Eckham de Heraldia


La aceptación. Era esa última etapa a la que le estaba costando llegar, aunque se había sentido firme y claro días antes. Había admitido permanecer en Phoreria, así como le daba la razón a las palabras de la gerena. Pero entre quedarse y regir había una diferencia que no sabía qué tan dispuesto estaba a cumplir.

La voz de Nympheria calaba en él. Aceptó sin conocer, dio su nombre a una diosa menor, otorgó su beneplácito en la oscuridad y ya empezaba a notar los errores que había cometido, incluso desde antes de llegar.

Él veía la delgada línea en el salón de paredes sombrías rodeadas de velas. Notaba el descenso que se incrementaba cada día y se aferraba a la idea de que, de ser geresto, una línea similar atravesaría la pared y, al igual que Nympheria, esperaría por sus últimos días con dolor o temor de volver a saber sobre su pasado.

Pero Nympheria no estaba ahí; él se había escapado y ocultado en ese lugar. Ella, que había pasado varios días adiestrándolo, aun cuando era reticente, seguía afuera, haciendo lo que una gerena debía hacer: condenar. Había visto a su lado la cantidad de almas que llegaban cuando los algedores les decían qué camino tomar; la forma en que les saludaba con un leve asentimiento de cabeza, el deseo que en realidad no les concedía y cómo a los hombres con cabeza de calavera los enviaba al vacío luego de torturarlos.

—Volverán. Todos ellos regresarán un día y tendrás que juzgarlos nuevamente. Esa mujer ya estuvo una vez aquí, impura, condenada por sus actos; parece que ha cambiado: tuvo una vida noble y feliz —comentó en un tono solo audible para él—. Los recordarás a todos, y a todos les dirás que su deseo se concederá, aunque no sea cierto.

—¿Por qué mentir? ¿Por qué preguntar por sus deseos si no los harás realidad? ¿Por qué no hacerlos reales? —preguntó, más para sí mismo que para ella.

Nympheria lo miró con una sonrisa amable y suspiró.

—Porque ellos tienen un último deseo. Todos nosotros lo tenemos. Es nuestro deber escucharlo, pero no lo cumpliremos porque si lo hacemos, el nuestro no lo hará y la línea descenderá sin darnos la oportunidad de volver —susurró—. Sí, Eckham, podrás volver. El cómo solo los auguradores lo sabrán.

—¿Tú también?

Ella asintió y fijó su vista en la última alma que se perdía en la oscuridad.

El volver era un deseo que no se le concedería de ser juzgado y condenado. Al final, veía la oportunidad que ella le daba, aunque pasaría mucho antes de que pudiera hacerlo. Quizá la razón por la que se encontraba ahí estuviera viva y feliz; casada, apoyada por los suyos. Entonces creyó, nuevamente, que había cometido un error.

—Si sigues con eso, te consumirá y me serás inservible, Eckham. —Escuchó.

Se había arrodillado y atormentado tanto que sus lamentos habían llegado a ella como susurros en su oído.

—No le supe servir a Herenos.

Ella ladeó la cabeza antes de usarla para negar.

—Nadie sabe servir bien a ese menor —se burló, mientras jugaba con una de las tantas velas del salón y observaba la suya propia consumirse—. No eres el único que ha caminado por aquí; extrañamente, ninguno de ustedes llega a enterarse. —Lo miró. Echkam aún yacía en su mundo, odiando su tragedia—. Cuéntame.

Él la observó, curioso. Había dicho lo que creía que era necesario, pero se habían quedado detalles en el tintero que, aun cuando no deseaba recordar, volvían como películas a su mente y no dejaban de reproducirse.

—Ella era la escogida.

Nympheria bufó. Ya conocía la historia; al parecer, sus ancestros tenían la habilidad de escoger a los nuevos regentes basados en sus trágicas historias de amor, dolor y penurias. Cuando cantaban el camino en Phoreria, lo olvidaban; ella no sabía cuál había sido su dolor.

—Herenos dio una hija a un hombre de valentía considerable, dio otra a uno de inteligente prudencia y otra a un hombre de caminos abiertos.

—¿Y a ti? —preguntó, fascinada por la forma en que Herenos regalaba sus hijas.

