La maldición de la mansión Hovish
Esta historia forma parte de la antología «Descenso al Horror»
Eran las seis quince de la mañana cuando Leo empezó a ladrar por enésima vez. Laura no quería tener que levantarse faltando tan poco para que sonara el despertador. Le había gritado que se callara incontables veces a lo largo de toda la noche. De pronto, se oyó un ruido de cristales quebrándose. No le quedaba otra que bajar a limpiar antes de que su mascota se lastimara con lo que sea que hubiera roto.
Se incorporó en pijama y abandonó su habitación somnolienta y arrastrando los pies. Encendió la luz del pasillo porque aún no amanecía y bajó las escaleras con cuidado para no tropezar con sus pantuflas. Los ladridos aumentaban de volumen conforme se iba acercando.
Divisó a Leo en la penumbra del comedor, muy tensionado, con el rabo rígido y, aunque se volvió un instante al oírla llegar, en seguida siguió ladrando y observando fijamente hacia el interior de la sala.
—¡Leo, ya basta! ¡Dejá de hacer tanto escándalo! —le gritó.
Los ladridos continuaron. Se aproximó al animal, rodeando la mesa y escrutó la habitación contigua. Estaba bastante oscuro como para distinguir nada.
Tanteó la pared hasta encontrar el interruptor de la luz y lo accionó. La claridad repentina le lastimó los ojos. Su mascota enmudeció.
—¿Ves?, no hay nadie.
Los ladridos se reiniciaron. Laura dejó caer los hombros, abatida. Dio un paso dentro de la sala dejando atrás a Leo y el insistente ladrido se volvió a cortar en seco. Dio otro paso y el animal emitió un gemido.
Volteó a mirarlo: algo lo aterraba; permanecía clavado en el suelo con la vista fija en el mismo sitio: el aparador. Todo lo que había sobre el anticuado mueble estuvo ahí por años, excepto el portarretratos que había comprado en la subasta el día anterior.
***
Llegaba tarde. La puerta de la casa de subastas permanecía entreabierta, como si la esperaran. Le resultó extraño no ver a otras personas por allí: se suponía que el evento había iniciado unos diez minutos antes.
Al ingresar, halló la sala prácticamente vacía, a excepción de dos hombres vestidos de negro; uno estaba frente a un atril sobre la pequeña tarima y el otro, delante del mesón de los objetos a rematarse. Por la hora, adivinó que eran el subastador y el único contrincante que se había presentado.
Se acercó sin demora, abrazando su bolso. Su llegada sorprendió a los presentes. El vendedor, aliviado, le brindó una breve sonrisa. El otro, en cambio, no pareció muy contento con su presencia.
—¡Qué bueno que lograra llegar, señorita! Estaba a punto de suspender la venta. Ahora podemos dar comienzo.
—¿Solo somos nosotros?
—Así es —le respondió, un tanto decepcionado.
—¿Puede darme un momento para evaluar los objetos? —preguntó con cautela, sabiendo que no estaba en posición de pedir nada, considerando que había llegado después de la hora estipulada.
El martillero tensó los labios y la miró con exasperación.
—De acuerdo. Pero que sea breve.
Se aproximó a la mesa de caoba. Encima había un mantel muy delicado, de encaje artesanal y sobre él, varios objetos antiguos: un alhajero de alpaca, con tapa de carey; un portarretratos de peltre labrado, enmarcando una deslucida fotografía (¿o era un daguerrotipo?) de unos niños abrazados; un cepillo para el cabello, con el mango de marfil y cerdas naturales; una cigarrera de plata antigua, con las iniciales JH grabadas en el frente; y, por último, una pluma fuente, con mango de madera negra y detalles de oro, muy fina.
Quedó encantada con lo que vio. Sabía que se trataba de una subasta exclusiva, pero la calidad de los objetos, en excelente estado de conservación, superaba ampliamente sus expectativas.
El oponente carraspeó, impaciente. Laura lo miró con disimulo y notó su expresión seria, casi de enojo. Su rostro era demasiado delgado, tenía los ojos hundidos, la frente amplia y su piel tan pálida que le daba un aspecto enfermizo. Su porte era distinguido, pero a la vez modesto. Si hubiera tenido que adivinar, habría dicho que se trataba de un sirviente de alguna familia adinerada.
