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Tamaulipas, 1991.

En el mes de junio enterramos a mamá, en el cementerio familiar de la hacienda Obregón. Nunca pensé que moriría. A mis nueve años y según lo aconsejado por mi hermano Anthony: una oración diaria y una penitencia serían suficientes para que esa caída por la escalera no tuviera mayores consecuencias. Sin embargo se fue, dejando a una recién nacida que fue puesta inmediatamente a mi cuidado.

Yo era aún muy pequeña para criar a mi hermanita. Era fácil confundirla con una de mis preciadas muñecas, todas traídas por mi padre Matías de diferentes partes del mundo.

Mi hermana era muy blanca, y cuando tenía hambre hacía tal berrinche que sus cachetes se inflaban y se tornaban rosas. En mi inocencia simplemente decidí llamarla así: Blanca Rosa.

Para ese entonces papá estaba tan sumido en la depresión que no le importó si la niña tenía nombre o no. Quizás ni siquiera recordaba que existía.

Papá encontraba alivio en el fondo de cuanta botella de alcohol llegaba a sus manos. Por las noches, alguien tocaba la puerta y detrás de la gran silueta de la criada la figura de papá, sujetado por dos hombres fortachones, se adivinaba. Entraba tambaleándose, maldiciendo a sus hijos, a sí mismo y al Dios que había creado tan maravillosa mujer para llevársela después.

Otras veces, refugiaba sus penas en la cantina local del viejo Don Simón. Cuando los días pasaban y él no volvía, Anthony iba hasta el pueblo y lo sacaba de casa de su amigo «el galgo»; un viejo avaro con demasiado dinero en sus arcas pero que prefería malvivir en una pocilga bien equipada de botellas de alcohol baratas, pulque y sotol, que ponía a disposición de quien quisiera; eso sí, vendiéndolas a sobrecosto, sobre todo en tiempos de prohibición.

Así lo encontraba mi hermano Anthony, ebrio, maldiciente e infeliz. Papá era capaz de discutir con Anthony e írsele a los golpes cuando estaba en ese lamentable estado, pero Anthony había ganado más peso en ese último verano y crecido tal vez unos cinco centímetros. Se sentía pues lo suficientemente hombre para pelear con papá y llevarlo a rastras de vuelta al hogar.

La cosa mejoró cuando papá empezó a contarnos que mamá regresaba a visitarlo todas las noches, y que durante el día se afanaba en el jardín, quitando la maleza y cortando bellas flores que después esparcía por la casa.

Anthony pensó que después de tanto alcohol por fin se había vuelto loco, pero si esa era razón para que papá olvidara sus jergas y su infinita depresión, entre más loco estuviera mucho mejor.

Lo cierto era que yo sí veía a mamá. La veía en la cocina, preparando cerdo al horno. La veía en el jardín, dando forma a un hermoso y grande ramillete de flores. Después, la veía atravesar la puerta del patio y entrar a la casa, con movimientos gráciles y con su pelo de ébano largo y suelto, ondeando con la leve brisa matinal.

Luego la veía visitando a Blanca Rosa, en la pequeña y vieja cuna de caoba que todos habíamos heredado. Mamá la tomaba entre sus brazos, la acunaba en su pecho y luego la arrullaba cantándole la misma canción de cuna que, todavía a esa edad, era mi favorita y también me hacía dormir.

Pero nunca dije nada, no quería que Anthony pensara que a mí también me faltaba un tornillo.

En ese tiempo, nuestras finanzas no iban muy bien; fue en el año en que yo llegué al mundo cuando ocurrió el incendio. De las cincuenta hectáreas de agave azul que se comercializaban tanto en territorio americano como mexicano, solo quedaron algunas raíces que varios expertos trataron de hacer crecer, pero sin éxito alguno. Nada quedó de los cultivos que durante generaciones perpetuó el nombre de los Obregón como sinónimo de prosperidad y calidad.
El terreno ahora era estéril, y nada crecía en él, salvo la mala hierba.

Aprovechando su franco desinterés por el campo, mi padre aprovechó la ocasión para decantarse por el camino de la política. Después de todo, Leon VI, mi abuelo, había establecido las conexiones necesarias para ahora fungir como diputado, ahora fungir como senador. Siempre en partidos conservadores, aunque por su manera de ser, siempre sospeché que mi padre sería liberal hasta los huesos.

