El cielo negro de la mar verde

—Marico, ya, ya. Aquí. Estoy mamado.

Suspiré.

—Okay, okay. —Entre la poca luz que penetraban las hojas de los árboles, la cabellera negra de Aníbal brillaba con pequeñas gotas de sudor. Su rostro, rojo como la carne de la patilla, parecía más el de un nadador recién salido del agua que el de un montañista. Esperé a que cayera a mi lado, el sonido del bolso al chocar en la tierra haciéndome fruncir el ceño.

Esperaba que el marico este no hubiera roto las galletas saladas.

Llevé las manos a las correas de mi bolso al tiempo que me acuclillaba. Los ojos saltones de Aníbal me hicieron sonreír. Dejaría de joderlo un rato. Estaba dando lo mejor de sí en su primera vez en la ruta El Paraíso del Ávila, uno de los caminos más difíciles que tenía para ofrecer nuestro imponente Waraira repano. No era ya una patata de sofá que perdía el aliento al subir las escaleras del metro. Decidí sentirme orgulloso de su esfuerzo desmedido, su inquebrantable espíritu, para que la próxima vez fuera aún mejor.

—Pasaremos la noche aquí —dije mientras extraía una toalla de mano de mi koala. Se la arrojé. No pensaba secarle también la cara. No teníamos nueve años desde hacía mucho.

Reí, sin embargo, al ver como Aníbal tomaba la tela y acertaba apenas a dar ligeros golpes a su rostro, al tiempo que soltaba suspiros de desaliento. No había un día en el que no presentara un espectáculo parecido. Sin embargo, no por ello dejaban de ser tan entretenidos. Aparté un mechón rubio de mis ojos.

Me quité la mochila, el koala y la gorra antes de sentarme junto a Aníbal. Elevé mis ojos a la copa de los árboles. Entre las manchas de verde oscuro pude vislumbrar una inmensidad purpúrea y naranja, rosada en algunas zonas. Debían ser pasadas las cinco de la tarde, quizás las seis. No tenía ganas de sacar mi reloj para verificar. Uno nunca sabe quién puede estar observando.

En menos de dos horas desaparecería el paisaje de verdes y marrones de plantas, el fresco aliento de la montaña se transformaría en un frío que podría enfermarnos y, por supuesto, los animales salvajes que podían ir desde los pájaros más diminutos a un cunaguaro de mal carácter. Yo ya había pasado noches en el Ávila, pero siempre acompañado de un grupo sustancioso, uno o dos guías expertos o de nuestro abuelo, un ex militar de Rusia. En parte por ello me había animado a venir solo con mi hermano.

Era una aventura estúpida, pero mi corazón se aceleraba por pernoctar los dos solos, conmigo cargando toda la responsabilidad.

—Primero montaremos la carpa. Armaré el esqueleto y te encargas de lo demás, así me da tiempo de encender la fogata.—Cuando toca, toca, así que recordé mis experiencias pasadas, hice un plan y recé por pasar esa noche sin incidentes.

Aníbal me dedicó una sonrisa de lado. El aire del Ávila había secado su frente, sus ojos grises animados otra vez por el signo de una aventura. Tomó un par de sorbos más al agua con azúcar, se puso en pie al tiempo que yo, verificando el terreno y la forma en la que construiríamos nuestro campamento, estiraba las piernas y los brazos.

Solté un largo suspiro. El bosque estaba en silencio.

—¿Necesitan ayuda, caballeros?

La voz profunda venía de todos lados y de ninguno al mismo tiempo, como si formara parte de la naturaleza y del aire. Volteé.

Allí lo vi, entre dos rocas llenas de musgos, hojas y lodo. Un hombre delgado, vestido con cuidado en un traje negro. Su piel parecía brillar en la tarde por la palidez de sus facciones. Sus ojos eran negros, con una chispa rojiza que me paralizó en el sitio. Sus dientes, manchados en amarillo y enmarcados en una sonrisa torcida, eran afilados como los de un demonio.

De mi boca salió un quejido. Mis piernas estaban entumecidas.

—¡Sí, coño! ¡Ayúdeme! —Por el rabillo del ojo, vi que Aníbal no se había movido de su sitio junto a los instrumentos para armar la carpa. Su camisa roja tenía una enorme mancha de sudor en la espalda.

Antes de poder protestar, el desconocido se deslizó junto a él. Al llegar a mi lado, el rostro del extraño poseía un toque de humanidad que no había notado. ¿Acaso había imaginado los dientes por cuchillos? O es que, y esta idea no podía quitármela de la cabeza mientras colocábamos la tienda, habían roto la única norma sagrada de su abuelo:

«Si quieres encontrar la salida del Ávila, no aceptes la ayuda de un hombre de traje negro y ojos de fuego».

Tragué. El desconocido sonrió y sus ojos, al encontrar nuestras miradas, me mostraron las llamas del infierno.

Este trabajo es un especial por la Noche de Brujas. Serán nueve relatos, más unos capítulos con nuestros amigos Aníbal y Matt, además del desconocido. Me gusta la temática, el ambiente y me agrada mi país, así que esto estará escrito en "venezolano". Al menos, los diálogos.

Los relatos irán siendo subidos de tres en tres (del 30 de octubre al 01 de noviembre). Agreguen este libro en su biblioteca para las actualizaciones.

La bella portada por dernierD

Glossarius Venezolanus

Ávila: montaña que domina al Valle de Caracas. También es el nombre del parque nacional donde se encuentra ubicada. El nombre indígena que también uso, Waraira Repano, significa Sierra Grande.  

Cunaguaro: ocelote. 

Koala: palabra venezolana para referirse a la riñonera, cangurera, canguo, banano.

Mamado: cansado, agotado. 

Marico: amigo, compañero, conocido. Expresión utilizada para referirse a alguien. Más adelante se referirán los otros usos.

Patilla: sandía.

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