—No debería haber venido —le dijo el hombre entre dientes, acercándole la cara al oído; su aliento tibio le golpeó de lleno en la mejilla y por poco le provoca una arcada—. Si valora en algo su vida, márchese ahora.
Laura se le quedó viendo, sorprendida. Aquel individuo estaba amenazándola.
—¿¿Disculpe!!
Se alejó unos pasos y le hizo una seña al subastador para hacerle saber que ya estaba lista. Traía una buena cantidad de dinero en su bolso, sus ahorros del último año. Si bien no estaba segura de cuál sería la base decidió que, así se gastara todo lo que tenía, iba a llevarse algo, aunque más no fuera para contrariar al desconocido.
—Muy bien. Les recuerdo que la modalidad es la habitual: las transacciones son en efectivo y se abonan en este mismo acto, sin excepción. Comencemos.
»Estamos ante la exclusiva colección de la prestigiosa familia Hovish. Estos artefactos pertenecieron a la difunta señora Clara Hovish, y fueron generosamente cedidos a esta casa de subastas por su bisnieta, la señorita Lorena Cepeda.
»Daremos inicio con la cigarrera; se trata de un exquisito objeto de plata 999 con la inscripción JH, en honor de Joseph Hovish, el hermano menor de la señora Clara, quien falleciera a muy temprana edad.
»Cuenta la tradición familiar que la señora y su hermano eran muy apegados de niños y, cuando aquél murió, ésta le guardó luto durante cinco años, tras los cuales, mandó elaborar y grabar esta fina pieza en su memoria. Desde entonces, siempre la llevó consigo, hasta el día de su propia muerte...
»Empezaremos la puja en cinco mil pesos...
—¡Cinco mil cien! —se apuró a hacer su oferta, entusiasmada.
—¡Diez mil! —exclamó el hombre a su lado.
Los otros dos lo miraron pasmados.
—Diez mil... cien.
—¡Veinte mil!
Se removió, incómoda. El sujeto tenía una expresión de triunfo que le molestaba.
—¿Señorita...?, ¿desea seguir ofreciendo?
—¡No! —exclamó, indignada; sería imposible mantenerse en la puja si cada vez que ofrecía cien, el otro oponía diez mil...
—Vendida al caballero...
»Pasemos ahora a la pluma fuente. Realizada en fina madera de ébano y detalles de oro veinticuatro quilates. Este delicado instrumento perteneció originalmente al señor Horacio Hovish, padre de la señora Clara, quien fuera un prestigioso abogado, muy respetado y admirado en su época. Se dice que fue el obsequio de un dignatario extranjero que visitó el país, en agradecimiento por la hospitalidad recibida en su estadía en la mansión Hovish, lo cual es cuanto menos extraño, ya que la tradición familiar recuerda al señor Hovish como un hombre aborrecible y cruel puertas adentro de su casa, autor de brutales golpizas hacia su esposa y torturas a los sirvientes.
»Iniciaremos la subasta en siete mil quinientos pesos...
—¡Siete mil seiscientos! —exclamó Laura.
—¡Doce mil!
—¿Es una broma? —murmuró— ¡Doce mil cien!
—¡Quince!
—...
—Vendida al caballero...
Siguieron así con los demás bártulos. El subastador contaba detalles y curiosidades de cada uno y la subasta acababa rápidamente debido a la voracidad del contrincante. Parecía que no estaba dispuesto a dejar que se llevara ninguno de los objetos.
Una hora más tarde había regresado a su casa, satisfecha. En sus manos cargaba un paquete rústico que envolvía la única pieza que logró comprar gracias a que al extraño se le había acabado el dinero. Y aunque intentó negociar con ella a último momento, prometiéndole una suma exorbitante para el día siguiente, no le dio la satisfacción y se marchó llevándose el portarretratos de peltre, ante la mirada desesperada de su oponente.
Al abrir la puerta, Leo la saludó como siempre, moviendo la cola y dando saltos a su alrededor. Cuando se calmó, puso toda su atención en el envoltorio misterioso que su dueña traía consigo.
—Tranquilo, mirá, es algo que compré— le dijo, mientras se lo ofrecía para que lo olfateara.
