Destinos

(Relato creado para la antología benéfica «Fuera de tiesto»).

El sol entraba de lleno por el alto ventanal, y la suave brisa matutina agitaba de manera casi imperceptible las etéreas cortinas de satén morado que rozaban el piso de mármol blanco. Al fondo de la habitación, el joven príncipe se alistaba para marcharse.

El cabello blanco le caía hasta los hombros a ambos lados de su anguloso rostro y sus ojos grises mostraban un agónico desconsuelo. Siempre deseó vivir y morir dentro de las murallas de Zidangärd, la ciudadela que lo vio nacer. El reino de sus ancestros que ahora gobernaba Gellar, su hermano mayor, no solo era el hogar del pueblo élfico, sino que además se la consideraba un faro de sabiduría ancestral, el único capaz de detener con su luz la oscuridad que, desde todas direcciones, acechaba la tierra conocida.

Gizah lo observaba con los ojos húmedos y la expresión severa que siempre la ha caracterizado. Su altivez le impedía mostrar debilidad, ni siquiera en un momento tan difícil como ese, cuando estaba viendo partir a su hijo menor, quizá para siempre.

El joven Guldar no temía por su inminente destino, sino que se sentía profundamente triste. Se vestía despacio en un vano intento por postergar lo inevitable.

Miró de soslayo a la mujer que aguardaba pacientemente en una esquina del recinto y vio reprobación en su rostro. Decidió que ya no volvería a mirarla. En ese momento necesitaba el apoyo afectuoso que su progenitora era incapaz de proveerle.

El príncipe se colocó la cota de malla que Mitra le había obsequiado la noche anterior. No era lo que esperaba como regalo de despedida de su amante, sin embargo, intuía que la hechicera se había ocupado de poner su magia en aquella prenda, que se sentía tan liviana y reconfortante, como el cálido abrazo de una doncella.

Por último, se echó encima la pálida túnica con el blasón de Gellar bordado en granate y se ajustó el ancho cinturón de cuero de nuar. Observó su reflejo en la lámina de bronce bruñida que la reina madre había mandado traer desde sus aposentos.

La guerra contra los huercos los había obligado a pelear; su padre primero y todos sus hermanos después, uno tras otro habían caído y ahora le llegaba el turno. No podía deshonrar su noble estirpe. Debía defender el reino o morir en el intento. El único que estaba exento era Gellar.
Aquél daba órdenes desde la seguridad de la fortaleza, pero su sangre no se derramaría en esta guerra. En cambio, su conciencia se desgarraba con cada decisión que tomaba; cada legión que mandaba a pelear y a morir, se recargaba sobre su alma.

Tantos elfos masacrados, incluidos sus propios hermanos menores, habían hecho mella en el espíritu guerrero del soberano. Decían que ya no comía ni dormía. Decían que vagaba por las torres del castillo como un espectro. Decían…, porque hacía largo tiempo que Guldar no lo veía. El día anterior había solicitado audiencia con el único hermano que le quedaba. Quería despedirse antes de partir, pero le informaron que estaba indispuesto y no podría recibirlo.

Mientras se ajustaba la capa con un broche de cobre y nácar sobre el hombro izquierdo, su madre le extendió un pergamino.

—Te lo envía el rey. Es un honor que te haya escrito —dijo inexpresiva.

—Por supuesto, madre —respondió, pero no desenrolló la hoja. Se limitó a guardarla en el morral de gamuza que llevaba colgado del cinto.

—Veo que ya no es necesario que me quede. —Concluyó secamente y se marchó rauda, acompañada del sonido de roce de las sedas ricamente bordadas que cubrían su cuerpo y dejando tras de sí una estela de aroma a jazmín que emanaba de las pequeñas flores blancas, entretejidas en su nívea melena.

—Adiós, madre —suspiró, sabiendo que aquella que una vez le cargara en su vientre, ya estaba demasiado lejos para oírle.

Abrió el cofre que descansaba sobre la mesilla y levantó con ambas manos la espada Líbrea de su estuche de terciopelo azul. Admiró por un momento aquella hoja forjada hacía siglos por los maestros antiguos. Observó el exquisito marfil tallado del puño, con gemas preciosas engarzadas, rojas como la sangre, e imaginó la suya propia derramada y su cuerpo olvidado tras la contienda, muy lejos de su hogar.

Este pensamiento lo perturbó y sacudió su cabeza para alejarlo. Colocó el acero en la vaina que pendía de su cintura y observó por última vez su reflejo. Abandonó la recámara hacia el patio, donde los cuernos llamaban a aprestarse para la partida. Allí lo esperaban sus hombres, sobrevivientes de una guerra que ya llevaba demasiadas batallas.

El príncipe traspasó la puerta y salió a la galería que rodeaba el patio. Desde allí podía ver a sus generales montados en sus feroces úrsidos de guerra, aguardando por su comandante. A su orden romperían filas y cada uno se dirigiría a la delantera de su legión y de allí, lo seguirían más allá de la muerte, de ser necesario.

