22
— No insistas — exclamó Isabelle — No pretendo hablar con Alec en un buen tiempo.
— Vamos, Izzy, — insistió Jane — deberías escuchar lo que tiene para decirte, y ya después eres libre de decidir si lo mandas a la mierda o lo apoyas.
— No quiero ni verlo, además ¿ a qué viene todo esto ? Pensé que lo odiabas.
— Tu hermano y yo tuvimos nuestras diferencias, — comenzó a decir la rubia — pero creo que odiar es una palabra demasiado fuerte, Izzy.
— Da igual, cada quien con sus dramas — dijo dejándose caer en su cama — La cuestión es que no me interesa nada que tenga que decirme. Es un traidor.
—¡Isabelle! —Alec aporreó la puerta —. Isabelle, abre la puerta. Sé que estás ahí dentro.
Jane, aún sorprendida por los gritos, caminó hacia la puerta y la abrió lo suficiente para dejar ver la mitad de su cara.
—No quiere hablar contigo —le dijo.
—Jane —exclamó—. Vamos, déjame entrar.
— No puedo hacer eso, lo siento — se disculpó apenada — Isabelle está realmente furiosa y no quiero terminar en el medio de una guerra entre hermanos.
Jane empezó a empujar la puerta para cerrarla, pero Alec, veloz como un rayo, metió el pie en la abertura.
—No me obligues a derribarte, Jane.
—Ni te atrevas. —Jane empujó con todas sus fuerzas.
—No, pero podría ir a buscar a mis padres, y tengo la sensación de que no es lo que Isabelle quiere. ¿Verdad, Izzy? —preguntó, alzando la voz lo bastante como para que su hermana, dentro de la habitación, lo oyera.
—¡Ah, por el amor de Dios! —exclamó Isabelle furiosa—. De acuerdo, Jane. Déjale entrar.
Jane se hizo a un lado y Alec entró dejando que la puerta quedara sin cerrar a su espalda. Isabelle se paró de la cama de un salto, con el látigo de oro enroscado alrededor del brazo izquierdo. Llevaba puesto el equipo de caza, los resistentes pantalones negros y la ceñida camiseta con el plateado dibujo de runas casi invisible. Las botas estaban abrochadas hasta las rodillas y los cabellos negros se agitaban bajo la brisa que penetraba por la ventana abierta.
El látigo culebreó violentamente, enroscándosele alrededor de los tobillos. Alec se detuvo en seco, sabiendo que con un único movimiento de muñeca Isabelle podía derribarle y hacerle caer sobre el parquet.
—No te acerques más a mí, Alexander Lightwood —exclamó ella en su voz más furiosa—. No me siento muy caritativa hacia ti en este momento.
—Isabelle…
—¿Cómo has podido arremeter contra Jace de ese modo? ¿Después de todo por lo que ha pasado? Además, hicimos el juramento de protegernos unos a otros.
—No —le recordó él—, si significa quebrantar la Ley.
—¡La Ley! —soltó Isabelle, asqueada—. Existe una ley que está por encima de la Clave, Alec. La ley de la familia. Jace es tu familia.
—¿La ley de la familia? Jamás he oído hablar de eso —replicó Alec, irritado —. ¿Quizá acabas de inventarla?
Isabelle hizo un veloz movimiento de muñeca. Alec sintió que los pies ya no le sostenían y se revolvió para absorber el impacto de la caída con las manos y muñecas. Aterrizó, rodó sobre la espalda y al elevar la mirada vio a Isabelle alzándose amenazadora ante él. Jane estaba junto a ella.
—¿Qué deberíamos hacer con él, Jane? —preguntóIsabelle—. ¿Dejarlo aquí atado para que nuestros padres lo encuentren?
Alec ya había tenido suficiente, extrajo a toda velocidad un cuchillo de la funda de la muñeca, se dobló y cortó el látigo que le rodeaba los tobillos. El alambre de electro se rompió con un chasquido, y él se incorporó de un salto, al mismo tiempo que Isabelle echaba el brazo hacia atrás, con el hilo metálico siseando a su alrededor.
Una risita queda rompió la tensión.
—Ya está bien, ya está bien, ya le han torturado suficiente. Estoy aquí.
Los ojos de Isabelle se abrieron de par en par.
—¡Jace!
—El mismo. —Jace entró en la habitación de Isabelle, cerrando la puerta tras él—. No hay necesidad de que os peleéis… Ahora mismo no estoy en la mejor de las formas.
—Ya me doy cuenta —indicó Isabelle, observándole con inquietud.
