Epílogo
Un año después
—¡No! —Gritó, dándole un suave empujón hacia un lado, jugando. —¡Es mío, suéltalo!
Megumi rio en voz alta, agarrado al cojín, tirando de él y peleando con Itadori para ver quién se lo quedaba. A su lado, Sukuna tan sólo resoplaba, con el mando de la televisión en la mano, mientras pasaba las películas cartel tras cartel. Sí, era del tipo de persona que elegía una película por su carátula.
El ambiente había cambiado. El apartamento era más acogedor, estaba más decorado y se respiraba un suave ambientado de frambuesa que hacía poco que habían comprado. Nanami observó uno de los cuadros de las paredes, que mostraba un paisaje, ignorando a los tres amigos. Se dio la vuelta para mirarlos, dándose cuenta de la ausencia de uno en particular.
No dijo nada, salió del salón y se encontró con que la puerta de la cocina estaba cerrada. La abrió, a sabiendas de lo que buscaba, a sabiendas de qué iba a encontrar. Intentó sonreír, al menos levemente, al verlo allí parado frente a la ventana.
—Satoru. —Llamó, cerrando tras de sí. La estancia era rectangular, no muy grande, a la derecha estaba la encimera y los fogones y a la izquierda una pequeña mesa. —¿Todo bien?
Y Satoru dejó de fijarse en los árboles del parque de enfrente del edificio. Asintió con nostalgia, la nieve de noviembre se había quedado atrapada en su corazón, amenazando con helarlo. Sostenía una taza de chocolate caliente entre las manos, con su característica sudadera gris y aquellos pantalones de deporte del mismo color. Relativamente peinado, relativamente bien.
—Necesitaba un poco de silencio. —Dijo, devolviendo la vista a la naturaleza, sintiendo al otro acercarse. —¿Y tú? ¿Todo bien?
Sorbió un poco del chocolate, sintiendo su garganta arder. Cerró los ojos con fuerza, arrugando la nariz, reprimiéndose por no haberlo soplado antes de tomarlo. Acabó por dejar la taza sobre la encimera para esperar a que se enfriara un poco. Se frotó los brazos para entrar en calor, mirando cómo su amigo se atusaba el jersey cremoso que llevaba, aparentemente nervioso.
Ladeó la cabeza, sonriendo, pensando que no se creía lo que le había dicho. Estaba bien, algo bien, muy bien; aquello dependía del momento del día. Pero todo estaba bien, vivía con la persona a la que quería, había conseguido escapar en cierto modo de su familia y podía sentir y hablar con libertad. El armario del baño estaba lleno de pastillas y sus brazos portaban más cicatrices que jamás se borrarían, pero había mejorado.
Lo habían hecho juntos. Megumi y él. Nanami y él. Sus nuevos amigos y él.
—Sí, sólo quería decirte que me alegra que seas feliz. —Nanami evitó el contacto visual de forma extraña, alejándose de aquella mirada de cielo oculta tras las gafas de cristal negro. —Me alegra que hayas recuperado la sonrisa que vi desaparecer. De la que me enamoré, tiempo atrás.
Se quedaron en silencio.
El albino sintió cómo su propia respiración se cortaba de golpe y contenía el aliento. De repente, se sintió abrazado, pero ni siquiera podía pensar más allá de aquellas palabras. Tuvo que procesarlo lentamente, mientras acariciaba su espalda y se agarraba a él con fuerza, temblando.
—¿Qué? —Alcanzó a decir, preguntándose si acaso lo que había escuchado había sido real.
—Me arrepiento de no habértelo dicho en su momento, tenía miedo de que me hicieran lo mismo que a ti y eso contribuía indirectamente al problema. —Susurraba, con su voz grave e impasible siendo rota pedazo a pedazo, pero con timidez. —Ojalá haber podido ayudarte antes, me alegra mucho que seas feliz con Megumi. Realmente te lo mereces, te mereces sonreír.
Únicamente podía haber una razón por la que le había confesado eso. Hacía un año exacto que había estado en el hospital, el año pasado durante el que sufrió de convulsiones posteriores a la fractura de cráneo y el año pasado durante el que sufrió de sí mismo y de su propia cabeza. Se apartó de él para sostener su mandíbula, analizando su rostro, impidiéndose llorar.
Recordaba las escasas veces en la biblioteca, cuando huía de sus compañeros de clase y se encontraba a Kento allí, rodeado de libros. También recordaba cómo la mayoría de la clase evitaba hablarle o, directamente, mirarle.