No más olerlo, el perro dio un alarido como si lo hubieran pateado, y se alejó con el rabo entre las patas.
Sonrió extrañada; su compañero no solía ser miedoso. Colocó el portarretratos sobre el añoso aparador que estaba junto a la puerta y se alejó unos pasos para observarlo en conjunto. El mueble era una herencia familiar y ahora se veía mucho más elegante con aquel rico objeto adornándolo; el marco de peltre tenía unos delicados arabescos labrados en el frente y la imagen que encuadraba, se veía realmente antigua, lo que le daba un aire aristocrático.
Era entrada la noche y, como ya había comido algo en el camino de regreso, se fue a descansar. Por la mañana, llamaría a Vanina y le contaría de la nueva adquisición para la tienda de decoración y antigüedades que ambas gerenciaban. Aquello le demostraría de una vez por todas que ella también tenía buen gusto y que era perfectamente capaz de identificar objetos valiosos que les rendirían muy buenas ganancias. Claro que tendría que suavizar un poco el elevado precio que había pagado por la pieza, para no recibir un sermón de su hermana mayor.
***
Seis y veinte de la mañana y Laura hubiera querido estar descansando después de haber pasado una muy mala noche, durmiendo de manera intermitente, gracias a que Leo la despertara a cada rato, a fuerza de ladridos. En su lugar, estaba levantada, en pijama y pantuflas, en medio de la sala, tratando de encontrar lo que asustaba a su perro.
—¿A esto le ladrás? —le preguntó a la mascota, acercándose al mueble y señalando el portarretratos.
El animal dio un respingo y emitió un largo alarido, como un lamento.
—Ya, no pasa nada. Es el portarretratos que traje anoche. Te lo mostré antes de ponerlo sobre el aparador. ¿No te acordás? ¡Hasta te dejé olerlo!
El perro no se había movido de donde estaba. Temblaba y seguía dando gemidos apenas audibles, como si suplicara.
—Tranquilo. ¿Ves?, no hay nada —dijo, a la vez que tomaba la pieza de peltre sin dejar de mirar a su mascota, para inspirarle confianza—. ¿Lo ves? Es el mismo que te mostré, con los tres niños...
Se quedó callada. Qué extraño, hubiera jurado que en la fotografía había tres niños sonrientes. Pero ahora que la miraba bien, podía ver que sólo había dos.
El cristal estaba sano. Escudriñó el piso en todas direcciones y no vio nada fuera de lugar, ni caído ni roto. Dejó el portarretratos sobre el aparador
—Bueno, no hay nada. Volvamos a la cama —dijo, mientras se volvió a ver a Leo, pero este ya no estaba. —¡Y ahora te vas y me dejás hablando sola!
Abandonó la sala apagando la luz al salir. Cruzó el comedor y encontró a su perro al pie de la escalera, mirando fijamente hacia el piso de arriba.
Un llanto casi imperceptible escapaba de su garganta.
Tres golpes demasiado fuertes en la puerta que daba a la calle le hicieron dar un brinco. Era muy temprano, por lo que aquella visita inesperada no podía significar nada bueno. Enseguida pensó lo peor: algo le habría pasado a su hermana.
Corrió a la sala a oscuras y espió por la mirilla. La luz del porche le reveló la identidad del visitante. Por increíble que pareciera, era el extraño que la jornada anterior se había llevado la mayoría de los objetos de la subasta.
—¡No sé cómo me encontró pero si no se va ya mismo, voy a llamar a la policía! —le gritó a través de la puerta.
—La policía no la salvará de lo que le espera si no me deja entrar —. La frase podía ser amenazadora, pero su voz sonó apesadumbrada. Tras un suspiro, agregó—: Tiene que dejarme pasar, antes de que sea tarde.
—Es mejor que se vaya, porque no pienso abrir esta puerta.
De nuevo se oyeron ruidos de cristales rompiéndose; esta vez provenían de la planta alta. El perro bueno para nada, en lugar de proteger la casa del loco que acechaba en la entrada, estaba arriba haciendo lío, pensó. Volvió a mirar afuera por el pequeño orificio y vio que el hombre se marchaba hacia la izquierda. ¿A dónde iba?
