Cap. 5
—Ay... —Suspiró—. Cariño, pareces mi reflejo.
Jane se alisó la falda blanca.
—Cuando me fui para servir como enfermera voluntaria tu abuela casi me encierra en casa para que no me escapase. —Sonrió María, hundiendo más horquillas a su recogido—. No tuve tiempo ni de que me enseñaran a hacer un torniquete. Tuve que aprenderlo todo en el frente...
Jane se giró, dándole la espalda al espejo, y su madre le sonrió tristemente mientras le pellizcaba la mejilla.
—Nunca pensé que mis hijas también tendrían que hacerlo en otra guerra.
La miró a los ojos, apartándole un mechón de la cara, y luego deslizó la mano hacia su nuca, acercándola a su pecho.
—Estoy orgullosa de ti.
La abrazó muy fuerte.
—Pero, por favor, no escuches a tu padre. —Le habló al oído—. No vayas al frente.
—Es donde necesitarán la ayuda, mamá. No aquí.
—¿Cuántos días deben faltar para que el presidente Roosevelt declare la guerra contra Alemania? —Le tembló la voz—.
Acercó la nariz a su pelo cobrizo, oliendo su aroma a lila y grosellas. Cerró los ojos, acariciándole la cabeza.
—Si aún pudieses hacerlo tú también te habrías inscrito, mamá.
—No. —Se apartó de ella, mirándola con los ojos empañados—. Ya no. Cuando era joven pensaba que nuestro país nos necesitaba. Pero me di cuenta de que nosotros no lo necesitamos a él.
—¿Qué estás diciendo?
—Si no hubiesen vidas por perder, si todos nos negásemos a alistarnos y servir, los hombres del gobierno tendrían que sentarse cara a cara y hablar.
Jane apretó los dientes, negando con la cabeza.
—Ya no puedo quedarme aquí. —Le susurró—. Mamá, me voy a volver loca si me quedo un día más en esta casa escuchando la radio. O cocinando. O limpiando. No puedo más...
—Tú no eres un soldado. Gracias a Dios, no naciste varón. —La interrumpió, acercándose a ella súbitamente—. Te prefiero viva y aburrida que a muerta.
—No puedo quedarme sentada con una bebida caliente escuchando cómo avanza la guerra, tú hiciste lo mismo que yo.
—Eran otros tiempos.
—Dios nos pide que ayudemos al prójimo.
—Dios no tiene ningún derecho a quitarme a mis hijas. —La cortó—. Ninguno.
(...)
Los pasos de Jane fueron silenciosos mientras seguía a Florence, la enfermera que estaba al cargo. El uniforme de servicio consistía en una falda blanca y camisa del mismo color, donde una cruz estaba bordada en un lugar del pecho, y una banda de tela en el brazo que señalizaba el rango.
—Aquí están las literas. —Señaló los catres vacíos—. Pasamos los pacientes aquí una vez hecho el diagnóstico.
Ella asintió, memorizando la sala. Florence abrió una puerta contigua y pasaron a un pasillo ancho, de baldosas limpias.
—Debes estar atenta a los informes o las chapas, si te equivocas con el grupo sanguíneo-.
—Lo sé.
Siguieron andando, pasando por delante del quirófano vacío, y Florence abrió la puerta del final, volviendo a la sala de cortinas. A través de las ventanas se veía el campo de entrenamiento, y un pelotón corriendo.
—Normalmente no estamos muy ocupadas. —La enfermera cogió un informe de los pies de la cama de un paciente. Escribió algo—. Suturamos o limpiamos heridas, no esperes ver una operación en tus primeros meses. Las enfermeras especializadas se encargan del apoyo, tienen varios doctores asignados.
—Lo entiendo.
Jane vagó la mirada por toda la sala, incómoda entre tanto blanco y azul neutro. Había un hombre con la cabeza vendada, otro con un termómetro de mercurio bajo el brazo, y tres enfermeras hablaban cerca de una camilla vacía.
—...claro, y ya no podía ni abrir el ojo. —Florence siguió hablando—. Se le infectó la herida, y literalmente lloraba pus.
Levantó la mirada, dejando de escribir.
—¿Quieres conocer a las demás? Creo que es hora de almorzar.
—Sí, claro.
Jane la siguió. Tenía las manos juntas y cerca del estómago, con los nervios en el cuello. El grupo de enfermeras calló cuando se acercaron, y les sonrieron.
—Vaya, Florence, ¿has conseguido una nueva?
