III.

Juan Hilario era un chico más o menos de su edad, en una época donde los niños de quince años ya tenían dos hijos, trabajo y una casa que mantener. Momentos de relajación sencilla como esta, entre buena compañía y una montaña llena de misterios, eran casi un mito. La belleza de la vida se perdía entre estrictas costumbres, cirios de las horas en misa y fiestas de largas horas nocturnas, donde el bailar y beber estaban a la hora del día.

Nuestro personaje era como tu padre, Aníbal. Originario de Portuguesa, entre los suaves sonidos del llano, la actividad febril de la ganadería y el flujo continúo de las aguas claras de los ríos, Juan Hilario creció como un sencillo trabajador más de los pueblos. Su afición y entretenimiento principal eran las mujeres, el alcohol y una pista de baile donde pudiera prestarse a moverse hasta caer. Esperaba la caída del sol para dirigirse a las celebraciones, sin importar si el muerto era propio o no, como quien dice.

En una de esas estaba cuando se enteró que en una finca cercana se encendería una celebración. Su boca salivó y sus ojos brillaron al comprender las promesas de diversión sin igual que esa invitación prometía. Era Mayo, con sus calores de tormenta y sus luces de relámpagos que anunciaban encuentros no tan afortunados. En el llano, esa inmensidad que en la noche se combina con la mar negra del cielo, hay tantos misterios como en las calles más famosas de Europa.

Los que venimos del continente Viejo lo sabemos, que en cualquier parte hay apariciones y espectros propios, ya que donde hubo humanos, siempre quedan residuos de maldad.

Juan Hilario, sin embargo, era un ser despreocupado. Las nubes preñadas en lluvia no le preocupaban, tampoco el rumor de los rayos acercándose a su localidad a cada segundo. Sacudía el polvo de sus pantalones. El liqui liqui impecable, en algunas zonas zurcido con trozos de tela, no habría de fallarle esa noche. Arregló su sombrero llanero, acarició su bigote mientras andaba por el camino, el cacareo de alguna gallina a veces acompañando sus pasos.

«¡Eh, Juan Hilario! ¿A dónde va con tanta prisa» escuchó a sus espaldas. A unos metros de allí, justo a la entrada de la Hacienda La Gracianera, un viejo amigo le llamaba. Era el dueño de los terrenos que conformaban el amplio sitio. El supremo amo de tantas cabezas de ganado, tierra y cultivos que él, un simple jornalero, no podría imaginar.

Sin embargo, el capataz era un hombre humilde y creyente. Bien apreciado por sus trabajadores, de corazón temeroso a los designios divinos. Su rostro tostado por el duro trabajo dedicó a su amigo una gran sonrisa.

«Voy a la fiesta del compadre Tito, ¿y si te vienes conmigocontestó Juan, señalando el camino por el cuál habrían de andar.

Pese a las increíbles fiestas del celebrante, conocidas de allí a Maracaibo, el capataz se santiguó y negó con un gesto de extremo nerviosismo en sus labios temblorosos. «¿Qué no sabes, Juan Hilario, que en noches como esta sale el Silbón? Los truenos y los relámpagos anuncian su cercanía. Mejor te quedas, chico. Aguardiente, algo de carne asada y arepas son mejores compañías que un fantasma maldito».

Pero nuestro muchacho era terco como una mula mal acostumbrada. Miró a su viejo amigo y comentó con sorna, una sonrisa volviéndose carcajada cuando completó la oración.

«¿Silbón? ¡Bah! Si lo veo por allí, me aseguraré de caerle a garrotazos y mandarle tus saludos, ¡te veo por allí!».

Oídos sordos hizo nuestro héroe a las advertencias del hombre sensato. Pronto la voz del capataz se desvaneció de sus pensamientos, solo la idea de no tropezarse al andar por el camino ocupó su cabeza.

La tormenta aún no estallaba cuando estaba a punto de salir de los terrenos de la hacienda. Sin embargo, la ausencia ruido comenzaba a inquietar su espíritu osado. En un sitio tan lleno de vida como el llano, plagado de animales y caminantes, una quietud de este tipo eran mala señal.

