primera cita con Nicolás, pero no lo supe hasta muchos años después.
Ese día, entre cerebros congelados y barrigas hinchadas por tanto helado, conocí por fin la historia de Nicolás: Su padre había sido CEO de una cadena de varias tiendas de ropa en Nueva York, teniendo algunas incluso en la Quinta Avenida. Era un hombre de rica herencia, con inversiones en el mundo de la moda. En una pasarela había conocido a Candace, una despampanante modelo bostoniana, avida de fama y de dinero. No pasó mucho tiempo antes de que Charles depositara todas sus ganas de vivir y de amar en la joven modelo, ganas que se le fueron muy pronto porque luego de traer al mundo al primer hijo, Candace mostró su lado vil y caprichoso, encargando el cuidado del crío a niñeras, derrochando el dinero en operaciones estéticas y viajes por el mundo; pero el matrimonio continuó y entonces vino el segundo hijo; Sussy, la niña preciosa de ojos de muñeca y piel de porcelana. Pero ni la preciosura y la candidez de la hija, o el orgullo del primogénito varón llenaron de felicidad el matrimonio.
Candace había dejado las pasarelas poco antes de casarse, haciendo su sueño realidad y convirtiéndose en una «Trophey Wife».
«Tengo un marido rico», les presumió, pensando que la vida la tenía resuelta.
Pero Candace no contaba con el paso de la becaria Fedra, una jovencita de origen griego, que se convirtió en asistente de Charles y la dueña absoluta de su corazón. El romance comenzó ante los ojos de Candace, que siempre se hizo de la vista gorda, pues en sus planes no estaba regresar a la clase baja de donde Charles la había sacado y ya era demasiado vieja para reincorporarse al mundo de las pasarelas. Era mejor aguantar en silencio y continuar con la vida perfecta. Aunque no lo consiguió por mucho tiempo, pues del sofocante amorío había nacido un hijo fuerte y pelirrojo a la que la griega, en su lecho de muerte, bautizó como Nikola. Exhaló su ultimo suspiro en el mejor hospital de Nueva York, con el bebé de cabello incipiente y rojo acurrucado entre sus piernas.
«Un coagulo que se le fue al cerebro durante la intervención», fue toda la explicación.
Una mañana y sin previo aviso, Candace vio con horror la llegada a las puertas de su perfecta casa y de su casi perfecta vida, al hombre que la había traicionado con el bebé recostado en un moisés blanco.
El compungido amante pasó los siguientes días llorando, besándole la frente y arrullando al único fruto del que había sido su verdadero amor. Lo nombró Nikola, a petición de la madre moribunda, pero el niño castellanizaría el nombre nada más llegar a México.
—Es porque era el inicio de una nueva vida para mí —me explicó.
Años despues, Charles Wescott moriría, pero no sin antes asegurar de por vida a sus tres hijos, pues a los otros dos también los quería; y como ya sabía de lo que Candace estaba hecha, protegió al niño con una serie de cláusulas que a la señora W. le resultaría imposible no cumplir o derogar; entre ellas estaba el mantener a Nicolás a su lado, otorgándole lo necesario hasta que cumpliera la mayoría de edad, pasado este hecho, Nikola Wescott dispondría de una herencia cuantiosa, pues Charles lo habría nombrado su heredero universal, derecho que, para ser honestos, le correspondía al odioso de Ron.
Como Candace jamás refutó el hecho de que el niño fuera fruto del adulterio, la última voluntad se plasmó sin inconvenientes en el testamento, que desde entonces la señora W. llevaría a cuestas como su más pesada cruz.
De los otros vástagos, Charles no se olvidó y emitió un testamento similar, pero siendo coherederos de su medio hermano y con la condición de que también dispondrían de su herencia, no tan sobria, al cumplir la mayoría de edad.
A la señora W. le dejó lo suficiente para vivir una vida holgada y decorosa, pero las malas finanzas y sus excesivos derroches contribuyeron al pronto declive económico de la familia.