—Gracias, no sé qué decir. —Musitó, abrazándolo de nuevo. —¿Ahora...?
—No, ahora no me gustas, idiota. —Bromeó su amigo, dándole una suave palmada entre los omóplatos para restarle importancia. —Ni por asomo.
Ambos rieron, el albino se abrazó a sí mismo al verse liberado para mantener el calor de su cuerpo. Fuera la nieve caía y podían escuchar a los tres amigos hablar, en el salón. Se quedaron callados, observando el paisaje al otro lado del cristal.
Por algún motivo, su pecho se volvió una nube de tristeza y desolación. Tragó saliva, ahogando aquel nudo de su garganta que amenazaba con ahogarlo en un profundo abismo. Sus labios se curvaron en una expresión de desamparo y se agarró a sus propias mangas, notando que su respiración se alteraba. Da igual cuántas veces al día o a la semana sucediera, da igual cuántas veces había pasado hasta entonces.
Nunca podría acostumbrarse a los bajones repentinos. Mucho menos cuando tenían rostro, voz y nombre.
—¿Sabes algo de...? —Se atrevió a preguntar, con un hilillo de voz. —¿Ellos?
—No deberías preguntarme eso.
Tomó aire para contestar, pero no supo qué decir. Quería saber cómo les iban sus vidas, porque en ocasiones soñaba con él y se arrepentía de su último encuentro; porque a veces sentía que un hueco de su corazón seguía perteneciéndole.
Ya había hablado del tema con su psicólogo, sabía que estaba mal. Pero nunca podría olvidarse de él.
—Lo siento. —Soltó, jugueteando con los cordones de su sudadera.
Nanami le dio un amistoso apretón en el hombro, comprensivo.
—¡Papá, esta no es tu casa!
Satoru pegó un respingo, soltando lo que tenía entre las manos. Escuchaba a su novio hablando con su padre en el recibidor, mientras que él estaba en la habitación, observando cosas.
Cosas. Acarició la fotografía una última vez y la encerró entre las páginas de aquel diario de años atrás. Se arrodilló bajo el escritorio para guardarlo todo en aquella pequeña caja donde estaban sus recuerdos, dibujos de cuando era un niño y cosas que no podía dejar atrás.
No se sorprendería si, algún día, se levantaba con la noticia de que su padre le había desheredado. Aún estaba esperando a que lo hiciera, la bofetada que acabó en su rostro la noche en la que le contó que se mudaba con un amigo sólo confirmaba que al hombre no le interesaba su felicidad. Incluso le había cancelado la tarjeta de crédito.
Por suerte, había encontrado un trabajo a medio tiempo como cuidador de niños y su madre solía mandarle dinero en efectivo los fines de semana. Ijichi se lo llevaba en un maletín negro, como si fuera una película de vendedores de droga.
—¿Satoru? —Megumi lo observó desde el umbral de la puerta. —¿Qué haces ahí debajo? Papi viene a saludar.
—Estaba mirando una cosa, ya voy. —Salió de debajo del escritorio, con cuidado de no pegarse contra la superficie, y se sacudió la camiseta de pijama azul pastel.
Su novio se quedó atrás, mientras él salía al pasillo y llegaba al recibidor con una tímida sonrisa.
Toji Fushiguro admiró su rostro, llevando una mano a su mandíbula. Lo acarició con lentitud, orgulloso de él, aunque aún le quedaba camino por recorrer. Aquella clase de cosas no se curaban en un sólo año.
A veces, ni siquiera se curaban. Pero, estaban trabajando mucho; habían trabajado tanto desde que le dieron el alta del hospital. Había tenido que sufrir observando todas las secuelas que habían quedado en él, las marcas, la recuperación de la fractura. Había llegado a considerarlo como un hijo y sabía que estaba mal, pero le tenía demasiado cariño. Sabía que jamás se abriría con otro terapeuta y, mientras todo fuera bien, continuarían de aquella forma, ignorando su relación profesional cuando estaban en familia y trabajando juntos cuando estaban a solas.
—Tened una buena noche, ¿vale? Yo volveré a mi casa. —Anunció el mayor, acercando al albino para otorgar un suave beso entre su pelo. —Adiós, cielo.
