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LA HABITACIÓN DE HOTEL (O LA AUSENCIA DE ÉSTA)
Sólo serán 92 días.
Solamente eso.
Sobrevivir 92 días en Tyleze. Puedo hacerlo, sí, por supuesto.
Repiqueteo mis dedos contra la ventana del taxi, repentinamente nerviosa. Mi prometido, Philip, toma mi mano para que deje el movimiento. Olvidaba que odia cualquier muestra de nerviosismo.
—Todo va a salir bien, Rue.
Pero no es cierto.
—Esto no estaba en nuestros planes.
—No todo en la vida son tus molestos planes. —se aparta de mí, bufando.
Muerdo mi labio, indecisa sobre si seguir con el tema o dejarlo para que no se enfade más. Al final, me decanto por continuar.
—Se suponía que teníamos que planear nuestra boda.
—La podemos retrasar.
Hago un mohín de molestia que crispa sus nervios.
—Bien, díselo tú a los invitados, al cura, al restaurante...
Cuando se vuelve hacia mí, su rostro iracundo hace que me encoja un poco en mi asiento, ligeramente asustada.
—¿Por qué me haces esto, Rue? ¿Es por envidia?
—No sé de que me estás hablando. —mi voz suena más ofendida de lo que pretendía.
—Lo sabes perfectamente. Tú no tienes nada, ni un trabajo ni algo que te guste o en lo que seas buena; sin embargo, yo tengo un trabajo estable que me da muchas ganancias.
Me tomo unos segundos para respirar, ignorando el dolor que despiertan sus palabras.
—Y, ¿eso qué tiene que ver con esto?
—Bueno, creo que estás quejándote de este viaje porque a mí me va bien y a ti no.
—¿Tú te escuchas? —lo observo con incredulidad. Él retrocede, ofendido.
—No te pongas así, Rue. Sólo estoy resaltando lo evidente.
Niego con la cabeza, incapaz de creer que esté comportándose así. Lo que más me duele es que Philip siempre actúa así. Cada vez que quiero comunicarle algún problema o algo que me molesta, termina dándole la vuelta a la situación y culpándome a mí. Y yo, estúpida, lo dejo.
El resto del tiempo que pasamos en el taxi, me dedico a mirar por la ventana en silencio. Al menos, el lugar es bonito. Está repleto de casas blancas con sus tejados en azul marino en pequeñas calles apedreadas y rurales. Quizás, no va a estar tan mal el viaje, después de todo.
Philip paga al taxista y toma nuestra maleta. Camina a mi lado y, cuando ve que no planeo hablar, suelta un suspiro sonoro.
—Rue, nena...
Contengo el impulso de rodar los ojos. Como odio ese apodo.
—Está bien, Philip. —lo corto.
—Nos lo pasaremos bien —me asegura—. Te prometo que merecerá la pena.
Yo asiento, regalándole una pequeña sonrisa que no es del todo verdadera. Y es que esta situación la he vivido varias veces antes: en Nueva York, en Bélgica y en varios sitios más. Su empresa lo manda a algún lugar del mundo por trabajo cuando tenemos un evento importante, Philip me jura que me lo compensará, pero termino sin verlo casi todo el tiempo de viaje porque debe trabajar y así en bucle todo el rato. Estoy harta.
Los edificios rústicos dan paso a uno más grande y ligeramente transitado. Nuestro hotel. Philip confirma mi teoría cuando sonríe y señala la fachada.
—Mira que maravilla.
Lo cierto es que es hermoso. Como todo en este país.
Philip no me deja tiempo para responder, con la maleta en su mano, se adentra hacia el edificio con decisión. Lo sigo, algo menos convencida. No puedo evitar echar de menos mi casa, Marsella. Y pensar que no podré volver hasta dentro de tres meses...
Aparto mis pensamientos negativos cuando veo que Philip frunce el ceño a la recepcionista. Me acerco a ellos antes de que el conflicto se arme.
—¿Todo bien?
—Esta mujer no me entiende. —protesta.
Yo pongo mi mano en su brazo, tratando de calmarlo. Claramente, no funciona.
—¿Has probado a hablarle en inglés?
Él hunde sus cejas, aún más enfadado.
—¿Por qué debería de hablarle en inglés?
—Philip, no seas así —ruedo los ojos—, es obvio que no van a saber francés.
—¿Te parece...? —empieza él, con el tono que utiliza cuando va a atacar verbalmente a alguien. Por eso, lo corto.
—Perdona, tenemos una reserva a nombre de Philip Lacroisse —la informo en inglés fluido—, de la empresa Voeux.
Ella asiente, adoptando una mueca de alivio y teclea en su ordenador. Por lo que puedo ver, no reciben muchas visitas a diario porque parece torpe y nerviosa.
Me distraigo por unos segundos con las vistas a la piscina que tiene el jardín. Decorado con hamacas blancas y plantas de todo tipo y color, el verdoso agua de la piscina me deja pasmada por unos segundos.
Sin embargo, me obligo a volver a la realidad cuando Philip levanta de nuevo el hacha de guerra contra la pobre recepcionista.
—Eso es imposible. —replica en un inglés oxidado.
—Es lo que pone aquí.
Me armo de paciencia mentalmente para no tomar otro avión y salir de aquí corriendo.
—¿Qué es lo que pasa ahora? —les pregunto.