Se le ocurrió que podía espiarlo por la ventana de su habitación. Se dirigió casi corriendo hacia el interior de la casa y tropezó con su mascota que seguía en el mismo sitio donde la había visto la última vez, muy quieto, expectante, mirando hacia lo alto de la escalera.
—Pensé que eras vos el que estaba arriba... —le dijo en un susurro.
El sonido de vidrios al romperse se escuchó otra vez. Pero ahora pudo identificar sin lugar a dudas que se trataba de la ventana de su habitación.
En seguida, el ruido de pasos en el piso superior la dejó helada. Sonaba como si alguien correteara descalzo. Su mente empezó a divagar, pasando de una idea a otra en milésimas de segundo. Pensó en gritar, pero recordó que la casa más cercana estaba demasiado lejos para que la oyeran. Se le ocurrió abrir la puerta del frente y correr, pero lo descartó enseguida; el desconocido podía estar esperándola afuera. Lo mejor era llamar a la policía o a quien sea y pedir ayuda. Entonces sus pensamientos la llevaron escaleras arriba, hasta su alcoba, sobre la mesita de luz, junto a su cama, donde había dejado el aparato conectado al cargador...
—¡Encienda todas las luces!
Ahogó un grito. Era la voz del sujeto y provenía de arriba. ¿Por qué le decía que prendiera las luces? Solo pudo pensar en que era un psicópata y estaba en su casa. Tenía que salir. No importaba si aún estaba oscuro o si había alguien afuera esperando para atraparla, no se iba a quedar un minuto más encerrada con ese loco.
—¿No me oye? —Su voz sonaba como si estuviera forcejeando—. Encienda todas las luces. ¡Ahora!
Leo dio un par de ladridos y subió a la carrera los peldaños.
—¡No! ¡Volvé!
Por instinto prendió las luces del comedor y corrió tras su mascota. Subió los escalones de dos en dos. En el descanso, activó la llave y el pasillo superior se iluminó. Siguió subiendo y se detuvo al llegar a la puerta de su habitación.
Divisó al hombre en el interior, recostado en el suelo sobre los cristales rotos. Su perro lloriqueaba desde la entrada, pero no se había acercado al cuerpo que permanecía inmóvil, con los brazos a los lados y las piernas estiradas, como si algo le impidiera moverse. Se quedó parada junto al animal, sin saber qué hacer. En cuanto su vista comenzó a adaptarse a la penumbra, distinguió que tenía los ojos muy abiertos y boqueaba: se estaba sofocando. Con un rápido movimiento encendió la luz de la habitación.
Cuando la claridad inundó el cuarto, vio desvanecerse la figura de un niño de ojos inyectados y sonrisa malévola, que estaba sentado sobre el pecho del hombre. Al mismo tiempo, este aspiró una gran bocanada de aire.
—Me... ha... salvado —exclamó de manera entrecortada, cuando pudo recuperar el aliento.
Laura entró en su recámara y examinó alrededor. No había nadie más allí. Leo la siguió, se aproximó al hombre y le lamió la mejilla.
—¿Qué acaba de pasar? ¡Explíqueme!
—Ha pasado lo que me temía: se ha liberado.
—¿De qué está hablando? ¿Liberar qué?
—No es qué, sino quién... Joseph Hovish. Su espíritu ahora está suelto en la casa. Y no tardará en asesinar otra vez.
—Voy a llamar a la policía.
—Ya le dije: la policía no puede ayudarla, nadie puede... Si tan solo me hubiera escuchado.
—¡Ya basta! Primero me amenaza, luego irrumpe en mi casa y ahora me culpa de sus delirios sobrenaturales.
—¡Delirios, dice! Usted lo vio. Estaba ahorcándome con sus manos.
—¡No! Estoy agotada, no sé lo que vi, pero seguro que no fue un fantasma. ¡Ahora váyase o de verdad que voy a llamar a la policía!
El hombre se incorporó con dificultad y caminó hacia la salida, cabizbajo. Descendió la escalera en silencio, cruzó el comedor y se paró frente a la puerta. Laura, que lo había seguido todo el camino a cierta distancia, se detuvo detrás.
—Si no me cree, llame a la señorita Cepeda. Pregúntele por qué se deshizo de tan valiosas pertenencias.
Abrió la puerta, cruzó el umbral y se alejó de la casa, dejando a Laura confundida y alterada.