El muchacho tenía las muñecas ensangrentadas, el pelo rubio pegado al cuello y la frente por el sudor, y el rostro y las manos manchados de mugre e icor.
—¿Te ha hecho daño la Inquisidora?
—No demasiado. —Los ojos de Jace se encontraron con los de Alec a través de la habitación—. Sólo me ha encerrado en la sala de armas. Alec y Jane me ayudaron a salir.
Isabelle dejó caer el látigo igual que una flor marchita.
—Alec, ¿es cierto?
—Sí. —Su hermano se limpió el polvo de las ropas con deliberada ostentación, y no pudo resistirse a añadir—: Para que lo sepas.
—Bien, podrías haberme dicho…
—Y tú podrías haber tenido algo de fe en mí…
—Ya basta. No hay tiempo para discusiones —intervino Jace—. Isabelle, ¿qué clase de armas tienes aquí dentro? ¿Y vendas, tienes vendas?
—¿Vendas? —Isabelle dejó el látigo y sacó su estela de un cajón—. Puedo curarte con un iratze…
Jace alzó las muñecas.
—Un iratze servirá para mis magulladuras, pero no ayudará con esto. Son quemaduras de runa.
La quemadura tenía un aspecto aún peor bajo la luz brillante de la habitación de Isabelle; las cicatrices circulares estaban negras y agrietadas en algunos lugares, rezumando sangre y un líquido transparente. Bajó las manos a la vez que Isabelle palidecía.
—Y necesitaré algunas armas, también —añadió Jace—. Antes de que…
—Vendas primero. Armas luego.
La muchacha dejó el látigo encima del tocador y condujo a Jace al interior del cuarto de baño con un cesto lleno de pomadas, gasas y vendas. Alec los observó a través de la puerta entreabierta; Jace se apoyaba en el lavamanos mientras su hermana adoptiva le pasaba una esponja por las muñecas y se las envolvía en gasa blanca.
— Gracias por ayudarme — le dijo Alec a Jane.
— No lo hice por tí, — aclaró — lo hice por Jace.
— ¿ Qué le ha sucedido a Jace ? — exclamó Max entrando en la habitación de su hermana.
— Baja la voz, Max — le pidió Jane — Jace estará bien, pero nadie puede saber que está aquí con nosotros ¿ vale ?
— Vale — asintió el niño.
—Alec, ¿puedes coger el teléfono? —dijo Jace.
—Está sobre el tocador — dijo Isabelle.
Alec miró.
—No está en el tocador.
—Maldita sea. Me he dejado el teléfono en la cocina — protestó Isabelle — Mierda. No quiero ir a buscarlo por si la Inquisidora anda por ahí.
—Yo lo traeré —se ofreció Max—. A mí no me hace ningún caso. Soy demasiado pequeño.
—Supongo. —Isabelle no pareció muy convencida—. ¿Para qué necesitas el teléfono, Alec?
— Sólo lo necesitamos —respondió él con impaciencia—. Izzy...
— Ya voy a buscar el teléfono — informó Max — Enseguida vuelvo.
Salió sigilosamente por la puerta mientras Jace volvía a ponerse la camiseta y la cazadora, pasaba al dormitorio, donde empezó a buscar armas entre los montones de pertenencias de Isabelle que había desperdigadas por todo el suelo. La muchacha le siguió meneando la cabeza.
—¿Cuál es el plan? ¿Nos vamos todos? La Inquisidora se va a poner como una loca cuando descubra que ya no estás aquí.
—No tanto como se enfurecerá cuando Valentine rechace su plan. —Jace les dio una idea general del plan de la Inquisidora—. El único problema es que él jamás lo aceptará.
—¿El… el único problema? —Isabelle estaba tan furiosa que casi tartamudeaba—. ¡No puede hacer eso! ¡No puede canjearte a un psicópata! ¡Eres un miembro de la Clave! ¡Eres nuestro hermano!
—La Inquisidora no piensa así.
—No me importa lo que piense. Es una bruja horrenda y hay que detenerla.
—En cuanto descubra que su plan no tiene la menor posibilidad de éxito, tal vez se la pueda convencer —observó Jace—. Pero no voy a quedarme por aquí para descubrirlo. Me voy.
—No va a ser fácil —indicó Jane —. La Inquisidora ha cerrado este lugar más rigurosamente que con un pentagrama. ¿Sabes que hay guardianes abajo? Ha hecho venir a la mitad del Cónclave.
—Debe de tener muy buena opinión de mí —bromeó Jace, arrojando a un lado un montón de revistas.