Philip me observa con un atisbo de duda por unos segundos. Eso definitivamente hace saltar todas mis alarmas.
—La empresa se ha equivocado con la reserva.
Yo me encojo de hombros, negándome a ver el problema.
—¿Qué tipo de error? ¿Está reservado para otro mes?
La recepcionista niega con la cabeza, tensa bajo la mortal mirada de Philip.
—Rue, nena, no te vayas a enfadar.
—¿Qué...? —no comprendo nada— ¿Por qué me enfadaría?
Él observa el local con mueca despectiva durante unos segundos antes de volverse hacia mí de nuevo, ganando tiempo.
—Mi jefa ha encargado una habitación individual —me explica con detenimiento—, así que sólo cabe uno de los dos.
—Y, ¿no lo podemos cambiar?
—Está todo pagado ya.
Mis nervios crecen en la boca de mi estómago ante su parsimonia.
—Estoy segura de que tiene solución —insisto—, llama a tu jefa y...
—Rue, no lo entiendes.
Lo observo, incapaz de reaccionar.
—Puedo mirar si... —trata de hablar la recepcionista, pero se interrumpe a sí misma cuando Philip la fulmina con la mirada.
—Si mi jefa ha encargado esto, no puedo hacer nada. Ha sido su decisión.
Una chispa de enfado me hace chasquear la lengua.
—Pero tú le advertiste que veníamos los dos, ¿no?
—Claro que lo hice.
—Entonces, ¿por qué no hay una cama grande como en el resto de viajes?
Philip traslada su furia hacia mi persona.
—¡Y yo que sé, Rue! —brama, perdiendo los estribos— No he sido yo el que ha hecho la reserva.
Agarro el puente de mi nariz con mis dedos, buscando algo de calma, pero mi búsqueda se acaba cuando lo veo tomar la llave de la habitación y hacer el amago de irse. Alarmada, voy tras él.
—Philip, ¿dónde voy a dormir yo entonces estos tres meses? —mi voz lo frena.
—No lo sé, Rue —se encoge de hombros—, pero yo no puedo dejar esta habitación. Habla con la recepcionista para que te de otra.
Mi rostro se contrae de sorpresa ante su indiferencia.
—No tengo dinero para pagar una habitación y lo sabes —elevo el tono—, me lo he gastado todo para la maldita boda que quieres retrasar.
Pero Philip carga la maleta en peso, dispuesto a subir las escaleras para llegar a su habitación aunque eso me deje a mí sola y vulnerable. No lo
puedo creer.
—¿Para qué gastas más de lo que puedes? Es culpa tuya.
Observo con lágrimas en los ojos como se aleja de mí.
—¡Philip! —lo llamo por última vez, desesperada— No tengo a dónde ir.
—No seas dramática, sólo es una noche —bufa sin darse la vuelta—. Habla con la recepcionista y que ella te ayude. Yo me voy a dormir que mañana trabajo.
Y, sin más, se perdió entre las habitaciones del hotel.
Tengo que admitir que no fui capaz de moverme hasta pasados unos minutos. Luego, entre resignada e incrédula, hice mi camino hasta la pobre recepcionista, que dio un respingo cuando me vio de nuevo ahí.
—H-hola. —murmura ella.
Suelto un suspiro y me recargo contra el mostrador.
—Mi prometido me ha dejado tirada en un país que no conozco. —comento vagamente.
—Suele pasar más a menudo de lo que crees. —ella sonríe, yo pongo mala cara.
—Maravilloso.
—¿No tienes dónde pasar la noche? —cuestiona ella con timidez.
Niego con la cabeza, de nuevo siento las lágrimas queriendo brotar de mis ojos.
—No.
Ella me dedica una mirada piadosa antes de ir hasta su teléfono y soltar palabras extrañas en griego. Genial, hasta la recepcionista me ha ignorado.
Supongo que este es mi triste destino: morir sola y abandonada en un pueblo de Grecia.
Estoy a punto de salir de aquel hotel del terror para buscar aunque sea un banco cuando la mujer me hace un gesto para que me acerque. Intrigada, hago lo que me pide.
—Mira, sé que esto va a sonar raro, pero... —empieza ella, titubeante—, mi nombre es Crystel y creo que tengo un lugar para que te quedes, al menos hasta que solucionéis..., bueno, lo que sea que haya por solventar.
Mis ojos de abren con amplitud mientras el alivio invade mi cuerpo. Sin embargo, de pronto recuerdo que no la conozco de nada, así que arqueo una ceja, escéptica.
—¿Qué lugar?
Ella me dedica una pequeña sonrisa. Seguro que sabe que va a convencerme fácil.
—Mi esposo y yo nos hemos casado recientemente —casi suspira—, así que ha dejado un hueco libre en su casa. Estoy segura de que no le importará prestarte la habitación por unos días.
Muerdo mi labio, indecisa. La chica, Crystel, se ve sincera y no da señales de mentir. Además, ¿acaso tengo alguna otra opción?
Bufo con resignación.
—¿Estás segura de que van a acceder? —entrecierro los ojos, casi esperando una risa o una negativa abrupta.
Pero Crystel sale del mostrador, aparentemente emocionada, y me guía fuera del recinto.
—Por supuesto que sí. No sabes aún cómo son los Nikolau.
Y, con eso, me toma del brazo y me lleva por las calles de Tyleze hacia un futuro realmente fortuito.
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