Cerró de un portazo y apoyó su espalda en la maciza madera. Tenía miedo de regresar arriba. De hecho, ya no quería permanecer en su casa ni un minuto más. Descolgó su abrigo del perchero, llamó a su perro y se marchó corriendo.
***
—¿Y vos le creés a ese loco?
—No sé qué pensar Vany. Sólo sé que no dejo de ver los horribles ojos de ese niño cada vez que cierro los párpados —dijo, y su mirada se perdió en algún punto del vacío, mientras le daba un sorbo a la taza de té que sostenía con ambas manos.
—Te ves muy cansada, hermanita.
—Lo estoy, pero no quiero volver a casa. ¿Me puedo quedar acá hasta que todo se aclare?
—¿Te hace falta preguntar?
—Gracias, Vany. Y ya sé que te estoy pidiendo demasiado pero... necesito otro favor.
—Querés ir a buscar a la heredera de los Hovish, ¿no?
—Tengo que saber qué pasó realmente con ese niño. Siento que cuando conozca la verdad, podré librarme de su maldición o lo que sea esto.
—Voy a llamar ahora mismo a la casa de subastas para conseguir sus datos de contacto.
***
Partieron a la tardecita y viajaron toda la noche. Lorena Cepeda, heredera de la casa Hovish había vendido la mansión familiar y mudado a otra provincia. Según les confió el subastador, la joven no quería tener nada más que ver con la herencia, por lo que había donado todos los objetos valiosos, y el dinero de la venta de la casona, lo destinó a una obra de caridad.
Tras descansar unas cuantas horas en el primer hotel que habían encontrado al ingreso del poblado, llegaron a la humilde casa de barrio. Nadie podría imaginar que allí vivía la legítima heredera de una de las más cuantiosas fortunas jamás vistas en Argentina. Llamaron a la puerta y esperaron. La mujer no las había atendido por teléfono, pero Vanina insistió en que, si cruzaban medio país para verla personalmente, no podría negarse a recibirlas.
La puerta se abrió y las recibió una mujer muy delgada, casi consumida, de negros ojos hundidos y un tupido flequillo que le cubría la frente, de al menos cinco dedos de alto. Cuando le dijeron quiénes eran y porqué estaban allí, la señorita Cepeda intentó cerrarles la puerta en la cara, pero Laura fue más rápida e interpuso el pie.
—¡Joseph se ha liberado! —le gritó.
La mujer se quedó de piedra, cerró los ojos un momento y tras dar un profundo suspiro, las dejó pasar.
La casa era tan modesta por dentro como por fuera. Los muebles raídos sobre el piso sin mosaicos daban cuenta de la penosa situación económica en la que vivía.
—Usted sabía que la maldición era real, por eso vendió todo y se alejó, ¿verdad?
La envejecida joven, asintió como única respuesta a la pregunta de Laura.
—¿Cómo pudo donar esos objetos malditos sabiendo el daño que podían causar? —le espetó Vanina, indignada.
Laura le tocó el brazo para que se calmara. No querían que las echara, sino que les diera respuestas.
—Fue lo único que funcionó... —empezó a decir.
Las hermanas se acomodaron en el viejo sillón, expectantes.
»El mismo día que me mudé a la mansión empezaron a oírse ruidos de cristales rompiéndose. Lo dejé pasar porque supuse que eran crujidos propios de una propiedad tan antigua. Sin embargo, luego empezaron a escucharse pasos en los pisos superiores, cuando no había nadie allí. Fue entonces que, por primera vez, intenté deshacerme de todas las pertenencias de la familia. Las cargué en el auto y las arrojé en el vertedero de la ciudad. Pero al regresar a la casa, todo estaba en su sitio... como si nunca me las hubiera llevado.
»Decidí ignorar los sonidos constantes por un tiempo, incluso les ordené a todos los empleados que hicieran lo mismo. Fue entonces que, en menos de una semana, una sirvienta cayó por las escaleras y se partió el cuello; el jardinero se clavó las tijeras de podar en la pierna, se cortó una arteria y murió desangrado; y el chofer tropezó en el garaje, cayó detrás del auto y el portón automático le aplastó la cabeza.