En el tiempo en que murió mamá, papá ya ocupaba un puesto importante en la cámara de diputados, le habían dado una licencia de seis meses para recuperarse de su pérdida. Después de eso, tenía que trabajar arduamente para ganarse la simpatía de la gente y postularse a la presidencia municipal.

Le iba a costar un ojo de la cara borrar su imagen de borracho maldiciente y lograr la aceptación de los colonos. Ya se lo habían advertido sus colegas del partido, pero la pena de perder a mamá era tan grande que a poco estuvo de pegarse un tiro, ya que sin ella, la vida no tenía sentido. Y es que su desempeño y su carisma, a priori de la muerte de mi madre y siempre apoyado por ella, le había ganado un lugar en las familias de los terratenientes y la gente trabajadora. Era la mejor apuesta del partido.

Por suerte, el tiro nunca se lo pegó y no lo hizo porque las visitas secretas de mamá le hinchaban el corazón de alegría y le brindaban esperanza. Mamá le suplicó no dejarse vencer, prometiéndole que siempre estaría a su lado. Habían hecho una promesa en el altar y de esa promesa, él no se escapaba.

Nuestra finca estaba ubicada cerca de la frontera de México con Estados Unidos. Construida por mi tataratatarabuelo (Me parecía imposible a esa edad recordar cuantos «tataras» tenía que decir hasta que Anthony me explicó que solo tenía que decir hexabuelo): Leon Primero.

Su retrato colgaba en la sala principal: serio, con el bigote cano y tupido, la nariz ganchuda, la cabeza calva y ojos mezquinos, que más que respeto inspiraban temor. Cuando mamá vivía, cada domingo se le prendían veladoras y se adornaba su mesa con flores cual si fuera un santo, y no se abandonaba el lugar hasta rezar tres aves marías por su eterno descanso.

Leon I murió de viejo, en su cama, después de haber amasado fortunas y haber engendrado cinco hijos legítimos y casi diez bastardos: Leon II, Carlota, María, Rubén y Gabriel, de la línea de Gabriel, el menor, provengo yo. Era costumbre familiar nombrar al primogénito como su antecesor y se creía que era el primero (siempre y cuando fuera varón), quien heredaba el talento y la inteligencia del padre, así como todos los dones de la Providencia; sin embargo Leon II distó mucho de cumplir las altas expectativas de sus padres. Al llegar a la adolescencia, sin estudios y sin interesarse en ninguna clase de oficio, un día como cualquiera, tuvo un accidente mientras espiaba montado arriba de un árbol a las ninfas púberes del convento La Soledad mientras tomaban su baño. Ese fue el final de su triste estirpe que jamás llegó a reproducirse, pues se quedó anclado a una cama hasta que la parca le hizo una visita de cortesía y le concedió el regalo de la muerte. Y así se fue, pensando aún en las bellas púberes, sus baños, y con el olor de aceites de almendras de sus jóvenes cuerpos impregnado en su memoria.

En cambio Gabriel, siendo el más pequeño, fue el más astuto e inteligente. Tanto asombró a su padre que Leon I ofreció dádivas a un sacerdote para que lo rebautizaran con el nombre de León Gabriel, pero fue en vano su intento, y su nombre permaneció intacto.

Para que las generaciones futuras no padecieran como él del mismo error, León I decretó que todo varón debía bautizarse con dos nombres, anteponiendo siempre el nombre de León.

León I se estableció en Texas cuando aún era una provincia mexicana, antes de que se suscitara la fiebre del oro en California. Mientras los inmigrantes y nativos texanos se alimentaban de la fantasía dorada y formaban movimientos masivos para asentarse al oeste, León se quedó en Texas, enfrascado en la tarea de buscar el oro negro.

Encontró un modesto yacimiento, que, aunque no lo hizo rico, le dio el suficiente dinero y estatus económicos para pretender a Lidia, joven rica, hija de padres estadounidenses. Eso y su habilidad charlatana fue suficiente para endulzar el oído de sus suegros hasta conseguir el permiso de desposar a su unigénita, asegurando así el futuro de las siguientes generaciones, construyendo del lado mexicano, en Nuevo Laredo, la finca en donde los Obregón continuaron su estirpe.