Para su fortuna, un amigo de otro amigo le había hablado de papá: un guapo y honorable viudo de ojos grises y cuya pérdida era aún reciente, pero que contaba con un apellido de renombre y una todavía cuantiosa fortuna, capaz de aceptarla a ella y a sus hijos, rescatándola de la ignominia y de la burla.
—Nikola... —me burlé después de su relato y le embarré helado en todas las pecas de su nariz para después salir corriendo.
El salió tras de mí sin siquiera recoger su cambio, azotando la puerta de la heladería, y retomamos la carrera, todavía contentos, sin saber que ese día sería el último que disfrutaríamos de nuestra niñez y de nuestro primer amor.
—¿A que no me besas? —Lo reté, frunciendo los labios como había visto que lo hacían las mujeres en las telenovelas, mientras jugábamos a aventarnos agua en la fuente de una plaza.
Me miró, abriendo los ojos verdes y traviesos como platos.
—¿Eso no trae niños al mundo?
—¡No seas tonto! —me burlé—. A los niños los sacan de la panza de las mujeres después de que se casan —respondí sintiéndome una experta en el tema.
—¡Yo no me voy a casar nunca! —Me aseguró mientras se sacaba los zapatos y los calcetines y metía los pies en el agua—. ¡Voy a trabajar para la NASA!
—¿Y qué harás allá?
—Fabricaré los cohetes con los que van al espacio —dijo muy ufano señalando al cielo—, pero los míos serán mejores, más rápidos y pequeños, capaces de permanecer en el espacio por décadas.
—¡No lo creo! —refuté nada más para hacerlo enojar—. ¿Sabes qué necesitas para eso? —Me puse de pie y me llevé dos dedos a mi frente—. ¡Cerebro!
—¡Tengo cerebro! —aseguró, arrugando la nariz, haciendo que sus pecas bailaran—. ¡Tú eres la atolondrada que no sabes nada! ¡Eres una burra! ¡No creas que no he visto tus resultados en matemáticas!
—¡Y tú eres un chismoso! ¡Un científico chismoso! ¡No te querrán en ningún lado! —me burlé, haciéndole gestos, olvidando por completo el beso que le había pedido y acunando entre mis manos una gran cantidad de agua para echarsela en la cara.
—¡Tú eres una tonta! ¡La tonta más grande que pide besos!
Y terminamos el juego brusco con patadas y forcejeos infantiles hasta que terminamos cayendo una y otra vez en el agua de la fuente, empapádonos de la cabeza a los pies, olvidando completamente que ya era hora de volver al zócalo.
Intentamos regresar, cuando las luces de todos los locales se habían apagado y las calles estaban completamente desiertas, pero nos perdimos, porque era muy raro que anduviéramos solos en el pueblo; preguntamos a unos cuantos transeúntes cómo regresar sin entender muy bien las indicaciones. Al final, dimos con la calle de los faroles y ahí vimos a Ron tocándole las nalgas a un hombre disfrazado de mujer. Nos tapamos la boca para frenar la risa y después de volver muchas veces sobre nuestros pasos, encontramos la plancha del zócalo, pero ni papá ni nadie conocido estaba ahí. Los listones del partido estaban en el suelo, pisoteados, la manta con la foto de papá, que horas atrás colgaba del kiosko, estaba rasgada, había basura por todo el suelo, los puestos de comida y souvenirs estaban volcados y unos cuantos borrachines dormían apoyando su cabeza en la banqueta.
Después supimos que un alboroto se había suscitado, en venganza por parte del candidato opositor. Rubén Soto había irrumpido en el zócalo con unos cuantos matoncillos a punta de pistola y machetazos, amenazando a su contrincante, exigiendo su renuncia. No pudo hacer mucho porque la policía intervino rápido y gaseó a los «insurgentes» para después llevarlos presos. Con todo el alboroto convinieron en dar por terminado el festejo.
Empecé a sentir miedo y frío al darme cuenta de que estábamos perdidos, sin saber muy bien la ruta de regreso a casa; pero el sentimiento no duró mucho ya que un claxon enloquecido sonando por la calle, sumado a los gritos de mi padre, me devolvió el alma al cuerpo. El Topaz negro se estacionó en una esquina de la plaza y papá, furibundo y alcoholizado, bajó de él dando un tremendo portazo.