La puerta se cerró y Satoru se quedó con sus labios en su cabeza, abrazándose a sí mismo. Su padre nunca le había hecho eso, su madre en un par de ocasiones que podía contar con los dedos de una mano. Aquella familia era tan cálida y acogedora que le hacía darse cuenta de que nunca antes había tenido una.
Regresó a la habitación a paso lento, tocándose el cuello, ¿es que el nudo seguía ahí metido? Era molesto.
De repente, una bola de pelo negro se apegó a su pecho, unos brazos rodeándole. Frunció el ceño, acariciando su espalda con lentitud, queriendo preguntarle si pasaba algo.
—Toru... —Megumi alzó el mentón, mostrándole lo que tenía. Una fotografía. Esa fotografía. —Pensé que te habías deshecho de todo.
Se la arrebató, respirando rápidamente. El chico se apartó, dolido por el gesto, y se sentó sobre la cama con sus pantalones cortos y aquellos calcetines lilas que subían por sus pantorrillas. Llevaba aquella camiseta blanca que le había hecho, un año antes, con el bordado de un corazón en el bolsillo del pecho y en la parte trasera uno igual, atravesado por una flecha.
Observó de nuevo la imagen, con un vacío entre las costillas. Los tres estaban sentados en un banco, la playa de fondo, sonriendo. Shoko se cruzaba de piernas con un cigarro entre los labios, mientras que Suguru y él se pasaban un brazo por los hombros, más pegados.
Se disculpó con un murmullo, acudiendo al escritorio y guardando la fotografía en las páginas del diario. Aquella libreta destartalada estaba llena de listas de alimentos y sus calorías, de calendarios con tachones y pensamientos aleatorios. Y la fotografía de sus amigos era como una bola de plomo atada con una gruesa cadena a su tobillo.
No quería deshacerse de ella, ni siquiera sabía cómo explicárselo a su novio sin hacer que se preocupara. Pero aquel par de preciosos ojos azules ya lo estaban mirando con atención desde la cama. Ninguno de los dos rebuscaba en esa caja, pero había sentido la necesidad de hacerlo después de la charla con Nanami.
Tenía una insana curiosidad, pero le bastaba con que ambos estuvieran bien. Haber cortado toda relación había sido fácil, pues había sobrevivido a los sin ellos, pero, después de la paliza ciertas cosas se hicieron difíciles. Le preocupaba que Fushiguro fuera a la misma facultad que Suguru, no quería que le pasara nada malo.
—No quiero borrar el recuerdo de ese día. —Explicó, entrecerrando los ojos cuando el otro apago la luz del techo para encender la de la mesita de noche. Se dejó caer a su lado y le ayudó a quitarse los graciosos calcetines. —Solo es eso, un recuerdo, como el resto de cosas de la caja. Es parte de mí y es igual de válido que otros.
—Lo sé, no pretendía hacerte sentir mal. —Se disculpó, jugueteando con sus pies en el aire, antes de meterse bajo las sábanas. Habían comprado hacía poco una cama más grande para poder dormir cómodamente. —A veces me preocupa que lo sigas viendo como un amigo, pero no pasa nada. Es difícil borrarlo todo, ahogar la curiosidad, ¿no? Y no podemos estar felices siempre.
Le había costado entender aquello, ir a terapia no era para sentirse feliz. La felicidad que el resto de personas buscaba ver en otros conformaba una relación de toxicidad. Aquello invalidaba el resto de emociones, como si lo único que tenían derecho a sentir fuera alegría, y acababa por bajar su autoestima y hacerle sentir culpable, ¿por qué solucionar sus problemas debería llevar a la felicidad? A él le gustaba la calma.
La positividad tóxica era una mierda. Aceptar sus emociones era mucho mejor que aceptar opiniones de gente cuyos consejos ignoraría.
Megumi se acercó a sus labios, buscando un beso dulce de buenas noches. Su boca sabía a frambuesa y su pelo de azabache olía a arándanos. Su chico de las frutas del bosque se acurrucó y se escondió en su pecho, apagando la luz de la mesita de noche.
—Te quiero. —Susurró, depositando un beso entre su pelo. Acarició su camiseta, oliendo las frutas de su esencia. Era como un pastel, era su pastelito. —Megumi, hoy me lo pasé muy bien, gracias por invitar a tus amigos.
—También son los tuyos, Toru. —Río por lo bajo al sentir caricias en la cintura, aquello hacía cosquillas. —Yo también te quiero.