—Ya era hora. —La morena se acercó a Jane, tendiéndole la mano—. Llevamos meses sin ver caras nuevas. Soy Maggie.
—Jane.
Le estrechó la mano, sonriéndole de vuelta. Todas, excepto Florence, eran jóvenes. Quizá Maggie era incluso unos años menor.
—Vamos a la cafetería. —La enfermera rubia cogió la mano a Florence—. Espero que no te pierdas, Jane. Este sitio es muy grande.
Sonrió, estirando el lunar de su mejilla. El cuartel apenas era tan grande como un hospital.
Las demás las siguieron, pero las puertas que daban al pasillo se abrieron de golpe. Un soldado apareció, con la camisa del uniforme desgarrada en el costado.
Jane paró detrás de las demás.
—No necesito nada.
—Cállate. —Otro soldado lo empujó de la nuca—. Hola, Florence.
Suspiró, quitándose la gorra y secándose el sudor de la frente.
—Hola, Stephen. ¿Qué me traes hoy? ¿Un sargento ensangrentado?
Era el hombre borracho que se acercó a ella en el bar. Y su amigo el sargento impertinente.
—Sí. Dile que pase a cortinas. —Empujó la puerta, señalándolo—. Ponle ocho puntos antes de devolvérmelo.
Se fue de enfermería. James estaba ensuciando el suelo con gotas de sangre.
—Vamos, pase, sargento. —Florence le señaló una camilla vacía—.
—No hará falta.
—Será un momento.
Florence apartó la cortina, y lo hizo pasar. Le dijo algo, y luego volvió con las enfermeras.
—Bueno, podemos irnos a almorzar.
—Necesito comer algo.
—¿Y el sargento?
—Oh, eso se lo dejaremos a nuestra chica nueva. —Se giró hacia Jane con una sonrisa—.
Ella, que se había mantenido en silencio hasta el momento, frunció el ceño.
—¿Yo?
—Bueno, siendo justas, tu padre ha dicho que no debías trabajar sola tu primer día. ¿Prefieres que te acompañe y mirar cómo lo hago?
—No. Podré hacerlo.
—¿Sabes coser?
Ella asintió.
—No es tan diferente coser tela que suturar heridas. —Le sonrió, con calidez en sus arrugas de expresión—. Si necesitas ayuda ven a buscarme.
—...llevo desde las seis de la mañana en... —Murmuró la enfermera rubia, hablando con otra mientras abrían las puertas—.
Las demás se fueron, y la dejaron sola en la sala de cortinas. Rodeada de enfermos y paredes blancas. Alguien tosió.
Jane se giró, haciendo rodar el anillo de su dedo anular, y soltó un suspiro nervioso mientras iba a por el portaagujas y el hilo. Buscando como una ciega.
Los zapatos saddle que le dieron, algo desgastados y que le iban grandes, la llevaron hasta la cortina cerrada. La descorrió, y el sargento levantó la cabeza desde la camilla donde estaba sentado.
Sin camisa y con la herida llorando sangre en su costado.
Los ojos se le cayeron solos hasta el tatuaje de su pecho, justo encima del corazón, donde se leían los números 19240622 a duras penas por el estado de la tinta.
—Hola.
Jane lo miró en silencio, y se acercó a la camilla para dejar la bandeja con el material.
Se subió las mangas de la camisa blanca, y se dispuso a llenar una jeringa con salino.
—No te gusta hablar, ¿verdad? —Dijo sin mirarla. Tenía la voz cansada—.
Apartó el brazo, y ella roció la herida abierta a la altura de sus costillas, ganándose un gruñido por su parte. Todos los músculos de su espalda se tensaron.
Limpió las gotas que se escurrían a toquecitos con un algodón. La carne estaba abierta en un corte diagonal, desgarrada. Se fijó en que le costaba respirar, su pecho subía y bajaba en bocanadas irregulares.
Lo miró porque no la miraba, haciendo presión en la herida. En la piel de sus brazos, morena por el sol de antaño, descansaban cicatrices irregulares. En sus antebrazos las marcas antiguas de unas quemaduras
Lo escuchó sisear algo cuando secó la sangre, que paró de manar.
—¿Por qué lo has hecho?
Él ahogó una risa dolorosa.
—¿Crees que me he cortado hasta sangrar solo para verte? Ni siquiera sabía que estabas aquí.
Jane se apartó, dejando los algodones sucios en la camilla. Se dirigió a la pica improvisada para lavarse las manos.
—No me refiero a eso.
