II.

Esta historia me la contó la abuela Chacha, la segunda esposa de nuestro abuelo materno. Toma lugar por los edificios de El Silencio, en la plaza de la zona, un año antes de que yo naciera.

Mi padre es un hombre muy atractivo. Es de esa clase de sujeto al que las personas voltean a ver. Cabello abundante, alto, deportista de toda la vida y ojos oscuros. Sonrisa traviesa, segura. Zalamero con las damas, atrevido con los hombres. La clase de tipo a quien los demás siguen por su éxito, sus habilidades y su magnetismo.

Sin embargo, su actitud coqueta siguió hasta la edad en la que contrajo nupcias con mi madre. Pese al temperamento dulce de su nueva esposa, a su actitud inteligente y trabajadora, mi padre buscaba calor en otros sitios. Se envalentonaba al salir a bailar, a cantar o a perseguir a las mujeres que encontraba. Casadas, solteras, jóvenes, viejas, a mi padre le daba igual. Con tal de sentir la adrenalina de la conquista le bastaba.

Una actitud patética, si me preguntan. Si hubiera tenido mi edad actual en ese momento, nos habríamos caído a coñazos por cada lágrima que mi madre derramó.

No me miren así. Si alguien defiende a su madre, soy yo. Quien se mete con ella, se jodió conmigo. Le caigo a palos.
Pero me estoy desviando del tema. Iba por lo de mi padre, meses antes de mi nacimiento.

Era sábado de Semana Santa, madrugada de Domingo de Resurrección.

Las calles de la redoma yacían casi vacías. Las fiestas hacía horas habían menguado, las pocas personas bajo los faroles de la plaza compartían una cerveza, conversaban en voz baja o dormían enfiebrados en alcohol. El resto del ambiente mantenía un silencio reverencial a las celebraciones, una espera atenta a las horas que quedaban por venir. En un país católico como el nuestro, estar fuera a esas horas era una transgresión mayor.

Sin embargo, las gentes que por allí andaban no parecían interesadas en el tamaño de su ofensa. Sé que mi padre no, al menos. Su crianza ortodoxa había sido tan efectiva como vaciar el mar con una cubeta. Ese Domingo de Resurrección, mi padre era un pecador bajo y calumniador, arrastrándose por los pasillos del mercado de El Silencio.

Nariz roja, ojos inyectados en sangre, así mi padre vio a la dama del sayo blanco. Justo antes de la esquina que dobla, ahora, a la estación Capuccinos, la larga cabellera negra atrajo su atención. Brillaba radiante contra las luces de los faroles, caía sobre hombros de extrema delicadeza.

Mi padre se sintió lleno de adrenalina. Su espalda se irguió mientras se peinaba los largos cabellos, se arreglaba el bigote de cepillo. Con paso de galán, acercó su figura a la mujer que volteó a observarlo. Al adivinar una sonrisa de la cara delgada, quizás demasiado, ofreció su mano a la criatura que acompañaría esa noche su lecho. Enredó los dedos en los mechones de su cabello.

-Hace demasiado calor para que usted utilice ese trapo. -Y con los deseos de besarla a flor de piel, tomó los bordes del sayo y lo apartó de un tirón.

La tela cayó a cámara lenta, mientras la máscara de sorpresa de mi padre se transformaba en El Grito de Edvard Munch.

Debajo del sayo, una calavera de ojos rojos soltó una carcajada que resonó en los alrededores con la fuerza de un relámpago. Las hebras de petróleo se deshicieron en una nube de cenizas que se esparció alrededor del rostro de mi padre. El vestido, entreabierto en un pecho otras décadas sensual, dejaba notar un grupo de huesos que se entrechocaban entre sí al ritmo de la percusión de un tambor.

La Sayona se arrojó entre carcajadas, mientras los alaridos de Mikhail arañaban la tranquilidad de un día santo.

-...La abuela Chacha me cuenta que nuestro padre llegó tocando al amanecer entre balbuceos sin sentido, sobre el infierno, la condena, la mujer del sayo. Su cabello ya había adquirido el tono rubio, casi blanco, que aún mantiene, y su rostro perdió gran parte de la juventud que en otro tiempo había encantado a las mujeres de Caracas -concluyó Aníbal, mirándonos de forma alternativa a a nuestro invitado y a mí.

La solemnidad del momento fue rota, por supuesto, por él mismo.

-Pero yo creo que solo estaba borracho y se imaginó todo -concluyó. Una de las piedras a sus pies terminó dentro de la fogata, luego, con la varilla en su mano, atizó el fuego. El calor del campamento y el frío de la montaña ya me tenían amodorrado.

Gottfried parecía más fresco a cada instante. Cerró los botones de la chaqueta, cruzó sus piernas y tamborileó los dedos en la mejilla derecha.

-Me recuerdas a un hombre, Aníbal -empezó. La voz estaba afilada por un desprecio tal que me aterré de nuevo-. Un llanero que se burlaba de los mitos de su tierra y recibió su merecido.

Con esa sentencia, la historia de Gottfried inició, entre un silencio tan tenso que ni el llanto del viento ni los gritos de los saltamontes se atrevieron a romperlo.

Glossarius Venezolanus

Coñazos: golpes.

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