León I se vio envuelto primero en los movimientos independentistas de Texas, quienes inmersos en su orgullo luchaban por declararse autónomos. Cuando Santa Ana abandonó la silla presidencial y dejó a merced a México de los Estados Unidos, fueron anexados en su totalidad por la nación dominante, luego de la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848.

Cuando tracé mi álbum genealógico desde mi hexabuelo hasta mi padre, me di cuenta de un hecho preponderante: Los varones siempre morían en la finca, sus historias comenzaban en ese lugar, le daban la vuelta al mundo y al final la tierra los reclamaba como suyos, y sus cenizas descansaban debajo de los álamos.

Papá también pensó alguna vez en marcharse lejos de esa mala racha que perseguía al sexo masculino. Lo pensó nuevamente después de que murió mamá. Sin embargo, cuando ella empezó a visitarlo él comenzó a tomarle afecto a ese lugar, y ya no quiso marcharse nunca.

Por consejo de su gabinete, papá volvió a casarse antes de las elecciones, con una viuda neoyorkina respetable que favoreciera su buena imagen: la señora Candace Wescott, tenía 43 años cuando fue a vivir a la finca Obregón con sus crías. La malcriada Susy, dos años menor que yo, el déspota Ron, de la misma edad de Anthony y el humilde Nicolás, un huérfano que había tenido la suerte de nacer el mismo año que yo vine al mundo.

Después de la incursión de estos nuevos miembros a la familia, los Obregón, empezamos a hacernos devotos de la fé y a asistir a los servicios religiosos los domingos, ocupando toda una fila de bancos, y es que aunque papá estaba peleado con Dios, mucho tenía que trabajar para limpiar su imagen de ateo alcohólico y ganarse unos buenos votos.

En ese tiempo Anthony, con catorce años, se sentía muy mayor; pues la siguiente primavera partiría a Londres a un internado de élite, hasta  concluir, de ser posible, su educación media superior. Nicolás y yo asistíamos todavía a la escuela elemental. Una institución bilingüe ubicada casi en el límite de la frontera con Estados Unidos, en donde hijos de «gringos», radicados en Tamaulipas y mexicanos nos encontrábamos.

Hablábamos español todo el tiempo, y en los recreos no podían faltar los juegos como: «la roña», «el bote volado» y las canicas. A pesar del esfuerzo de nuestros maestros de imponer el inglés como primera lengua, pensábamos en español, soñábamos en español y especialmente: maldecíamos en español.

Pero ante la Miss, debíamos mostrar un inglés fluido y sin acento marcado.

Cuando pasaban lista, siempre escuchaba mi nombre así:

«Emilia Óbregon» la primera sílaba del apellido con acento prosódico.

—Obregón, con acento en la «O» —corregía pero siempre volvían a cometer el mismo error, y ya éramos bien conocidos como los Óbregon.

Papá empezó a frecuentar las colonias donde habitaban los pobres y marginados. Decían que esa era una estrategia perfecta para ganar los votos de gente que en su mayoría era iletrada.

—Iletrada mas no tonta. —Le aleccionaba  mamá, que desde el sillón se peinaba sus larguísimos y finos cabellos negros. Su piel morena tenía una apariencia tan tersa como la de un durazno fresco.

Ya se había hecho una costumbre que papá estableciera conversaciones de rutina con su esposa muerta, y todos lo tomábamos con calma. Incluso la señora Wescott también se había acostumbrado a estos episodios. Le ponían la piel de gallina, porque siempre fue creyente de las cosas paranormales, y aunque intentara pensar que todo era culpa del delirio y de la necesidad de su marido de hablar con su muerta, estoy segura que ella también sentía la presencia de mamá rondando por la casa.

Así que cerraba la puerta y dejaba a papá con su interminable diálogo fantasmal.

—Te querrán si eres sincero con ellos. Siempre has tenido compasión —le susurraba ella—. Tan solo te falta ser un poco menos orgulloso.

—Oh.. Itan... Itan... —murmuraba mi padre, buscando acariciar sus cabellos, pero al fin siendo mi madre un fantasma, sus dedos terminaban acariciando el aire—. Tu no debiste morir sin saber lo mucho que te amo...

Mamá solamente le sonreía con la mirada, se levantaba de su asiento y, dejando un viento gélido a su paso, se retiraba del lugar.

Y siempre hacía lo mismo, después de que papá contrajo sus segundas nupcias y empezaba a decirle cuanto la amaba.

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