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La luz de la luna entraba por la pequeña ventana en lo alto de la fisurada y despintada pared. La temperatura era baja como en cada silenciosa madrugada, solo el suave ruido de la brisa era audible.
La mujer podía sentir la brisa soplándole la nuca mientras abrazaba sus rodillas en la cama de abajo de la litera. En la oscuridad pensaba en la última charla que había tenido con su abogado días atrás.
El amanecer llegó rápido.
—Odio esa ventana —Se quejó alguien en la cama de arriba, girándose para que no le diera la luz en la cara.
La de abajo seguía en su propio mundo. Se volteó hacia la pared a ver las filas de rayas verticales tachadas una debajo de la otra, probablemente de quien había ocupado esa cama precedentemente. Ella no había hecho las suyas, nunca tuvo en mente contar días ni años, ¿para qué hacer la cuenta?, era mejor permanecer en aquel lugar, lo había entendido con el correr del tiempo. Y por eso, por perder la noción del tiempo fue que le cayó como un balde de ladrillos sobre la cabeza saber de parte de su abogado que saldría de prisión antes de cumplir la condena impuesta por el juez.
—¡Reclusas, arriba! ¡Levántense! —Ordenó una de las guardias pasando la porra por los barrotes de las celda— Son Chaeyoung, prepárate.
Su compañera de celda bajó de un salto al piso cuando despertó, tenía escritas en su lado de la pared todas las fechas importantes.
—¡Chae! ¡Llegó el día! ¡Te irás de esta pocilga! —Exclamó jalándola de las manos para abrazarla y ponerse a celebrar como si fuera ella quien saldría en su lugar— ¡¿Recuerdas bien el mensaje para mi novia?! Dile que me espere por favor, que no me falta mucho para salir también.
La contraria asintió sin decir una palabra. Su mirada estaba más apagada de lo habitual.
—Oye, ¿qué pasa? ¿No estás ni un poco feliz?, porque yo lo estaría, muchísimo. Saldrás en libertad, ya quisiera estar en tu lugar —Suspiró esperanzada—. Te deseo mucha suerte, amiga mía.
"Libertad".
La mujer de hebras oscuras no recordaba la última vez que había pensado demasiado en esa palabra. Igual que otros sentimientos, la libertad, como sentir, había muerto en el corazón que alguna vez tuvo y que hoy yacía bajo un epitafio.
Su cuerpo se sentía completamente vacío como si le hubieran extirpado todos los órganos vitales pero siguiera funcionando de una manera inexplicable, incluso durante el juicio llevado a cabo años atrás donde su defensa evitó que le dieran cadena perpetua alegando que había perdido la cordura.
Todas la conocían allí, todas conocieron su historia desde antes de su traslado a la penitenciaría. El caso había resonado un poco en los medios de comunicación en su momento por la brutalidad de los hechos.
Dos eran las guardias que estaban ahora del otro lado de la celda, una de ellas sacó un juego de llaves y abrió la cerradura.
—Tú, afuera —Le dijo a la sonriente mujer que se despedía de su compañera. La abrazó por última vez antes de unirse al grupo de reas que caminaba en fila en dirección a las duchas—. Son Chaeyoung, tu hora exacta de salida es 8 y 10 de la mañana. Te asearás en la enfermería ya que te harán una revisación antes de marcharte.
—Deme solo un minuto, se lo suplico.
La autoridad asintió y Son se giró débilmente para apoyarse contra el hierro de la litera.
Era hora, ya era hora y la idea de tener que irse la entusiasmaba poco por no decir que nada, no estaba lista, nunca lo estaría, cómo. Era como un pájaro al que arrojaban al abismo con las alas cortadas.
Muchas reclusas hubieran hecho lo que fuera por recuperar su libertad, ella no. No quería ver ni ser vista por el ojo del civil común, se lo había dejado en claro a su abogado pero él era tan hablador e insistente con sus monólogos de justicia que terminó saliéndose con la suya.
Se llevó una mano a la frente dura como un adoquín, sudaba frío por una repentina agorafobia que le impedía despegar los pies del suelo sin sentir que alambres le atravesaban las rodillas. Lágrimas amenazaban con salir de sus maltratados ojos, las que no quisieron salir en toda la noche ahora se revelaban ante la realidad de su soledad; nadie la esperaba afuera. No tenía a nadie.
Sus amigos nunca fueron a visitarla y a sus padres no los veía más que una o dos veces al año, ya eran unos ancianos por lo que entendía y agradecía que siguieran adelante con su vida, si ella dejaba de existir quería que todo se mantuviera de esa forma, por eso tampoco les hizo saber de su libertad condicional.