»No tenía pruebas de que alguien hubiera provocado aquellas muertes, pero yo lo sabía: no fueron accidentes. Lo veía detrás de mí en los espejos; cuando apenas abría los ojos al despertar, me miraba desde los pies de la cama; o sentía su mano en mi hombro y al voltear no había nadie. Joseph Hovish me acechaba y, aunque nunca me hizo nada, sabía que en cualquier momento yo también sufriría un horrible accidente.
»Después de aquellos sucesos, quise hacer una gran pira en el jardín con los cuadros, adornos y reliquias familiares, pero el fuego no les causó daño alguno.
»No me quedaba otra que desprenderme de la casa. Doné todas las pertenencias y me mudé lo más lejos que pude.
—En la casa de subastas había un hombre delgado, de ojos hundidos y frente alta. Trató de evitar que comprara las piezas que se ofrecían. ¿Sabe quién era?
—Por la descripción, diría que se trata del señor Serna, el mayordomo de la mansión. Su empleo era vitalicio. Según supe, su abuela Anita sirvió al infame de mi tatarabuelo, Horacio Hovish, cuando era poco más que una niña. Serna estaba tan encariñado con la casa y su trabajo, que se opuso rotundamente a la venta de la propiedad. Entiendo que los nuevos dueños no quisieron mantenerlo y lo despidieron con todas las de la ley.
—Entonces, ¿la abuela del señor Serna fue contemporánea de Joseph Hovish?
—Sí, así fue.
—¿Y qué puede decirnos de lo que le pasó a Joseph? ¿Cómo murió?
—La historia cuenta que se cayó sobre un espejo y los cortes que sufrió le provocaron la muerte. Su padre murió poco tiempo después; lo encontraron con la cabeza sobre el plato, aparentemente se ahogó con un bocado de su propia cena.
Se despidieron y regresaron a casa. Lorena Cepeda les proporcionó la última dirección conocida del señor Serna por lo que, al día siguiente, se dirigieron a su domicilio. Ni bien bajaron del auto, el antiguo empleado de la mansión Hovish, salió a recibirlas.
—Habló con la señorita Cepeda, ¿verdad? ¿Ahora me cree?
—Le creo —respondió Laura—. Hemos venido a buscarlo para que me ayude a deshacerme del espíritu de Joseph Hovish.
—¿Y qué le hace pensar que podré ayudarla?
—Tengo una teoría, pero antes, ¿puedo hacerle unas preguntas?
—Está bien. Pasen, tomen asiento.
—¿Su abuela fue la primera de la familia en trabajar para los Hovish, señor Serna? —inició Laura, cuando ya estuvieron instalados en el living.
—Puede llamarme Hugo, si quiere. Así fue. Era una niña de doce años cuando empezó a trabajar cama adentro. Se llamaba Anita y no tenía a nadie, así que el señor Horacio Hovish la acogió.
—¿Y durante cuánto tiempo sirvió Anita a la familia Hovish, Hugo?
—Durante dos años, hasta los catorce, cuando murió.
—Murió muy joven, ¿y ya había sido madre para entonces?
—Sí. De hecho, el embarazo se complicó y murió durante el parto. Me avergüenza que diera tan mal paso pero, de no haber sido así, mi padre no hubiera existido. A la vez, me apena que su error le costara la vida.
—¿Su deceso fue antes o después de la muerte de Joseph?
—Poco antes.
—Con lo que me ha contado, Hugo, creo que ya podemos volver a la casa. ¿Me acompañará?
—Si puedo serle útil...
—Eso espero.
***
Laura observaba su hogar desde la vereda de enfrente. No había indicios que hicieran sospechar que se trataba de una casa poseída. El día anterior, acordaron reunirse allí con Hugo a las dos de la tarde en punto.
En cuanto el antiguo mayordomo arribó, cruzaron la calle e ingresaron a la vivienda vacía. Todo estaba como lo había dejado tres días antes; el portarretratos seguía sobre el aparador. Hugo lo tomó en sus manos apenas lo reconoció.
—En este daguerrotipo estaban Joseph, y sus primos Alberto y Alejandro —dijo, mirándola extrañado—. Ahora sólo se ven los dos primos.
—Supuse que eran parientes. Tienen un cierto aire familiar.
—Así es.
—Igual que usted...