Se secó con el delantal blanco que llevaba atado a la cintura. Volvió hacia él, y cogió el portaagujas de la bandeja metálica.
—Tienes muchas... —Quiso pasar las yemas por el relieve de las cicatrices. Llenaban sus antebrazos—.
—Sabes contar, supongo que es buena señal.
Jane pasó el hilo de sutura con las manos temblorosas. Él se dio cuenta, y giró la cara.
—Llevo en el ejército desde los diecisiete. Mi padre luchó en la Gran Guerra.
—Mi padre sobrevivió a la Gran Guerra.
—Ya... —Apartó el brazo, sin mirarla—. Por desgracia el mío también.
Jane iba a empezar, pero levantó la cabeza para mirarlo. Y él la miró a ella. Volvió a bajar la cabeza.
Con las manos limpias pasó la aguja a través de la carne.
—¿Cuántos años tienes? —Quiso saber, pasando el hilo en el primer punto—.
—¿Es buena idea que me hables cosiendo? —Musitó—. Joder, qué buenos momentos escoges.
—No confías en mí.
—Eh, la que ha sido mala conmigo eres tú. —La miró—. Me dejaste plantado.
—No sé qué más esperabas.
—He escuchado a Florence diciendo que es tu primer día. Y no, no confío en ti. Las hijas de los generales no suelen ensuciarse las uñas.
Ella pasó la aguja demasiado rápido, tomándolo desprevenido, y gimió de dolor.
—Pues tienes razón.
Sacó la aguja por la herida, girando la muñeca, y deslizó el hilo de sutura hasta dejar un cabo corto.
—Esto lo leí de una enciclopedia y solo he cosido tela. ¿Quieres que te lo explique?
Pasó la aguja por el otro borde e hizo lo mismo, pero esta vez pasando el hilo del interior al exterior. Él gruñó del dolor que le causó, tensando la mandíbula al apretar los dientes.
—Es una sutura muy sencilla. —Siguió hablando, anudando otro punto—. Se trata de aproximar los bordes de la herida con puntos simples, anudados por separado para un cierre anatómico. Claro, no puedes empezar por un borde, porque sino la pie-.
—Cállate.
Ella le dedicó una mirada rápida, y se encargó de cerrar la herida con el séptimo punto.
—¿Podrías hacer algo para callarme?
—Me gustaría verte a ti a manos de una chica con aguja que le tiembla el pulso. —Soltó un pequeño jadeo. No estaba respirando—.
Ella lo miró a la cara, cortando el hilo.
—Sabes que puedes quejarte, ¿no? —Dejó el portaagujas en la bandeja—. No tienes que impresionarme.
—Si quieres escucharme gemir solo tienes que decirlo.
Jane cogió una gasa, y levantó la cabeza, haciendo una mueca.
—Eres... Muy vulgar.
—¿Ah, si? ¿Y que estés tan roja significa que te gusta o que tienes fiebre?
Ella se apartó, y le giró la cara. Tocándose disimuladamente las mejillas con una mano.
Él bajó la cabeza, girando el antebrazo para tocarse las cicatrices.
—Al principio apuntaba las bajas. —Pasó la palma por los cortes rectos—. Necesitaba tener este recuerdo. Por si llegaba algún día en que ya no me acordase.
Jane volvió a mirarlo, sentada a su lado.
—Pero dejé de hacerlo cuando entendí que nunca podré olvidarlo.
Jane no le contestó. Le puso la gasa, y ninguno volvió a hablar.
Cuando terminó se levantó para tirar los algodones y esparadrapo sucios, y él se puso la camisa del uniforme.
Jane fue hacia él, y le pidió la mano. Él primero la miró, pero accedió. Le vendó los nudillos desgarrados, que no tardaron en ensuciar las vendas blancas.
Cuando terminó él le cogió la mano, y le acarició los dedos.
—El otro día no tenías este anillo.
—Quizá no te fijaste.
—Lo dudo. Estos días he pensado mucho en estas manos. —Le besó los nudillos manchados de sangre—. ¿Está comprometida, señorita Walker?
Se levantó, dejando su mano.
—Sí.
Él asintió, irguiéndose una cabeza por encima de ella.
—Un hombre afortunado.
—Estoy comprometida con mi trabajo. —Tragó saliva—.
—¿Es para lo que fuiste a la universidad?
—No. —Tensó la mandíbula—. Soy ingeniera. O lo iba a ser.
—¿Y qué hace una ingeniera?
—Supongo que negarse a beber cervezas baratas a las once de la noche en un bar que no conoce. Suerte que yo no soy una.
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