—Tal vez no esté equivocada. —Isabelle lo miró pensativa—. ¿En serio has saltado nueve metros por encima de una Configuración Malachi? ¿De verdad, Alec?
—Sí —confirmó éste—. Nunca he visto nada igual.
—Y yo nunca he visto nada como esto.
Jace alzó una daga de veinticinco centímetros del suelo. Uno de los sujetadores rosa de Isabelle estaba ensartado en la afilada punta. Isabelle lo retiró de allí violentamente, poniendo cara de pocos amigos.
—Ésa no es la cuestión. ¿Cómo lo has hecho? ¿Lo sabes?
—Salté.
Jace extrajo dos discos de bordes afilados como cuchillas de debajo de la cama.
—Chakhrams. Fabuloso.
Isabelle le golpeó con el sujetador.
—¡No me estás contestando!
—Porque no lo sé, Izzy. —Jace se incorporó apresuradamente—. Quizás la reina seelie tenía razón. Quizá tengo poderes de los que no sé nada porque nunca los he puesto a prueba. Clary ciertamente los tiene.
Isabelle arrugó la frente.
—¿Los tiene?
Los ojos de Alec se abrieron de par en par de repente.
—Jace… ¿esa moto vampiro está todavía en el tejado?
—Posiblemente. Pero es de día, así que no sirve de gran cosa.
—Además —indicó Isabelle—, no cabemos todos.
Jace se metió los chakhrams en el cinturón, junto con la daga de veinticinco centímetros. Varios cuchillos de ángel pasaron al interior de los bolsillos de la cazadora.
—Eso no importa —repuso—. No vais a venir conmigo.
Isabelle empezó a farfullar indignada.
—¿Qué quieres decir con que no vamos a…? —Se interrumpió cuando Max regresó, sin aliento y aferrando con fuerza su maltrecho teléfono rosa—. Max, eres un héroe. —Le cogió rápidamente el teléfono, lanzando una mirada iracunda a Jace—. Regresaré contigo en un minuto. Entretanto, ¿a quién vamos a llamar? ¿Clary?
—Yo la llamaré… —empezó a decir Alec.
—No. —Isabelle lo apartó de un manotazo—. Yo le caigo mejor. —Marcó el número y le sacó la lengua a su hermano mientras se llevaba el teléfono a la oreja—. ¿Clary? Soy Isabelle. Quer… ¿Qué? —El color de su rostro desapareció como si lo hubiesen borrado, dejándolo con un aspecto ceniciento y atónito—. ¿Cómo es eso posible? Pero ¿por qué…?
—¿Cómo es posible qué? —Jace se colocó junto a ella —. Isabelle, ¿qué ha sucedido? ¿Está Clary…?
Isabelle apartó el teléfono de la oreja, con los nudillos blancos.
—Es Valentine. Se ha llevado a Simon y a Maia. Va a usarlos para realizar el Ritual.
Con un gesto suave, Jace alargó la mano y le quitó el teléfono a Isabelle de la mano. Se lo llevó al oído.
—Venid con el coche al Instituto —dijo—. No entréis. Esperadme. Me reuniré con vosotros fuera. —Cerró el teléfono de golpe y se lo pasó a Alec—. Llama a Magnus —dijo—. Dile que se reúna con nosotros en la zona del río, en Brooklyn. Puede elegir el lugar, pero debería ser algún lugar desierto. Vamos a necesitar su ayuda para llegar al barco de Valentine.
—¿Vamos? —Jane se animó visiblemente.
—Magnus, Luke y yo —aclaró Jace—. Vosotros tred os quedaréis aquí y os ocuparéis de la Inquisidora por mí. Cuando Valentine no cumpla su parte del trato, sois vosotros los que vais a tener que convencerla de que envíe todos los refuerzos que tenga el Cónclave tras Valentine.
—No lo entiendo —exclamó Jane—. ¿Cómo planeas salir de aquí?
Jace sonrió de oreja a oreja.
—Observad —contestó, y saltó sobre el alféizar de la ventana de Isabelle.
Isabelle lanzó un grito, pero Jace ya estaba pasando por la abertura de la ventana. Se mantuvo en equilibrio durante un momento en el alféizar exterior… y luego desapareció.
Jane corrió a la ventana y miró fuera horrorizada, pero no había nada que ver: sólo el jardín del Instituto allá abajo, y el sendero estrecho que conducía hasta la puerta principal. No había peatones que gritaran en la calle Noventa y seis, ni coches parados en la acera ante la visión de un cuerpo que caía. Era como si Jace se hubiese desvanecido sin dejar rastro.
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