Vió de reojo a las guardias hablando entre ellas y entonces levantó un poco el colchón de la cama para sacar un objeto que no tocaba desde que se lo había quitado hace casi dos décadas: Su sortija de matrimonio. Ya no estaba casada, no, pero tocarlo era como devolverle recuerdos de muchos acontecimientos que le había tomado años enterrar y que ahora vagaban como zombis por el cementerio dentro de su cabeza y se cruzaban a su pecho para romper los muros con el nombre de Mina.
Sus días de felicidad, las promesas mutuas de amor, la angelical voz y las facciones del rostro que jamás olvidaría, todo era hermoso y tormentoso para su sobreexplotada mente. Los momentos más memorables junto a la mujer que más había amado en toda su vida regaban con ácido su difunto corazón.
Se mordió el brazo para ahogar sus sollozos. El anillo todavía encajaba en su dedo anular pero ya no tenía ningún valor para nadie, no representaba nada más que su triste, feliz y monstruoso pasado. Mina ya no era su esposa, ya no era suya, todo estaba completamente roto entre las dos y nada la destrozaba más que el hecho de que jamás lo volvería a ser.
Algo se atoró en su garganta dificultándole tragar.
La imagen de Mina siendo mortificada por Jeonguk nunca abandonó sus pesadillas y la culpa de no haber sido capaz de protegerla la persiguiría por siempre. La mirada desfigurada, llena de miedo atroz con la que se encontró justo antes de que la policía la metiera al patrullero no salía de su cabeza.
No la había visto a la cara durante todo el juicio, tampoco recibió visitas y quiso convencerse de que luego de la sentencia no querría volver a saber de ella, pero se equivocó. Mina fue a verla a la prisión, le envió cartas que nunca fueron leídas, todo disparaba a niveles exorbitantes el odio, la culpa y la impotencia de Son. Se rehusaba a ver los pedazos rotos de su esposa, enloquecería si lo hacía y esta vez sería para siempre. Por esa misma razón nunca levantó la cabeza ni tampoco el teléfono en ninguno de sus encuentros. Un día no lo soportó más y amenazó con quitarse la vida si volvía a pisar aquel horrible lugar. Fue la última vez que Mina fue a visitarla. Los papeles del divorcio no tardaron en ser enviados a la que había sido su casa y luego de que su abogado le informara que habían sido firmados decidió enterrar los restos de su corazón y de su alma en una fosa común.
Las cartas dejaron de llegar también. Meses después se enteró de que su empresa había quebrado y que todos sus bienes debieron ser vendidos para saldar la totalidad de sus deudas. Nunca supo qué fue de Mina, tampoco preguntó, estaba demasiado rencorosa consigo misma.
—Reclusa Son.
Con fuerza, secó sus ojos rojos con sus antebrazos.
Sus análisis habían salido regulares como siempre, no había contraído ninguna enfermedad nueva pero su mala alimentación por su poco apetito, así como otros problemas que había desarrollado a lo largo de los años, la tenían en un estado de salud poco optimista. Luego de que le devolvieran sus viejas ropas se cambió y le hicieron firmas unos papeles.
De una escena a otra se halló arrastrando los pies por un largo pasillo, escoltada por las dos mujeres uniformadas, que la guiaba por diferentes puertas de metal oxidado. Tras ser abierta la última cerradura sintió escalofríos. Un paso, bastó solo uno para que las puertas se cerraran a sus espaldas y supo entonces que había dejado la reclusión.
El viento golpeó contra ella, revolviéndole el cabello y raspándole la piel. Era tan delgada que podría ser llevada por la corriente como si estuviera hecha de papel.
Conseguir aventón no fue complicado y luego de largas y silenciosas horas de viaje se encontró caminando por la ciudad de su infierno. Muchas cosas habían cambiado, nada era igual a como era antes, incluyéndose a sí misma. Era como una forastera en tierras baldías y desconocidas.
Por supuesto que no halló a la persona que tanto anhelaba encontrar. La casa de dos plantas que en el pasado compartía con su esposa, aquella que solía llamar hogar, donde planeaba criar a sus hijos, donde envejecería junto a su amada ahora le pertenecía a otras personas, otras ocupaban los sueños que infelizmente ella no pudo cumplir.
Reprimió el llanto mordiéndose los labios rajados. Sin embargo, cuando vió a otra familia saliendo de la casa no lo soportó más y se empapó en lágrimas. Sus rodillas le fallaron haciéndola caer sobre la vereda de enfrente. No importó que la escucharan llorar, que la gente la mirara como a una pobre vagabunda al pasar. Ella lo tuvo todo y se lo habían arrancado de las manos.
Se quedó ahí hasta que cayó el anochecer, tosiendo fuerte y con la soledad enfriándole los huesos. Quería rendirse y morir pero algo en la luz de los postes que alumbraban la oscuridad la distrajo de su decisión. Era naranja como la luz de las luciérnagas que visitaban su jardín en las noches de verano cuando era pequeña. A Mina le gustaban también.
"Amor, respeto, complicidad y sobretodo confianza mutua".