Se abrazó a su cuello, peinando con los dedos su cabello de nieve, era precioso y suave, con su piel tan clara y limpia. Gojō no tenía lunares ni manchas en su cuerpo gracias a su condición genética y era extraño y maravilloso al mismo tiempo. Cuando se bañaban juntos se quedaba admirándolo todo el tiempo, deslizando los dedos por su cuerpo desnudo.
Justo como hacía en aquel instante, colando la mano por dentro de su pijama azul y acariciando su torso con delicadeza. Sentía sus abdominales y aquellos tímidos pectorales que se formaban en su ya atractivo cuerpo. Se alegraba de que hubiera comenzado a comer como debía hacerlo y a hacer deporte regularmente —a diferencia de sí, que adoraba quedarse en el sofá comiendo palomitas—. Sin embargo, en ocasiones vigilaba que terminara de comer los platos enteros o que, al menos, dejara pocas migajas.
Realmente le había costado dejar de poner la oreja al otro lado de la puerta del baño después de cada comida, para comprobar si lo vomitaba todo o no. Satoru se esforzaba, era consciente de ello, con lo que había dejado de hacerlo. Además, confiaba en que le contara lo que pasaba por su cabeza.
Regresar al ritmo de vida normal había sido difícil, pero nadie había dicho que fuera a ser fácil. Su padre le había pedido que tuviera paciencia con el albino y que aprendiera a ver cuándo su comportamiento era el verdadero y cuándo estaba irritado por los efectos secundarios de las pastillas.
Su mayor miedo era que comenzara a desarrollar una esquizofrenia, pero mientras tuviera los antipsicóticos para los pensamientos intrusivos todo estaba bien. Tampoco había sufrido de ningún ataque psicótico desde que salió del hospital.
—Tengo calor. —Dijo, quitándose la camiseta y arrojándola al suelo. La piel de sus piernas se volvía cálida cuando se entrelazaba con el otro. —¿La calefacción está puesta? Me estoy muriendo.
—Puede. —El albino rodó con su novio bajo su boca, entre pequeñas risas. Envolvió sus labios con cariño, sintiendo cómo lo acariciaba con su lengua y lo mimaba con pequeños toques en su espalda.
Y quererse era lo más normal del mundo, aprender a tocarse y besarse hasta que el resto desapareciera, dar voz a los pensamientos que le decían que tenía que huir. Las primeras veces que durmieron juntos se despertaba de madrugada cubierto en sudor, después de pesadillas y apenas soportaba que se tocaran de forma sexual.
Tiempo después, las manecillas del reloj los escuchaban disfrutar. Ya no tenía miedo de decirle que no podía continuar por revivir ciertas cosas, ya no tenía que sentir que el sexo era algo que se mereciera. Era amor y, si su corazón flechado estaba de por medio, lo besaría hasta el amanecer.
—Mañana tengo clase por la mañana. —Avisó Megumi, con una pequeña risa. —Esta noche necesito dormir bien.
Satoru asintió y se tumbó sobre él, abrazado a su abdomen desnudo. Se conocían tan bien, sabían leerse el uno al otro como quien recitaba poesía un día de primavera, pero siempre sería noviembre en sus corazones.
Unas sesenta y cuatro mil palabras más tarde, November with you acaba con un final feliz.
He de decir que esta ha sido toda una travesía llena de lágrimas y conceptos complicados de la personalidad de los personajes. Me ha encantado escribir sobre Satoru y sus problemas, sobre Megumi y cómo se lía él sólo y sobre Toji y el amor por su hijo.
Amé esta historia con todo mi corazón y que acabe me pone triste, echaré de menos a estos chicos :")
¿Qué os ha parecido? La revelación de Nanami en un principio iba a ser para el capítulo pasado, pero decidí dejarlo para el epílogo. La fotografía de Satoru y el hecho de que en un pasado se autolesionara con los cristales que la recubrían es un hecho simbólico.
Lamentablemente, la mayoría de abusos nunca son denunciados, así que decidí mantener esa dura realidad aquí.
Gracias a todos por llegar hasta aquí, os adoro <3
Como siempre, si alguien tiene alguna duda la contestaré con gusto, aunque creo que todos queremos saber qué pasó con Shoko y Suguru, supongo. Contestaré con gusto nwn
Muchísimas gracias por leer ♡
A todos los que alguna vez se han sentido como Satoru
Hay salida. Puede tener forma de persona, de letras en un papel o de las manecillas del reloj
Pero, la hay
<3
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top