IX

Era este un simple doctor, con aspiraciones normales de trascender. Porque, ¿quién en un momento no sueña con la gloria? En la juventud, los momentos de regocijo, de eternidad, son sinónimos de la sangre caliente que invade los segundos de encanto. Sí, incluso nuestro espectro, en las noches frías de la lejana Alemania, adquiría alas de esperanza para alcanzar la meta final de una sublime eternidad.

Por esa inocencia tan típica, quizás podamos perdonarle la ligera arrogancia de sus acciones, de creerse el descubridor de un nuevo medicamento. Una sustancia que requeriría pruebas, muchísimas más de las que podrían ser soportables en ese pueblo, esa ciudad en crecimiento, que era Halberstadt.

Venezuela, en específico el litoral varguense del Ávila, era un sitio más apropiado para los sueños de conquista del joven médico alemán. El amor a la ciencia, a la caridad y la medicina, así como a la preservación, serían sus principales impulsores al tomar a esposa, niñas y todo aquello que poseía, para instalarse en lo que luego sería suyo, las tierras de la Hacienda Buena Vista. Igual que a tu abuelo, Matthew, la belleza particular de estos riscos le enamoraron. Su clima, su aislamiento, la flora y fauna tan pacíficas, con ese toque de rebeldía del trópico, que le sedujo como una deliciosa doncella en paños menores.

Sin embargo, nuestro joven médico no era un siniestro hombre, como dice la leyenda. Ah, las gentes humildes de las costas de Macuto se alegraban al encontrarse con él en los caminos llenos de arena. El médico era amable, caritativo, siempre luchando contra los estragos de las enfermedades que serían erradicadas muchas décadas después de su llegada en 1845. Una consulta era pagada con agradecimientos, las medicinas con alguna comida más adelante servida, con un favor que el viejo médico insistía en rechazar, hasta que las peticiones de su interlocutor se volvían hasta amenazantes.

Su obsesión era la preservación de los cadáveres, pero su impulso era la salud de sus pacientes. Por eso, pese a los impulsos que cualquier otro loco habría seguido, se limitaba a recoletar los cuerpos de los fallecidos sin familia ni posibilidades de Santa Sepultura, a coger sus fieles burros y a su esclavo personal, para, luego, cargarlos a su laboratorio personal dentro de los preciosos límites de su finca.

Con extremo cuidado, delicadeza, depositaba los cuerpos en una de las planchas de hierro que había mandado a hacer especialmente para ello. Y, auspiciado por el fiel esclavo, probaba con cuidado las sustancias que serían, una a una, desechadas al mostrar su clara inefectividad.

Alguna cabeza cayó, algunos brazos se pudrieron pero, tras muchas décadas, lo logró. Nuestro viejo doctor, ya no tan joven, tenía a su alcance la fórmula para embalsamar cuerpos sin extraer los órganos. Una simple inyección bastaba para mantener íntegro lo que habría de desintegrarse en unas pocas semanas.

Su hija y nuero, su hermano, sus asistentes, e incluso él, pronto fueron llenando la hacienda con su propias momias, habitantes eternos de la Hacienda y del Ávila.

Por supuesto, muchos escucharon lo que el Monstruo del Ávila había logrado alcanzar. Codiciosos, volcaron sus ojos envidiosos y mentes incapaces en un plan. Entonces, a la muerte del doctor y de la desaparición de la asistente, destrozaron el lugar en la búsqueda de la sustancia, robaron las momias y arrasaron con los objetos que pudieron tomar.

El tiempo hizo el resto, la selva volvió a tomar posesión de lo que le pertenecía. Los ladrones, vagabundos y el descuido de los propios caraqueños, incapaces de cuidar un símbolo de su propia herencia cultural, consumió la hacienda hasta que solo quedaron trozos de los cuartos, de todo aquello que alguna vez fue bueno.

—Si ya he perdido todo, Matthew, ¿por qué has de llamarme Belcebú? —La sombra de un hombre nos hablaba, de grandes ojos encendidos en un fuego eterno. El silencio envolvía el canto de los grillos, ausentes en el momento que el doctor estiraba su mano a mí—. GottfriedKnoche es, después de todo, mi nombre.

A medida que se acercaba, los cambios iban sucediendo uno tras otro en la figura del buen señor. Las ropas tan limpias empezaron a separarse en diminutos agujeros, los hilillos se volvían polvo mientras que la carne, anciana pero presente, se disolvía en trozos que iban cayendo entre los restos de la fogata. 

El grito que salió de mis labios, cuando el cuerpo de la momia se abalanzó sobre mí, fue consumido por el golpe de inconsciencia del corazón lleno de espanto.

De las siguientes horas recuerdo muy poco.

La sensación de rocío en mi piel, el calor del amanecer, la luz naranja penetrando entre las hojas de los árboles con tonos verdosos. Momentos insignificantes que Aníbal me diría eran los más ridículos.

Me contaría que él se quedó dormido antes de que Gottfried terminara su historia. Al despertar, me encontró tirado en medio de ramas y hojas secas, como si alguien me hubiera cobijado del frío de la noche. Sin embargo, yo no respondía a las sacudidas y, por dolorosos instantes, pensó que me había muerto por la exposición.

Cuando al fin desperté, tras varios minutos siendo calentado por un nuevo fuego y una manta térmica, soltaba incoherencias sobre haber cometido un error de juicio, entre lloros y disculpas a un hombre llamado Knoche, del cuál Aníbal nunca había escuchado.

—Se té salió lo gay, espero que sea un buen chico. —Intentó aligerar Aníbal, como si la experiencia no le hubiera dejado tan aterrado como a mí.

La botella en mi bolso había desaparecido, así como cualquier signo de la presencia de Gottfried. Por ello decidimos, para evitarnos más inconvenientes, no hablar de esto a mi abuelo. Muchas aventuras habíamos tenido para nuestra última vez en el Ávila, antes de irnos del país por nuevos horizontes.

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