La línea que separa las almas


El error había marcado el inicio de un sinfín de rumores entre las almas del reino. Nunca antes habían escuchado de un sirviente que cometiera esa clase de faltas, y solo por eso, quizá, Sarjen no descendería bajo la mirada de los astros de Phoreria como todos aquellos que hacían su trabajo bien.

A pesar de ello, él sentía que había cometido una equivocación que no sería soldada por la generosidad de su alteza. Y así era.

Nympheria yacía sentada ante una larga mesa decorada con un par de candelabros que mostraban tres luminiscentes llamas de tono azul, una fuente repleta con frutos de toda clase y un plato único cocinado especialmente para Herenos.

Llevaba más de dos horas sentada en el mismo lugar sin probar bocado. Firme cual esfinge, inalterada como una y expectante ante los chasquidos, sorbos y merodeos de Herenos. El crujido de la comida al ser masticada y el trago profundo de la bebida podían fastidiar los nervios de cualquiera, pero ella solo lo miraba. Hasta que él decidió pronunciar una palabra.

—No.

—Si muere en Phoreria, no regresará —advirtió.

Él asintió.

—Somos plenamente conscientes de eso y es la razón por la que está aquí. —Se saboreó los labios y la miró, obstinado—. ¿Crees ser la única gerena con la que he tratado? No lo eres. Tu deber es cumplir. Además, pronto serás reemplazada, como todos lo fueron alguna vez.

—Aun así, mi deber es informar —contestó, y se levantó de inmediato—. Espero lo haya disfrutado. Sarjen lo llevará hasta la puerta.

—Como sea —dijo, quitándole importancia. Se levantó de la mesa y caminó hasta ella. El porte alto de Herenos era una de las razones por las que algunos se sentían intimidados, y ella no escapaba de esa sensación, aunque trataba de verse relajada—. Tengo razón, ¿no es así?

Arrugó el ceño. Si bien había dicho una verdad que no era divulgada, él no estaba del todo seguro.

—Serás reemplazada dentro de poco. El tiempo divisado en la línea se consume más rápido que antes.

—El tiempo es sabio, Herenos. No podemos escapar de él aunque lo deseemos, y si el mío después de mil quinientos años debe acabar, lo aceptaré. Usted también debería aceptar el suyo. Bien he escuchado de los auguradores que muchos estamos dando nuestros últimos pasos por el mundo que nos han conferido guardar.

Un chasquido proveniente del hombre le dio una victoria que no expresó. Esperó a que saliera del recinto antes de poder celebrarla y disfrutar de haber ganado una pequeña pelea verbal de las tantas que habían tenido en el pasado. Tratar con Herenos era ir más allá de la corteza superficial y aguardar por sus embates; era saber qué tomar de su pasado y usarlo a su favor. En eso, él era un maestro al que había soportado por mucho tiempo, y seguiría haciéndolo hasta que el día llegase.

Sin embargo, aunque le doliera, él tenía razón. La línea, una figura simbólica expuesta en un amplio salón en donde toda la iluminación requerida era dada por la flameante luz rojiza de una vela que se agotaba con el paso de los días, estaba a la mitad. Y con el tiempo se reduciría aún más, así como la grieta en la imagen de concreto se alargaría.

Más relajada luego de la visita, todavía tenía una cosa por hacer. Y es que la presencia de aquel sujeto en sus planicies era toda una noticia. La raza de Herenos era muy estricta con sus costumbres; su cultura dictaba, incluso, cómo debía morir uno de sus hombres, qué hacer con su cuerpo, cómo darle sepultura o cómo hacerlo desaparecer. Ella no tenía idea de todas sus normas, pero bien sabía que nadie de esa tierra tocaba Phoreria. Hacerlo era maldecir su alma, porque era un mundo que no podría abandonar. Estaba sentenciado de por vida.

Sus pasos dieron contra la amplia puerta de barrotes de madera de la que emanaba el aroma nauseabundo de la humedad mezclada con el sudor y la putrefacción de algunos cadáveres. Frente a ella, él yacía con la cabeza baja y el cuerpo adolorido por la cantidad de laceraciones que le habían provocado los hombres de Phoreria.

—Nunca antes vi a uno de ustedes visitar a un simple hombre. —Se rio—. Había escuchado que eras un poco distinta al resto de las gerenas; ya entiendo a qué se referían.

—¿Por qué no desea volver? ¿Por qué ha sido sentenciado de esta forma?

Él, dudando si responder, aunque complacido por sus inquietudes, ladeó la cabeza y la apoyó contra la pared.

—¿Qué obtengo a cambio de esa información? —se mofó—. No es algo que tenga valor para las gerenas, solo para él.

—Tu castigo ha de ser doloroso —murmuró—. Herenos me ha visitado y ha sido claro en su decisión. Por otro lado, ni siquiera el preso desea volver. Y en Phoreria no queremos tener nada que ver con ustedes.

—La única solución es morir —rechistó—. Ustedes están en este mundo asqueroso solo para eso.

La sola mención hizo que los barrotes se sacudieran. Un rugido estruendoso lleno de rabia resonó con claridad. Nadie insultaba Phoreria en su cara. Los carceleros se acercaron poco a poco, como grandes bestias; con pasos cortos, sus rostros cubiertos y las astas caídas hasta sus espaldas bajas. Se escuchó el sonido de las cadenas al chocar contra el suelo y el movimiento repetido de sus armas en un vaivén. Estaban enfurecidos. La muerte les parecía poco para la insolencia del condenado.

—Sí, Heraldia es hermosa —acotó ella. Tocó con pena el rostro cubierto de uno de los carceleros—. Solo eso. Su raza es egoísta, intransigente, afanada en sus labores, capaz de destruir los sueños de otros. Se creen un grupo y no son más que salvajes compitiendo por destacar ante los ojos de un dios menor. Pero nuestro mundo es asqueroso —se carcajeó.

El comentario había caído con un gran peso sobre la conciencia del prisionero. Sabía con certeza que ellos tenían esas particularidades y que, aun siendo admirados por algunos en otros lados, también podían ser odiados. Sin embargo, sintió un vacío al escucharla llamar a ese hombre «dios menor», porque aunque lo fuera, a él le había entregado su vida.

—Cometí un error. Uno que no tiene perdón. Le fallé a ese dios menor y por eso debo pagar. —Soltó sin más, convencido de que debía ser así. —Pero yo no deseo morir, puedo hacer más por mi gente. Lo sé —farfulló.

Nympheria, que creía que no recibiría respuesta a sus interrogantes, se vio sorprendida por lo que escuchaba.

—Si me haces un favor, uno solo, Phoreria sería tu hogar desde ahora —comentó—. Lamentablemente, no puedo darte un lugar en Heraldia. Has sido expulsado bajo tus leyes y sabes que nosotros no somos bien recibidos, pero esta tierra te tratará como la trates a ella. Y si aceptas, te aconsejo que evites comentarios como el que has hecho hace un momento.

Él la miró sorprendido. Un hombre de Herenos nunca antes había tocado Phoreria, y mucho menos se había quedado en sus tierras. Sin embargo, ella le estaba dando una oportunidad cuando las gerenas nunca las daban.

—¿Cómo sé que no me mientes? Nunca cumplen sus promesas —acusó.

—Mi tiempo se acaba. Eso debería decirte algo.

Él lo pensó. Entrecerró los ojos tratando de ver más allá y solo encontraba la verdad: si el tiempo se acaba, las mentiras no son vistas.

—Mi nombre es Eckham.

Cuando uno de los hombres de Herenos daba su nombre en el mundo de Nympheria, solo podía significar una cosa. El trato estaba hecho.

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