—Una mujer de tormentos para un hombre fiel, pero su enfermedad cedió. La dejé morir —confesó—. Nunca debí alejarme demasiado de ella.

—El acto de muerte solo tiene lugar cuando la persona actúa. Por lo que veo, tú solo fuiste incapaz de estar ahí... Te está castigando —reflexionó.

—Y lo merezco, pero no pensé que...

—¿Que llegarías aquí? —inquirió—. Ni tú ni los otros, las pobres almas que vienen a este lugar.

Él noto cierto deje en su voz y en su mirada. Nympheria había visto la ira y el desprecio de Herenos más que cualquier otra gerena y, en el fondo, había escogido a Eckham por quien era. Sería el dedo en la llaga, y ella se reiría aun estando muerta.

—En Heraldia, yo era un hombre al servicio de un dios menor, uno que recibió una mujer que lo aceptó. No parecía como si estuviera recibiendo algo a cambio de mi labor; ella me había escogido —recordó—. Luego de muchas lunas, de muchos días entre momentos alegres y otros difíciles, creí que había logrado tranquilizar el corazón de Celha. Me había equivocado. Fui fiel, pero no fui capaz de protegerla.

—No siempre podrás. Y ese, quizás, fue tu error: creer que podrías hacerlo —le dijo, sin encontrar respuesta de su parte—. Lo sigues pensando —afirmó.

—A diferencia de ti, yo no puedo simplemente aceptarlo. Tal vez para ti todo fue más fácil —lanzó.

—No lo recuerdo, Eckham. Mis memorias se enterraron junto con mi alma. Lo mismo ocurrirá contigo si no deseas retractarte.

—¿Puedo hacerlo? —preguntó, irónico; no podía ni debía—. ¿Cuándo será? En Heraldia sabemos cuándo cae un regente. Imagino que no debe ser muy diferente aquí.

—Cuando la línea descienda hasta lo último, estaré frente a ella. Entonces, recordaré todo y caeré. Falta poco para que suceda —resumió—. Tú debes estar ahí, y también Sarjen, pero nadie más. ¿Me acompañarás al final de mis días? —le pidió.

Él notó el miedo en sus ojos. Sentía temor por lo que sucedería y lo demostraba abiertamente frente a un sujeto que nunca antes había visitado Phoreria. No podía juzgarla por eso. Asintió, la pena lo embargaba y hacía que se desviara. Volvió la mirada hacia atrás y se levantó.

—Mientras eso sucede, debo seguir caminando por aquí y por allá, ¿no? —preguntó.

Ella lo miró de forma cómplice.

—No por hoy. Descansa, Eckham. El resto de los días serán difíciles.



En un pequeño recinto de paredes negras y velas consumidas, la voz susurrante de Sarjen era un cántico repetido de palabras poco audibles. Él, que caería igual que Nympheria, debía prepararse de la misma manera. Lo único que no tendría que hacer era escoger al nuevo sirviente del geresto; esa labor le pertenecía solo a él.

Miró por encima de su hombro cuando sintió una pluma caer, la venida del descenso era cada vez más cercana. Sus alas estaban blanquecinas hacia la mitad, y su rostro cansado y apagado era la demostración de cuánto tiempo quedaba para él. Envejecía, sí, y con más rapidez que Nympheria; incluso moriría antes que ella. Lo bueno era que podría preparar todo del otro lado para la llegada de su Alteza.

Apagó la última vela que quedaba prendida y desenterró el cofre con el corazón que alguna vez él mismo guardó tras la tapa de madera añeja. La caja había padecido los embates del tiempo, aunque parte de ella todavía se mantenía estable: el interior, a diferencia de la parte externa, se conservaba muy bien. Su corazón estaba negro, mancillado y corroído por la naturaleza. Llegado el momento, debería quemarlo para ser libre.

Detrás de él, un curioso Eckham caminaba con una singular dejadez en sus pasos. Había notado la presencia de Sarjen en aquel rincón y, tal como él le había dicho, se había alejado. Además, de no hacerlo, recibiría algún regaño de parte del sirviente, que destacaba por tener bastante temperamento. Él lo observó alejarse y tomar un largo camino que, aunque a él mismo le resultaba conocido, era nuevo para el sucesor de Nympheria.



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top