Estaba por cruzar la última arcada del corredor, cuando una mano se posó sobre su hombro obligándolo a detenerse.

—¡Genur! —exclamó sorprendido y tras un instante se fundió en un fuerte abrazo con el gran mago.

—Escúchame —susurró el hechicero en su oído, sin soltarlo—, no debes partir con tu ejército. Dales las órdenes que esperan, pero tú dirígete hacia el cañón de Zetrof, allí donde se pierde la luz del día y no penetra el resplandor de la noche.

Guldar se desprendió del abrazo de quien fuera como un abuelo para él y lo miró consternado.

—Nunca abandonaría a mis hombres. Sé que quieres protegerme, pero por favor, no me pidas que deshonre mi estirpe, rehuyendo la batalla.

El viejo le apoyó la mano en el hombro, y con la voz quebrada, le respondió:
—Tu pueblo se extingue, es inevitable. Tu muerte no detendrá la guerra. Los elfos seguirán pereciendo hasta que ya no quede ninguno. Está escrito en los cielos y me lo han confirmado las runas…

Guldar se sorprendió, pero enseguida su ceño se frunció.

—Si conocías el designio del destino, te diría que has tardado demasiado tiempo en revelarlo.

El mago dejó caer sus hombros, abatido. El largo cabello, alguna vez rojizo, se mezclaba con la generosa barba, ambos ahora blancos. Su postura y expresión dejaron ver al anciano débil y cansado en el que se había convertido. El príncipe se arrepintió de sus duras palabras y sintió compasión por el viejo hechicero.

—¿Qué más hubiera querido que poder salvar a tu padre y tus hermanos? ¿Evitar el derramamiento de tanta sangre élfica? Pero no había modo de impedir la matanza porque no hay forma de burlar el destino. Sin embargo, aún puedes salvar a tu pueblo de la muerte. Trascender es la única manera.

El joven elfo no entendió lo que quería decirle, pero el gran mago nunca se equivocaba, así que asintió resignado y escuchó con atención lo que el maestro de las artes mágicas tenía para decirle. Cuando terminó de hablar, le entregó un pergamino lacrado y un pequeño envoltorio de cuero, que el príncipe guardó en su morral, junto a la misiva del rey.

—No lo abras hasta que llegues al cañón. Allí encontrarás la clave para salvar a tu gente del olvido. Te espera un gran desafío… —y como si hiciera un gran esfuerzo para decirlo, acabó—: sé que tú serás capaz de enfrentarlo.

La despedida fue sentida y tras ella el muchacho se alejó, entre el orgullo y el espanto, hacia la misión que tenía por delante. Se paró frente a sus generales y les dio la orden de marchar contra el enemigo, los caminos que debían tomar y los lugares a evitar todo ello, siguiendo las instrucciones que le había dado Genur, pero sin revelarles que conocía el resultado de la guerra. Era mejor así.

Sus hombres no dudaron y partieron enseguida al galope, incitando sus feroces monturas con silbidos. Tenían sus órdenes y un largo camino hasta el campo de batalla. Los vio alejarse. Todos iban a perecer, pero no por eso iban a rendirse. Por el contrario, enfrentarían a la muerte mirándola a los ojos y de pie, jamás de rodillas.

Sin pérdida de tiempo montó su fiel úrsido de pelaje plateado y negra armadura esmaltada. El animal, lo recibió con un suave gruñido. Lo llamaba Zibbah; tenía siete años y mil doscientos kilos de peso. Lo había criado desde osezno y su mirada evocaba a la de un perro-lobo, pero su tamaño era imponente y estaba armado con enormes garras y descomunales fauces. La bestia amagó a seguir a sus compañeros, pero Guldar le tiró de las riendas y lo obligó a dar la vuelta para salir hacia el lado opuesto.

***

La travesía les llevó semanas. Cada día Guldar imaginaba los enfrentamientos y a sus legiones muriendo. Varias veces estuvo a punto de renunciar a su misión y regresar para unirse a sus hombres. Se sentía un cobarde por no derramar su sangre junto con su ejército. Pero cuando lo invadían esos pensamientos, las palabras de Genur resonaban en su mente y lo mantenían en camino. Tenía una misión que estaba por encima de su propia vida: la trascendencia de su pueblo.

«¡Regresa, por favor!», Mitra lloraba y suplicaba. Guldar se despertó sobresaltado. El mismo sueño se había repetido todas las noches. Pronto amanecería, el resplandor del sol se perfilaba en el horizonte. Se sentó apoyándose en el mullido vientre del úrsido que aún dormía profundamente, y dejó que su respiración acompasada lo acunara. Sacó los pergaminos que llevaba en la bolsa.

Las dos cartas quemaban en sus manos, implorando por ser leídas. Había prometido a Genur que no abriría la suya hasta que llegara al lugar indicado y aún faltaba un día de camino. Así que volvió a introducirla con cuidado en su morral.

