VI.
La historia comienza con un sencillo hombre con un trabajo no tan sencillo.
Gaspar era un taxista especialista en las carreras Caracas - La Guaira. A veces hacía cuatro o cinco diarias, once o doce en los mejores días. Las idas y venidas en la carretera cubrían todos los días de su existencia, sólo unas cuantas paradas para almorzar interrumpían la continuidad de su trabajo. Los descansos que tomaban eran obligados por su esposa e hija, ya que éstas comprendían la necesidad de recrearse, dormir y desviar sus mentes de las mismas actividades que llenaban su tiempo laboral.
Sin embargo, Gaspar era un hombre de gran corazón. Pese a ser adicto al trabajo, la dulzura de su familia le había vuelto un hombre precavido y de comprensión por otros. El apoyo constante de su mujer, la vitalidad de su hija, hacían ligero y dinámico el diminuto rancho que compartían.
Por ello, esa mañana de poco trabajo y movimiento, Gaspar se detuvo a un lado de la carretera. Pasó un trapo manchado de grasa por su rostro mientras observaba afuera. Desde el camino, una figura completamente vestida de blanco le llamó la atención suficiente para arriesgarse. Ahora, junto a ella, apretó el botón maestro para bajar el vidrio de la ventana del conductor. El caliente estado de afuera le sofocó por unos instantes. El calor de ese día era de los peores tipos que contiene el trópico, invasivo como manos lujuriosas, pegajoso como el jugo de los mangos. Estar bajo el sol demasiado tiempo, como pensaba había estado la figura, era peligroso para cualquier persona no acostumbrada a ello. Las montañas eran las únicas frescas, alrededor de la carretera, con su verdor lleno de energía y esperanza.
—Oiga, usted, ¿le gustaría que le lleve? —llamó, su voz gruesa como una tormenta, fuerte como la madera. Su rostro oscuro frunció el ceño un instante cuando la figura se inclinó a la ventana, manos delgadas, de uñas bien cortadas, se posaron con cuidado en la puerta.
Un velo de diseño cuidadoso enmarcaba la sonrisa de una novia. La cara que adivinaba tras la tela era muy blanca, en forma de corazón. Unos ojos grandes bien pintados, una boca delicada remarcada en rosado. El cabello negro en un tocado era el único detalle que la tela no cubría por completo, que no dejaba en lo oculto tras sus largos diseños.
Gaspar tragó. Podía adivinar la frescura de la inocencia tras el velo, la calidez de ese espíritu hoy dando un nuevo paso. Ni que decir que su extrañeza, y alarma, iba en aumento a medida que comprendía la situación de la joven novia. Una oleada de calor cruzó su cuerpo al imaginar a su propia hija experimentado algo parecido, la indignación del instante revolviéndole el estómago y apretándole la garganta.
«¿Qué clase de hombre deja a su hija sola en medio de la carretera?». A esa altura no se encontraban los pequeños ranchos de los pueblos creados a lo largo de los años, tampoco paradas de bus o de taxis. La chica debía haber andado ya un buen trecho, pese a su aparente frescura.
Abrió la puerta del vehículo antes que ella dijera nada, indicándole con suavidad que se apartara para no golpearla.
—Te llevaré a dónde desees. No tengo nada qué hacer —comentó con la brusquedad usual de los hombres sensibles en un momento de bochorno. Esperó a que la chica se introdujera en el vehículo, le pidió que se colocara el cinturón de seguridad y encendió la radio.
Al volver a la carretera, la mujer al fin abrió la boca. El ronroneo del motor, la agradable temperatura del aire acondicionado quizás fue un impulso adecuado para disponerse a abusar de la dulzura de su conductor.
—Me llamo María Cardenas. Voy a Playa los Ángeles, allí me casaré con mi novio.—Se presentó con una voz tranquila. El aroma a jazmines llenaba el suave interior del carro, la paz en su mirada agradaba a Gaspar quien, en las pocas vistas que daba de reojo, no podía evitar prendarse de la belleza pura de la delicada dama.
Quizás por ello, nuestro noble taxista se dispuso a hablar de su mujer y su hija. Comentaba con su vocabulario callejero, menos las groserías para no ofender a su pasajera, las cotidianidades de la vida simple de un trabajador independiente. Como su niña era la luz de sus ojos, que pronto iría a la universidad o se iría del país, si podía. Luego, retomó a la vitalidad de su madre y los problemas que sufrió antes de morir por una caída de su rancho. El tiempo pasó volando y pronto pasaron el último túnel, antes de llegar como tal al Estado Vargas.
Sin embargo, a la altura de la carretera donde ya se divisa el mar, la animada conversación de la radio se transformó en una oleada de estática. El frío de la ventilación se agudizó y los sonidos de la costa fueron sustituidos por un silencio pulsante igual a un corazón enmudecido. Gaspar apartó la mirada de la carretera, el brazo blanco de María Cardenas estaba levantado en horizontal, su dedo índice recto en un punto específico de la cadena de montañas.
—Allí me maté.
Gottfried calló. Una sonrisa de niño infantil curvaba sus labios, mientras que sus manos se ocultaban en sus bolsillos. El frío de la noche parecía estar haciendo mella en él o, y eso era mi temor, solo estaba fingiendo para esconderse mejor de nuestras mentes ya drenadas de energía.
—¿Ya? ¿Y qué pasó después? —rezongó Aníbal, uno de sus pies chocando el suelo con tal energía que un pequeño puñado de tierra se dispersó—. Matthew y usted cortan en las partes más interesantes. Lo hacen a propósito, ¿verdad?
Gottfried negó. Abrió las manos frente a su pecho.
—A veces las mejores historias terminan justo donde deben. ¿Qué le habrá sucedido a Gaspar? ¿Habrá chocado y muerto como otros ante la Novia fantasma? ¿O se salvó y el único recuerdo del encuentro es un ramo de jazmines, justo en el asiento de la Novia? —Dio dos golpes a su sien con su dedo índice derecho— Pensar un poco tras una historia nunca viene mal.
Aníbal suspiró.
—Se me pararon hasta los pelos del culo y usted me cortó la nota. Coño.
Con un ligero movimiento de su cabeza, nuestras miradas se encontraron. Sonrió.
—Pues, yo voto por mi historia. Y Matthew seguro vota por la mía.—Asentí sin dudarlo. La historia de Aníbal me había gustado mucho más, aunque la de Gottfried también fue muy buena. En otras circunstancias, quizás hubiera votado por ella.
Gottfried no pareció ofendido. Admitió su derrota con una mirada al fuego, mas luego sonrió y señaló a Aníbal.
—Comienza tú, entonces, esta ronda. —Soltó un gruñido mientras se movía en su tronco. El quejido de sus huesos llegó a mí y me llenó de un frío de enfermedad—. Será la última. Me gustaría poder descansar.
«Y a mí», pensé al sentir la pesadez de mis párpados, deseando con todas mis fuerzas que nuestras dos historias finales lograran espantar al hombre de los ojos y colmillos de infierno.
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