Ya no le quedaba energía ni tampoco voluntad para seguir pero aun así algo más la empujó a subirse al último tren rumbo a Gu-geudan, su pueblo natal. Mirando por la ventana fue recordando otros memorables momentos de su infancia antes de que sus padres tomaran la decisión de mudarse a la gran ciudad. La gran mayoria de ellos tenían como coprotagonista a quien le había enseñado a amar. ¿Dónde estaba ahora? ¿La odiaba por irse a prisión y dejarla sola? ¿Algún día la perdonaría? Chaeyoung rezaba y rogaba por que sea en el lugar del mundo donde estuviese gozara de buena salud, que no se hubiera rendido y hubiera podido rehacer su vida. Ella ya no sentía frío, ya no sentía calor, no quería cerrar los ojos o no los volvería a abrir, tan solo deseaba ver las luciérnagas por última vez.
Pisar el suelo de Gu-geudan hubiera sido nostálgico y emotivo en otras circunstancias, no en estas, en estas la desdichada mujer vagaba enferma y solitariamente por las calles en las que solía andar y perseguir a las luciérnagas cuando era joven.
Se preguntó a dónde habían ido los insectos, era verano y no había ni uno. ¿Habían emigrado? Y si ese fuera el caso, ¿regresarían alguna vez como ella lo había hecho? Las ganas de dormir se hicieron presente y su más que débil cuerpo amenazaba con fallarle de nuevo si no se apoyaba en algo. A lo mejor ya era hora de partir a un mejor lugar.
Fue entonces que divisó borrosamente una luz moviéndose entre las estrellas del cielo. La luz fue acercándose a ella hasta posarse en su mano, le dejó un cosquilleo y se marchó lentamente. Chaeyoung no tenía fuerzas, no, era un cuerpo moribundo andante pero hizo su mejor esfuerzo por mantener el equilibrio y mover sus piernas. Siguió a la pequeña luz, la siguió como en su niñez, esa que tanto echaba de menos, la siguió casi trotando y sin darse cuenta fue adentrándose cada vez más al pueblo.
Cuando se cansó y tuvo que detenerse a respirar, miró a su alrededor. Rápidamente reconoció el lugar, las viviendas, los colores, los árboles a los que le gustaba trepar después de la escuela, esta era su calle. Su casa estaba muy cerca.
La pequeña luz la hizo avanzar unos metros más hasta encontrarse frente a la que había sido la casa de su infancia. Nada más que ya no era solamente una casa.
En sus pupilas se reflejó las luces de las decenas de luciérnagas posadas sobre cada hoja, cada pétalo de la gran diversidad de plantas y flores repartidas entre diferentes partes de aquel vivero ornamental. Nunca antes en su vida había visto tantos bichos de luz brillando juntos para iluminar la noche y sin duda era una de las cosas más bellas y placenteras de apreciar visualemente. Las luces anaranjadas fosforescente... Todas estaban ahí, todas vivían ahí, en lo que alguna vez había sido su patio y jardín. Además de ella, solo conocía a una persona que disfrutaría con igual intensidad de algo así de maravilloso.
La luciérnaga guía volvió a posarse en el dorso de su mano.
—¿Cha-Chaeyoung?
La luz desapareció otra vez, se fue volando por su hombro. El cuerpo se le paralizó cuando le pareció escuchar su nombre.
—Chaeyoung, ¿eres tú? —Era esa melodiosa voz, la angelical voz de la cual seguía muy enamorada y que le era imposible olvidar. Sus pesados párpados fueron subiendo y un órgano que daba por muerto empezó a latir dentro de su pecho.
Tuvo una corazonada.
Lentamente entonces fue moviéndose hasta voltearse por completo. Algo hermosamente doloroso le devolvió la vida y la calma a su alma.
—Mi amada esposa.
La mujer a tres metros de distancia asintió con emoción. Sí, seguía siendo su esposa, nunca había dejado de serlo.
—Sí, Chaeyoung. Soy tu esposa, tu esposa Mina.
Tal vez era un espejismo por el fuerte anhelo de tenerla consigo, tal vez ya habían dejado este mundo y eran dos almas conmocionadas en medio del reencuentro, o tal vez sí era Mina la que la miraba con lágrimas de felicidad cayendo a raudales por sus mejillas, con quien ahora se abrazaba con fervor como si no hubiera un mañana, o a lo mejor se habían convertido en dos luciérnagas destilando sus luces fosforescentes por el cielo nocturno de verano de Gu-geudan, nadie podía confirmalo con certeza.
Lo que sí era cierto era que a partir de ahora no volverían a separarse. Juntas superarían sus traumas, sanarían sus corazones y estarían para sostenerse la una a la otra por el resto de la eternidad.
Fin.
Bueno...
Se me ocurrieron diferentes finales para esta historia pero ninguno me terminó de convencer del todo, así que decidí cortarlo acá, queda más safable así.
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