Tomó el escrito de Gellar y le hizo saltar el lacre con la navaja que escondía en su bota. Muy despacio desenrolló la crujiente hoja, reseca por el agobiante calor de las últimas jornadas y se dispuso a leer el mensaje del rey:

«Hermano, no he tenido el valor de despedirme. Partes y ya no volveremos a vernos. El destino ha hablado, pero puede ser interpretado de diferentes formas. Gellar».

Guldar volteó el pergamino para comprobar que no había más y lo enrolló confuso y desilusionado. Esperaba alguna palabra sentida del rey. Pero en lugar de ello, encontró aquellas frases que parecían más dirigidas hacia sí mismo, que a su hermano menor. Quizá era cierto lo que decían: tanta responsabilidad y tanta pérdida, le habían llevado a la locura.

Se levantó; no podría volver a dormirse por lo que alistó todo para partir; ya no quedaba tiempo que perder. Zibbah rezongó cuando lo despertó. La noche les había sido corta, pero enseguida se pusieron en marcha, abandonando las provisiones que les quedaban. Solo se llevaron uno de los odres, que al salir de Zidangärd rebosaba del mejor vino del reino, pero que ahora solo contenía un poco de agua.

Pasado el mediodía lograron salir del desierto Rojo, el último obstáculo que los separaba del cañón de Zetrof.
Para el anochecer lo divisaron. Si se levantaban muy temprano, arribarían para el mediodía del día siguiente. Esa noche casi no durmieron. Guldar no podía dejar de pensar con qué se encontraría al llegar. Afilaba la hoja de su espada, aunque ésta no necesitaba ser afilada. Zibbah, dormitaba intranquilo y gruñía de a ratos.

Con las primeras luces iniciaron la marcha y, como había previsto, llegaron a la entrada del cañón cuando el sol estaba en lo más alto del cielo. Pararon bajo una saliente de roca que les protegía del inclemente calor y Guldar supo que había llegado el momento. Sacó con cuidado el pergamino de Genur y, tras reunir el valor suficiente, lo abrió rompiendo el lacre.

«Guldar:
Está escrito en las estrellas que el último sobreviviente de siete príncipes del linaje reinante de los Elfos, será el único capaz de salvar a su pueblo del olvido.
El rey decidió que fueras tú quien cumpliera esta misión de acuerdo con la profecía. No ha sido capaz de verte por última vez, porque no quería que cargaras con su muerte, ni mucho menos, manchar sus manos con tu sangre.
Siento no haberte contado la verdad, pero sé que no habrías aceptado. Gellar fue quien lo dispuso de esta manera. Para cuando leas esto el rey ya estará muerto. Esa ha sido su última voluntad. Ahora depende de ti.
Cuando llegues al lugar indicado lo sabrás porque en medio las tinieblas, hallarás una luz brotando de la roca como un manantial. Rocía la mezcla que te he dado en el líquido refulgente y un portal se abrirá ante ti.
Con valor debes traspasarlo y te encontrarás en un nuevo mundo, uno donde nuestra leyenda se perpetuará. Busca al escriba, sólo él podrá verte. Él sabrá qué hacer.
Que los ancestros te acompañen.
Genur».

Guldar cayó de rodillas. No podía creer lo que decía la carta. ¿Su hermano se había quitado la vida para que él viviera?, ¿y en vez de regresar y tomar su lugar como legítimo heredero del trono para guiar a su pueblo, debía abandonarlos a todos a merced de la muerte y marcharse hacia otro mundo? Era inconcebible.

Sintió que las fuerzas lo abandonaban y se derrumbó al suelo. El llanto no le dejaba ver con claridad. Su cuerpo entero se sacudía, convulsionado por el pánico y la desesperanza. En su mente se sucedían imágenes de su niñez, jugando con sus hermanos; de Mitra, cuando lo amaba sin condiciones; de Genur, su viejo maestro y amigo...

En eso, una cálida caricia lo trajo de vuelta al presente. Zibbah no entendía qué le sucedía, pero intentaba darle consuelo a lengüetazos. El príncipe abrazó a su fiel compañero y lloró hasta que no le quedaron lágrimas.

Anochecía cuando el joven Guldar sintió que ya era hora. Se puso de pie y liberó a Zibbah, quitándole el arnés y la montura. No podía llevarlo a donde iba. El gigantesco úrsido dio un gruñido lastimero tras ordenarle que se marchara.

Ya nada lo retenía. Se internó en el cañón y caminó hasta entrada la noche, cuando en medio de la absoluta oscuridad distinguió el fulgor del manantial de luz. Roció el polvo contenido en el saco de cuero que le diera Genur y tal como le indicara, un portal se abrió ante sus ojos.

Reunió valor y lo atravesó. Del otro lado se encontró con un bosque de extraños árboles y animales nunca vistos. Vagó un rato hasta que halló a un hombre sentado sobre una raíz. Tenía papeles en su regazo y una pluma en la mano.

—¿Eres el escriba? —preguntó—. Si puedes verme, es tu destino inmortalizar a mi pueblo.

El hombre lo miró como si nunca hubiera visto algo tan bello.

—Soy escritor... —le contestó—, y con gusto narraré la historia de tu gente... Puedes llamarme Tolkien.

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