—¿Cómo dice?
El ruido de cristales haciéndose trizas llenó la sala. Laura caminó hacia el interior, cruzó el comedor y empezó a subir las escaleras. Serna la siguió. La luz del día ingresaba por todas las ventanas, por lo que el interior estaba iluminado a pleno.
Cuando llegaron al pasillo de la planta alta, se detuvieron. Desde el otro lado de la puerta, en medio de la habitación, un translúcido Joseph los observaba. Su expresión era perversa. Un brillo malicioso destellaba en sus hundidos ojos. Los morados labios dibujaban una sonrisa torcida.
—Tenemos que hablar —dijo Laura.
El espíritu negó lentamente sin apartar su mirada asesina.
—Es sobre Anita.
El semblante del espectro reflejó el horror.
—Sé lo que tu padre le hizo... La querías y él la mancilló con sus más bajos instintos. Y cuando supo que estaba embarazada, la golpeó como solía hacerlo con tu madre. Pero no era lo mismo. Ella era solo una niña inocente. Era tu amiga y la amabas...
Joseph abrió la boca de una forma descomunal, en un desgarrador grito silencioso. Volvieron a oírse ruidos de cientos de cristales estrellándose contra el suelo.
—Él le causó la muerte. Y cuando se lo recriminaste, te golpeó también, arrojándote sobre el espejo que terminó con tu vida.
El espíritu cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—Tu hermana Clara lo supo, por eso te guardó luto tanto tiempo y te inmortalizó en aquella cigarrera, pero cuando ella murió, la verdad se extinguió con ella. Prevaleció la versión oficial que exculpaba a tu padre de toda responsabilidad sobre tu muerte y la de Anita.
»Tuviste la oportunidad de vengarla: él fue tu primera víctima... porque no se ahogó con la comida, ¿verdad? Pero su muerte no fue suficiente para limpiar el buen nombre de Anita, querías además, reivindicar su memoria.
Joseph permanecía de rodillas. Sus brazos ahora descansaban a los lados del cuerpo y lágrimas etéreas bajaban muy despacio por sus mejillas.
—Ya conocés a Hugo —dijo Laura, mirando por primera vez a su acompañante, que estaba como petrificado a su lado—; como bien sabés, es el nieto de Anita. Él no conocía la verdad, pero ahora que la sabe, no permitirá que se pierda y el recuerdo de Anita no se olvidará jamás.
Joseph la miró emocionado y tras un instante, se desvaneció en el aire.
Hugo, parpadeó varias veces, confundido. No estaba seguro de lo que acababa de suceder.
Se mantuvieron un rato muy quietos y callados por si regresaba o se oían ruidos de cristales. Pero nada pasó.
—Creo que todo terminó. Vayamos abajo —invitó Laura.
Descendieron en silencio hasta la sala y encontraron el portarretratos en el suelo. El cristal estaba roto, pero la fotografía había vuelto a la normalidad: mostraba tres niños abrazados y sonriendo.
—Tome, lléveselo —dijo la joven, mientras le extendía la pieza de peltre.
—¿Está segura?
—Sé que significa mucho para usted.
Lo acompañó a la salida. Se estrecharon la mano y prometieron mantenerse en contacto. Antes de que cerrara la puerta, Hugo se volvió.
—No lo entiendo; él trató de asesinarme, como asesinó a su padre...
—Él quería vengarse de todos aquellos que, de alguna manera, contribuían con la mentira de su padre. Y usted también es nieto de Horacio Hovish, después de todo... Pero creo que su amor por Anita fue más fuerte que su deseo de venganza.
***
Hugo Serna regresó a su casa y colocó el portarretratos en una especie de altar, donde tenía el resto de los objetos de la casa Hovich. Los observó con profunda devoción por unos minutos y luego se fue a descansar con la conciencia tranquila: había logrado mantener todas las reliquias juntas y detener la maldición. Estaba más que satisfecho.
A las cuatro de la mañana de esa noche se despertó sobresaltado por el ruido de cristales al romperse.
A los pies de su cama, descubrió a Joseph observándolo, con los ojos inyectados y aspecto desquiciado. Lo siguiente —y último— que oyó fue su voz espectral, diciéndole:
—También sos un Hovish, después de todo...
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