Se detuvo un instante, arrojó una mirada sobre su hombro. En el sendero no quedaba alma. Aspiró el aire perfumado en hierba, flores, bosta y la frescura del aire limpio. El sudor que manchaba sus axilas dejó de fluir.

do, re, mi, fa, sol, la, si. El primer silbido, le cortó la respiración. Empezó a caminar.

do, re, mi, fa, sol, la, si. El segundo silbido, más lejos, aceleró su paso.

Recordaba bien la leyenda del Silbón. Un padre asesinó a la mujer de su hijo, acusándola de mujerzuela. En venganza, este asesinó a su padre en un ataque de rabia y extrajo sus entrañas. Su abuelo, al enterarse de la verdad, mandó a atar a su nieto para recibir latigazos, bañó sus heridas en aguardiente y lo soltó al campo, con dos perros hambrientos y rabiosos como toda compañía. Antes de morir, lo maldijo a llevar los huesos de su padre en un saco durante la eternidad.

También sabía, como cualquier llanero, que entre más suave escuchara el silbido, más cerca se encontraría el espectro de la víctima.

Pese a ello, su miedo se basaba más en las leyendas que en un verdadero sentimiento de creencia. En burla a su propio terror, se acercó a unos árboles cercanos al camino y llamó a sus amigos.

«¡Dejen de joderme, carajogritó al vacío detrás de los árboles. «El Silbón es embuste de viejos, coño, no me van hacer creer».

El quejido del trueno rompió la calma del llano al tiempo que un golpe en su mejilla izquierda le hizo callar.

do, re, mi, fa, sol, la, si.

El tercer silbido era apenas audible entre tormenta que se había desatado, pero, al mismo tiempo, a Juan Hilario se le pararon los pelos del cogote, como si alguien silbara justo detrás de su cabeza.

Un impulso inesperado le hizo caer en el charco a orillas del camino. Movió la cabeza en dirección al golpe, sin encontrar más nada que lluvia cayendo sin cesar, polvo transformado en lodo y la figura de los árboles recortándose en el horizonte, a cada aparición de un rayo. Su liqui liqui blanco era un amasijo de manchas oscuras, una de sus alpargatas atascada entre rocas del camino.

«¿Qué coñoexclamó en cuanto sintió otro impulso, como garrotes, cayendo sobre él.

El cuerpo de control fue arrojado por los aires, por el suelo, contra las rocas, los árboles del camino. El entumecimiento sustituyó el frío del agua. La rojez de sus venas agregó su tintura a la mezcla de marrones. Los alaridos de dolor cubrieron los golpes de Zeus en el cielo.

—...Los trabajadores del capataz terminaron yendo en su ayuda. Conocedores de su cultura, sabían que solo ladridos de perro, groserías y rezos podrían espantar al ofendido espectro quien, dejando a Juan Hilario al borde de la muerte, desapareció en forma de sombra negra en las inmensidades ilimitadas del llano venezolano.

Aníbal tenía la boca abierta en un gesto casi cómico. Sus dedos se aferraban al tronco en el que nos encontrábamos sentados, sus ojos fijos en Gottfried. Mi hermano era el propio reflejo de mi expresión, de eso estaba seguro. Las dotes de Gottfried eran indudables. Mi corazón aún no mantenía el ritmo de las imágenes de mi cerebro, de la lluvia que había llegado a sentir calando en mi ropa.

Era el ganador de la primera ronda. De eso no teníamos duda alguna.

—Bueno, Matthew. Te toca de nuevo, a ver si puedes superarte a ti mismo. Destácate. —Aníbal no me miró al decir esas palabras, sino a nuestro invitado. Al parecer, tras esta contienda, se había dado cuenta de que algo raro ocultaba.

Gottfried asintió en mi dirección y me sentí listo.

La segunda ronda daba inicio.

Si les da curiosidad cómo suena el silbido, les dejé en multimedia el vídeo.

Esta leyenda tiene diversas interpretaciones, igual que otras historias místicas de Venezuela y del mundo. Escogí mi favorita porque soy quien está escribiendo. Si conocen otra, pueden comentarla sin ningún problema.

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