«¡Papá!», quise gritarle mientras los ojos se me llenaban de lágrimas en agradecimiento, porque pensé que le importaba y venía a salvarme. Sin embargo, Nicolás vio algo diferente en el rostro de aquel hombre que se acercaba a nosotros como toro embravecido y se anticipó. Aunque no alcanzó a decirme nada, sujetó fuerte mi mano y así evitó que me cayera sobre el duro adoquín luego de la maciza bofetada que mi padre me estampó en el rostro.
Papá intentó arrastrarme a la fuerza, hundiendo sus dedos en la coleta de mi cabello, mientras Nicolás gritaba como enloquecido.
—¡No fue su culpa! ¡He sido yo! ¡He sido yo!
Papá lo miró y luego reaccionó, tenía el rostro entumecido y a punto de llorar, entonces me soltó.
Del auto bajó el odioso medio hermano, dirigiéndose únicamente a Nicolás, y sintiéndose envalentonado con la situación, se aprovechó de su estatura y corpulencia y de un golpe en la mejilla lo derribó. Los lentes permanecieron de milagro en su rostro, pero sin una pata y un cristal.
Al final no tuvimos otra opción y subimos al auto. Ya no gritábamos y conteníamos el llanto, sin entender qué habíamos hecho tan mal para merecer semejante humillación.
—Debe castigarlos con severidad, señor —se atrevió a decir Ron—. Nicolás hace siempre lo que quiere, puede convertirse en una mala influencia para Emilia.
—Tendrán ambos su merecido —masculló papá, pero de repente le tembló la voz.
—¡Entonces tú también mereces un castigo! —le grité—. ¿Qué hacías en la calle de los faroles?
—Se besaba con un hombre disfrazado de mujer —terminó Nico, ante el pasmo de mi padre y del mismo Ron.
—Lo pagarás esta noche, bastardo —amenazó.
Ron cumpliría su amenaza, no esa noche, porque algo mucho más importante se atravesó, pero el joven Wescott encontraría otra ocasión para llevar a cabo su malicioso plan.
Esa noche, cuando ya todo había terminado y me encontraba en mi habitación, pensé en todo lo ocurrido: en mi impertinencia por haberme escapado de la fiesta, en Blanquita y sus zapatos grandes y en lo feliz que había sido por unos momentos hasta que la cachetada de mi padre me devolvió a la realidad. Me costó trabajo conciliar el sueño, me retorcía entre pesadillas, y recuerdos de la fiesta de clausura y mi paseo con Nicolás. También veía a mamá y recordaba su apariencia esquelética, ataviada en un vestido azul con encajes, el día de su funeral.
Cuando por fin me abandoné al cansancio de mis pies y de mi cuerpo adolorido, el alarido desgarrador de un hombre me despertó. Me vestí apresuradamente con mi bata y bajé corriendo las escaleras.
Tirado boca arriba en el piso del vestíbulo estaba mi padre, apretándose el pecho con sus manos.
Intenté sacarlo de su alucinación, estrujándolo y sacudiendo su cabeza
—¡Papito, no te mueras! ¡No te mueras por favor!
Las lágrimas corrían por mis mejillas, ardiendo particularmente en la que papá habia abofeteado, pero eso no importaba, yo quería a mi padre, porque antes de la muerte de mi madre había sido un hombre dulce y bueno y no podía concebir la vida si me faltara también.
Los gritos de papá despertaron a todo el mundo. Los Wescott y Nico miraban estupefactos sin atreverse a acercarse a aquel hombre que parecía preso de algún engendro de Satanás. Afortunadamente, Anthony llegó en su auxilio, dandole un par de bofetadas durísimas, con una fuerza no acorde a su delgada complexión. Papá dejó de gritar y entonces su cara adoptó un grotesco rictus de dolor. Sus manos se torcieron y su cuerpo fue adquiriendo una rigidez cadavérica. Miraba con horror la araña de luces que se mecía en el techo, como si algo o alguien colgara de ella. Fija su mirada y preso de un pánico inexplicable tan solo alcanzó a murmurar:
—Vete Marian... Vete por favor...
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