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Eligió un sitio al azar, se sentó y esperó. 

Mientras algunos alumnos iban entrando a la clase y tomando asiento, Leonor se percató de que todos tenían dos rasgos en común: sus ojos eran tan azules como lo podía ser el cielo en invierno y su pelo tan blanco como lo podían ser las nubes en verano. 

Un ligero temblor le serpenteó la columna. 

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