El camino que recorren los últimos
Él había regresado. Había notado el cambio en el ambiente, ese que congela y desmorona, el que presiona y encoje cada parte de su cuerpo. Escupió sangre negra al suelo de altas gramíneas secas y se retorció hasta que se vio fuera de aquel cambio de pocos matices y oscuridad absoluta.
No sabía dónde estaba ni cómo había llegado. Lo único de lo que estaba seguro era que el sirviente lo había ayudado. Sarjen jaló tanto como pudo de los brazos de Eckham. Murmuraba improperios en una lengua muerta y se acusaba por no haber evitado que fuera más allá del campo. Golpeó varias veces al hombre hasta hacerlo volver en sí.
—Sarjen, Sarjen —murmuró, aferrado a las ropas del cuervo. Él, que lo había visto gritar de horror, tomó sus manos y lo observó—. Volví...
—Estás a salvo —respondió—. ¿Cómo es que has entrado ahí? Nadie tiene acceso.
—Es solo un campo. No hay una puerta —regañó, ofuscado, con imágenes ajenas aún revoloteando en su mente cual espectros.
—Las puertas no son necesarias en Phoreria. Deberías haber sido golpeado por la protección, pero no sucedió. Te vi caminar al lugar y, la verdad, esperaba ansioso que salieras volando por los aires. Pero ya ves que nunca ocurrió. ¿Por qué? —se preguntó. Trataba de buscar en sus recuerdos una razón, alguna explicación. En cuanto la halló, palideció—. Ven conmigo, Eckham. Debemos volver.
La última gota de cera de la última vela descendió, y al hacerlo, el fuego se apagó. Pero antes de que Nympheria pudiera verla caer, salió corriendo hacia su ataúd. Se apresuró a través de los jardines y el largo pasillo de los regentes antiguos. Voló, sintiendo la presión en su cuerpo menudo y la mirada de espanto entre los suyos a medida que sus ojos se tornaban verdes, sus cuernos se volvían blancos como la cal y su presencia iba desapareciendo frente a ellos. El gran momento había llegado sin avisar.
No estaba lista, no se sentía preparada para hacerlo. La reunión que tendría con Eckham aún no se había celebrado, pero el tiempo había decidido acelerarse. Los planes que había estado anticipando ya no se llevarían a cabo, y no podía evitar cuestionarse el porqué.
Cuando estuvo en el lugar, descubrió que la gramínea que adornaba su tumba reverdecía como si la primavera hubiera llegado. Su ataúd se rodeaba de rocas y su alma, una figura con sus mismas características, yacía sentada junto a la imagen de un hombre de espaldas.
—Tú...
Su otro yo hizo una seña para que se mantuviera en silencio. Contempló la etérea silueta del hombre a su lado que, con una simple caricia, desapareció en el aire. Era polvo en el viento.
—Pensé que pasaría más tiempo antes de que este momento llegase. Realmente creí que tendría unos días más; no consideré la velocidad con la que la línea descendía —meditó Nympheria en voz alta. Apenas respiraba.
—Has cambiado —murmuró aquella que de su lugar no se movía—. Luces triste, desanimada. Como si hubieras olvidado algo —se mofó.
—Tienes todos mis recuerdos, me temo. Lo he olvidado todo.
Ella, que veía implacable la imagen de la gerena, descubría en sí misma las rasgaduras de su vestimenta, el largo cabello muerto sobre sus hombros y el lugar en el que se encontraba. El paraíso oscuro donde los cisnes no graznaban.
—Todos tus recuerdos... Los míos, los de él —rememoró—. Por ti estoy aquí. —Inspiró profundo.
Nympheria notó en sus palabras la ira y el rencor; sentimientos inexplicables para ella. Emociones que recordaría de una vez. Sentía el vacío de la ausencia. Aguardaba a que Sarjen llegase y, como siempre sucedía, se inclinase y viajase primero, antes de que ella lo hiciera. Pero no estaba ahí, tampoco Eckham, y la soledad parecía embargarla aun frente a su alma.
Se acercó hasta ella sin perder más tiempo. Si bien se sentía como un animalito perdido entre los confines de un agujero y a la vista de su otro yo, las horas seguían adelante, incluso con el fuego apagado. La última parte de la línea era ella.
—Perdóname por encerrarte, a ti y a mí.
Se acercó, tomó su mano y depositó un beso corto sobre el dorso.
Su alma desapareció en el aire como una ráfaga de pequeñas luces titilantes que la envolvieron y se deshicieron al instante. Nympheria había quedado de rodillas ante un fantasma que le había devuelto sus recuerdos, incluso los más remotos. Las memorias de sus acciones, las razones por las que había llegado a Phoreria, todas estaban allí; regresaban a su mente una a una sus vivencias, y lo peor era que lastimaban como si fueran golpes mortales. El dolor no parecía terminar y la hacía luchar contra la sensación de quemarse a sí misma.
—Su Alteza —susurró Sarjen, sorprendido.
Sus dedos se tornaban negros, mas sus alas se habían vuelto blancas en su totalidad. Debía adelantarse, lo sabía. No podía seguir ahí y el viento lo llevó con él.
—¿Qué haces ahí parado, Sarjen? ¡Ayúdame! —exclamó Eckham sin mirar atrás.
Él la estrechó en brazos, quien sollozaba, abrumada por sus emociones.
—Nympheria, estoy aquí, ¿sí? Todo está bien.
Él la contempló con sus ojos cristalinos; notaba sus ojos verdes como nunca antes los había visto y su cabellera rubia cayendo hasta sus hombros.
—Eckham... —farfulló—. Eckham... —Lo abrazó—. Yo lo hice... Yo lo hice e intenté enmendarlo. Hice cosas que no debí hacer. Fui yo... siempre yo... Lo siento, lo siento tanto...
—No sigas. El tiempo te ha dado una oportunidad: úsala. Nymphe, no tiene sentido que te aferres a algo por lo que ya pagaste.
Ella, que había reaccionado a sus deseos reprimidos, no se percataba de cuánto se había dejado llevar por ellos. Se había perdido en el extenso mar de su memoria
—Lo siento —susurró una vez más.
—Deja de hacer eso, ¿quieres? Empiezo a extrañar a la otra Nympheria. —Ella rio—. La que solo me decía que hice una promesa.
—Estuviste ahí, ¿no es así? Es por eso que sangras.
—¿Aún tenemos tiempo? —preguntó, cambiando de tema.
—No —respondió—. Ese lugar... Visítalo cuando ya no esté, y perdóname. Necesito de ti ahora.
Él asintió.
Selló su vista con un trozo de cuero pintado con la forma de unos ojos cerrados, tal como ella le había pedido. De haber tenido más tiempo, él sabría qué hacer, pero la línea no se los había dado. Sin embargo, una parte de Nympheria se mostraba confiada. Sus dudas se habían dispersado, estaba segura de que no había razones para no creer en él: Eckham mostraría lo que ella había visto. Le daría un rumbo a Phoreria, lo creía fervientemente.
—¿Qué será de Sarjen? —preguntó él.
—Me está esperando... Como ya deben estar aguardándote a ti también —respondió—. ¿Solo eso quieres preguntar?
—¿Volveré a verte?
Ella asintió con una sonrisa.
—Lo harás.
—Buen viaje, Nympheria.
Fin.
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