VII.

El día en que mi abuelo decidió venir a Caracas, fue el día más lluvioso del año.

De los llanos, Cojedes específicamente, mi abuelo era el menor de cinco hermanos. Sin posibilidades de acceder a los estudios universitarios, destinado a una vida trabajando en el campo, su mente deseaba alcanzar alturas que sus números no correspondían. El intento de sus padres por hacerle entender su futuro, los sueños que nunca tocarían sus manos, lo volvieron un adolescente arisco que paseaba por las noches para evitar interaccionar con sus parientes.

Usando de guía una vieja lámpara de petróleo, apestosa y de consumición veloz, la mirada de mi abuelo, Pedro, luchaba contra la maraña gruesa de la noche del llano. Igual a un cobertor con demasiada trayectoria, la negrura cubría los cuerpos de los caminantes con hilos impenetrables. Apenas unos centímetros del camino lograba iluminar la diminuta flama, engullidos los haces de luz antes de completar su nacimiento. Si la memoria hubiera fallado en algún momento, mi abuelo se habría tropezado con alguno de los árboles, arbustos o piedras de la carretera terrosa. Tantas horas pasadas en medio del diluvio de sus pensamientos, solitario entre los cantos de los grillos y el croar de las ranas.

Quizás, por mera costumbre, es que no pareció sentirse atrapado en el aislamiento de las noches sin estrellas. Tranquilo era, más bien, su estado de ánimo. El calor previo a la lluvia, ese asfixiante momento sin viento, aún no producía transpiración alguna en su cuerpo. El cansancio llegaría más tarde, cuando la lámpara de petróleo estuviera pronta a extinguirse. Ni una sola gota de alcohol aún se encontraba en su sistema, demasiado ocupado por preocupaciones del futuro como para dar un trago con los compadres del campo, allá en la hora de descanso tras una jornada de trabajo.

Por ello es que el abuelo Pedro me asegura que no se imaginó lo que allí vio, entre las raíces de un gran araguaney marchito. Imagínate la luz que habría alrededor del árbol, Mat, que el abuelo recuerda la manera en que las marcas de la madera formaban un rostro.

Sobre, junto y dentro del mismísimo tronco, se arremolinaban esferas y esferas de un azul que variaba desde el tono pálido de las habitaciones de niños hasta el intenso color de los uniformes de los artilleros. Como una fábula o la ilustración hecha para un cuento infantil, la planta relucía con las emanaciones de esos círculos llenos de energía.

El abuelo dice que levantó la lámpara y no sintió miedo, pero yo creo que me está cayendo a coba. Hasta el más cristiano de los hombres se caga los pantalones si el Diablo le tienta. Un pobre campesino de quince años no va a ver ánimas, o espíritus, y acercarse con los interiores muy limpios. Al menos una presión en la vejiga sintió.

Lo que sí no cambia es que se acercó a la tierra seca, agrietada, y colocó sus zapatos recién quitados. Marcó bien el sitio, asegurándose de poder ver la señal desde el camino. Quien viera eso en la mañana pensaría que alguien estaba echando una buena siesta. Mi abuelo sacudió sus pantalones, tomó de nuevo la lámpara de petróleo y se marchó.

Aunque quise sacarle detalles de las esferas, no deseó comentarme nada más que una advertencia, como si yo fuera a acercarme a algo flotante sin precaución. ¿Sabes qué? Ahora que lo pienso, tiene razón, me habría acercado a tocar las bolas de energía, a ver si estallaban.

Aquello que sí me permitió saber fue la manera en la que regresó, a la mañana siguiente. Sin despedirse ni tomar el desayuno acostumbrado, mi abuelo se marchó de casa con la vieja bicicleta de uno de sus primos ya adultos, una mochila vieja con un par de cambios de ropa, dinero apenas suficiente para llegar a la ciudad y un atado de queso, carne, cebollas y casabe. La pala, un machete y navaja se las tomó prestadas a su padre del cobertizo de herramientas.

La sombra de las nubes oscurecía lo que habría sido una mañana amarilla. El verdor de los campos preñados de futuras generaciones de maíz, así como de otros cultivos, aliviaba los nervios a medida que retomaba sus pasos nocturnos. El aroma a lluvia lo alcanzó justo cuando dejaba caer la bicicleta junto al árbol. Las primeras gotas empezaron a caer cuando guardaba las viejas alpargatas en la mochila.

Lo que más recuerda mi abuelo no es el golpe de la pala contra el cofre, el sonido de las morocotas entre sus dedos o el intenso impacto de la lluvia contra su espalda. En la memoria del abuelo permanece la tierra húmeda, fértil entre sus dedos, el perfume de los nuevos retoños que surgían entre la maleza y el cadáver de su madre. Recuerda bien sus propias lágrimas calientes, inconfundible entre los ríos de agua que recorrían su rostro.

Pedro nunca volvió por esas tierras. Sus familiares cercanos recibieron dinero, la parte que les correspondía del entierro que había salvado el futuro de su hijo más pequeño.

Aníbal terminó la narración acariciándose la barbilla partida, de ese modo que imitaba a las películas antiguas. El gesto ridículo, incluso inapropiado, nos hizo intercambiar una mirada a los dos oyentes. Si algo no me impresionaba nunca, eso eran los intentos de Aníbal por ser gracioso.

Un silencio se formó entre los tres y, sin comentar nada de la historia de mi hermano, comencé a narrar la siguiente memoria bajo el auspicio de su ceño fruncido.

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