Phoreria




Del cielo sellado caían una a una las gotas de brea sobre un pozo poco profundo. Sarjen aguardaba inquieto la llegada de su reina, nervioso por cada gota que caía. Se mantenía en cuclillas, con la vista en el suelo y la mano derecha sobre su pecho. Las pequeñas alas negras, similares a las de un cuervo pero con las puntas blancas, aleteaban sobre su cabeza con fuerza, demostrando su ansiedad. Debía controlarse. Siempre se lo decía a sí mismo, aunque pocas veces lo hacía.

Cuando Nympheria descendió, Sarjen suspiró aliviado. Ella bajaba poco a poco; sus pies se cubrían de la sustancia negra, al igual que cada parte de su cuerpo y vestimenta. Ya en el suelo, sobre el pozo, la reina respiró hondo. Sus pupilas violáceas se posaron con ternura sobre él. Veía en aquel delgado sirviente toda la confianza de los suyos.

—Agradecemos su regreso, Alteza.

—Siempre, Sarjen. —Lo miró—. Pero tus alas... ¿Qué ha sucedido? —preguntó, sorprendida.

—Los míos y yo hemos supuesto que me estoy deteriorando —dijo con pena.

—No, Sarjen, quienes vivimos bajo la tierra de los otros no envejecemos. Estamos fuera del tiempo y no nos atenemos a sus leyes —replicó ella de forma benevolente.

—Mi señora, la única persona en este mundo que no puede envejecer es usted.

Él bajó la cabeza, apenado por la verdad y por la mirada de tristeza que veía en su rostro.

—¿Hay algo que debas contarme? —preguntó.

El cambio de tema no sorprendía al sirviente; ella solía hacerlo cuando la conversación se volvía dolorosa o le recordaba el pasado que había dejado, junto con su alma, guardado en un ataúd.

—En su ausencia, llegó uno más.

Ella tomó el sendero de piedra que aplacaba las altas gramíneas casi marchitas. La presencia de un hombre en el mundo de Phoreria era una conmoción; natural, sí, pero siempre acababan allí por una razón diferente. No todos reaccionaban igual cuando la sentencia era proclamada y ejecutada: había quienes gritaban y sollozaban; algunos se llenaban de ira y rencor; otros caían en la pena y el remordimiento. Eran los últimos por quienes sentía lástima, mas no por ello el dictamen cambiaba. Una vez que caes en Phoreria, no hay vuelta atrás. Eso lo había entendido muy bien cuando llegó.

El sendero la llevó al túnel de rocas, donde las estalactitas y las estalagmitas seguían el camino hacia unas escaleras formadas de manera natural. Con los años, Nympheria había aprendido a amar ese lugar lúgubre que no había sido iluminado con ningún tipo de artefacto; ya no le daba miedo caminar sobre él.

No como la primera vez.

Aquel día estaba aterrada; los cráneos de varios animales se levantaron del suelo por obra de un humo negro y fijaron sus pupilas brillantes sobre su persona. Nympheria había caído, como el alma del hombre al que vería. Había tocado el fondo de su humanidad de maneras en que ningún otro lo había hecho, y su destino la había sentenciado a bajar al pozo de brea.

Ella, que entendía muy bien lo que se sentía al estar en un lugar como aquel, había olvidado la tragedia de su pasado. Debía hacerlo porque ellos siempre observaban y, entre susurros, juzgaban: Nympheria debía ser letal e inclemente, como su rol de reina de Phoreria lo requería.

El amplio valle al que entraron mostraba una cantidad variable de columnas con las figuras de sus antecesores; otros que, al igual que ella, reinaron en Phoreria por un largo tiempo hasta que sus períodos concluyeron.

—Dame los detalles, Sarjen —pidió, antes de entretenerse observándolas.

—Son escasos. Lo poco que sabemos es que ha cometido el acto de muerte —respondió—. Ese es común; no entiendo muy bien por qué lo enviaron siendo así, pero sé que arriba están ocupados.

—Siempre lo están. Si no es por la situación de las comunidades, es por los mortales. Y si no, por las razas de Herenos. Creo que, a diferencia del mundo de afuera, nosotros estamos bien —dijo con simpleza.

—Aunque haya una fisura en su tumba.

Miró rápidamente a Nympheria, buscando algo que le advirtiera que había hablado de más; solo encontró silencio.

Hacía días que ella solo callaba. Desde que, como una estaca en su frente, sintió una diferencia en el mundo al que siempre volvía. Corrió hasta el lugar donde la imagen durmiente de sí misma aguardaba el día marcado para salir y la vio: una grieta justo en sus labios, una herida en el concreto que le indicaba que pronto se abriría y lo que tuviera que decir saldría a relucir. El misterio tras su encierro, lo que ocultaba con pesar. Sin embargo, ese era un evento que esperaba que sucediera mucho más adelante, justo después de que Herenos les visitase.

El par llegó hasta una hilera de figuras con cuernos y el rostro de un venado, donde se alzaba una gran paila forjada en barro de la que surgía el fuego. Frente a ellos estaba la imagen de un hombre de rodillas, que cabeceaba de un lado al otro con las pupilas dilatadas. Era una víctima de la «bajada», como bien le decían. Al descender, el cuerpo resiente la densidad de la atmósfera a la cual es sometido y desfallece si no es lo suficientemente fuerte. No obstante, aquel individuo al que miraba sí lo era, no había duda. Luchaba como podía contra el ambiente y las amarras con las que los cuidadores lo rebajaron; combatía contra los monstruos en su cabeza. Y, sin embargo, aún no se enfrentaba a los verdaderos.

Escuchó a su gente proclamar su nombre en un cántico casi abismal y recitar las frases que siempre eran dichas cuando un mortal llegaba a las tierras bajas. Nympheria ladeó la cabeza al notar los tatuajes en su cuerpo. Uno en particular llamó su atención, revelaba que no se trataba de cualquiera.

—Sarjen —musitó; el silencio se hizo presente—, ¿un mortal? —inquirió. El sirviente asintió, desconcertado—. Obsérvalo bien o empezaré a creer que de veras estás envejeciendo.

El sirviente hizo señas para que el rostro del hombre fuese levantado y, fijando su vista en los tatuajes, lo encontró. Había cometido un error, uno muy grave. Volteó a mirarla, decepcionado de sí mismo.

—Fieles cuidadores, esta noche no podré ser partícipe de lo pedido. Él le pertenece a Herenos. Y como un hombre suyo, será devuelto —zanjó.

Dio un paso hacia atrás y, como un rugido lleno de rabia, escuchó al sujeto gritar un «no» ensordecedor que la paralizó por un instante.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top