V.
A diferencia de la aburrida historia de Matthew, la mía está llena de acción y misterio de las leyendas urbanas. No me ocurrió a mí, sino a una amiga muy cercana, poco imaginativa para los embustes y más culillua de lo que es sano. Después de esta experiencia, sale es cuando alguien puede llevarla a la casa y de noche casi ni viene. Se ha vuelto una ladilla.
Pero ya, para no aburrir a nuestro cordial invitado, colocaré el contexto facilito.
Era una noche de verano, más o menos por Junio, poco después de las once de la noche. Completamente oscuro, la cantidad de personas en el metro daba la ilusión de que todavía andaban por las calles con total libertad. El aroma a orine, gases, calor y sudor corporal se mezclaba con total sutileza en el vagón donde Berenice escuchaba la conversación de sus amigos. El ronroneo de las palabras, la única esencia del ambiente y los gritos del vendedor ambulante —«¡Samba a mil quinientos!»— adormecían sus sentidos. El frío del aire acondicionado estaba disuelto en la masa de cuerpos, mas, aún, no se deslizaba la primera gota de sudor a su frente. Se apoyaba de la puerta que no abriría hasta en unas cinco estaciones más. Iban apenas por Nuevo Circo.
Berenice bostezó. Me contó que no se dio cuenta cuando se bajó del vagón, en pos de sus amigos que vivían cerca de la Plaza Bolívar. Ya saben, detrás del edificio de la Asamblea Nacional. Estaba en estado automático, siguiéndoles por las calles sucias de Teatros, sin prestar atención a los transeúntes que con ella se movían. El calor era peor en la calle, introduciéndose bajo las telas de su camiseta y entre los pliegos del cuero de sus botas cortas, a la búsqueda de aferrar una última vez a su presa antes de darle paso al alivio de la madrugada.
Sin embargo, claro está, Berenice es como cualquiera de nosotros, habitantes de la segunda ciudad más peligrosa del mundo. Tiene un sexto, séptimo y octavo sentido que nunca duerme. Atención a cualquier choro, búsqueda de salidas de emergencia en caso de verse atrapada en una situación peligrosa y, en especial, un sentido de orientación para no perder de vista a los compañeros de camino, no importa que tan lejos estemos uno del otro.
La mayoría de los negocios se hallaban cerrados a esa hora, solo los de clientela «especial» todavía no habían comenzado el proceso de cerrado de caja. Algunos mendigos revisaban las basuras de los pocos restaurantes de la zona, los pocos pensionados de la hora ya estaban marchándose con su usual poca urgencia a dirigirse a cualquier parte. Las zonas llenas de sombras, edificios y pasillos llenos de mugre, ocultaban seres en intercambios de los que ella preferiría desentenderse.
No podía estar a más de diez metros de distancia de sus compañeros. Las pocas farolas de la calle resplandecían contra las cabelleras grasosas de los chicos, el sonido de sus pasos resonando en los adoquines que habían quedado en las viejas calles cercanas a la Catedral, como único vestigio de la época en la que Bolívar todavía andaba por estas calles. El calor no había calmado su ataque de modo perceptible, o quizás fuera su corazón en exceso agotado por la alerta siempre arriba que significaba caminar a esas horas.
Quizás por ello se fue quedando atrás, con los presentimientos aflorando a su alrededor. Sin duda le pasó por la cabeza volver al metro, refugiarse en la cárcel ligeramente más segura de un vehículo subterráneo. Mas, a su vez pensaba que pronto llegarían a la casa de uno de ellos y podría quedarse a dormir. Se iría nada más amaneciera, volvería a casa calmada y renovada, en vez de estar dando tumbos por allí.
Suspiró al vislumbrar la imponente apariencia de la Catedral de Caracas. El cuerpo completamente blanco parecía refulgir y quintuplicar su tamaño. La monstruosidad del momento la hizo estremecerse. Nunca se había dado cuenta de lo horrorosa que podía a ser la estructura. Con dificultad arrancó su atención de las formas pálidas como la luna de verano. El silencio que la envolvía era tan ajeno a Caracas que, por un instante, puedo aspirar los perfumes de antaño y observar la sombra de carruajes tirados por caballos.
Sus brazos temblaron. El frío de la boca de su estómago se expandió hasta su rostro, ahora como hielo en una tormenta. Una carcajada juvenil resonó justo a unos metros de ella. Las figuras de sus amigos estaban fumando frente a la Catedral, la plaza refrescándoles con sus grandes árboles decorando el lugar.
Sin embargo, no se acercó. Algo le pidió detenerse en las escaleras de la plaza, entre las tinieblas. El sitio estaba vacío, toda la calle y los bancos del parque. Solo estaban ellos tres.
—Buenas noches, caballeros.
Bueno, ellos cuatro.
Berenice rascó sus ojos. No, no era un sueño.
El hombre aparecido de las sombras era bajo. Enano, se podría decir. Un sombrero de ala ancha. Negro igual a su traje. Muy parecido al de usted, señor Gottfried. De su rostro no me contó detalles, mas sí me comentó que era una persona aterradora. Al menos, a ella le produjo tal sensación de pánico que se refugió de nuevo en su sitio, sin animarse a salir a saludar o a preguntar quién era.
Los siguientes eventos pasaron muy rápidos. Ella no pareció darse cuenta de lo que ocurría en un momento. Sin embargo, su mirada conserva parte de los sentimientos que debieron aflorar en esos momentos. Ya no brillan como antes. Una parte murió allí.
—Necesito algo de fuego, caballeros. Si no es mucha molestia. —Un fruncido alegre de sus labios no aumentó su cordialidad. Por el contrario, Berenice me cuenta que sus dedos empezaron a sudar, su estómago empezó a doler como si alguien le golpeara repetidas veces. Casi no podía respirar, menos gritar en advertencia cuando uno de sus amigos exclamó «¡claro, pana!» y encendió la llama en dirección al cigarro.
Su otro amigo gritó un instante luego, en cuanto el fuego iluminó el rostro del enano. Los oídos de Berenice percibieron el golpe sordo de un cuerpo al caer, sus ojos se mantuvieron en la figura ya no tan pequeña. Los dientes eran colmillos, el rostro horroroso del enano amorfo en impulsos infernales.
—Gracias por el fuego, amigo. Ahora, ¿quieres ir conmigo a un lugar donde sí hay fuego de verdad? —susurró en un tono tan alto, o quizás tan terrible, que Berenice escuchó tan cerca como si le hablaran junto al oído.
Una risa aguda y ronca, grave y suave, empezó a salir del enano. Sus extremidades, torso y rostro empezó a estirarse, alejándose cada vez más de su punto original. Crecía, crecía y crecía hasta que su nariz tocó la punta de la Catedral y, en sus ojos, Berenice habría encontrado una piscina en la cual nadar.
Berenice no supo más de sus dos amigos, ya que corrió hasta su casa esa noche y no ha respondido las preguntas sobre la desaparición de ambos, al menos, no hasta que yo le pedí que me contara la historia de su desaparición.
Aníbal sonrió al acabar su relato.
—Las historias de antaño siempre me llenan de alegría. —Gottfried sonrió y, antes de que yo pudiera hablar o comentar sobre la historia, él empezó la suya.
Suspiré. Nadie me hacía el menor caso.
Glossarius Venezolanus
Choro: ladrón, ratero.
Culillua: Temerosa, que se asusta con facilidad.
Ladilla: molesta, fastidiosa.
Pana: Amigo, compañero.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top