25
Toji Fushiguro cruzó el rostro de su hijo con una bofetada no lo suficientemente fuerte como para que le hiciera un daño real, pero lo suficientemente seca como para hacer que resonara contra su piel.
Megumi se llevó una mano a la mejilla, estupefacto y con los ojos llorosos. Su padre nunca le había puesto una mano encima, nunca le había hablado mal ni le había intimidado a propósito para hacer que corrigiera su comportamiento. Su pecho se encogió y liberó todas las lágrimas que tenía retenidas desde hacía rato.
¿De verdad lo había hecho todo tan mal?
—Eres... —El hombre se mordió el labio inferior, a punto de soltarle cualquier cosa, lo primero que acudiera a su mente. Se tocó las sienes, enfadado, dando un par de vueltas de un lado a otro, aún en el salón de su casa. —Joder, Megumi, eres un puto desastre sin cabeza, ¿sabes? —Arrugó la nariz, recordando la voz de Satoru y sus sollozos cuando estaba en la consulta. —¿¡Robar los datos de mi ordenador!? ¡Eso es ilegal! ¿¡Te creías alguna especie de detective, o qué!?
El chico bajó la cabeza, asustado, desolado. Apretó los puños en torno a la camisa blanca que llevaba, cuyo primer botón había cosido el albino.
—Sólo quería saber y ayudarle... No pretendía hacerle nada malo. —Musitó, sin atreverse a alzar la mirada. Escuchaba los resoplidos que el mayor pegaba y notaba calor en el rostro. —El otro día me crucé con Suguru en mi facultad, creo que estudia ahí y puede que Satoru se lo haya cruzado al ir al punto donde quedamos... Puede que sea eso, yo no soy el culpable, ¿cierto?
—¡Eso no es importante, joder! —Gritó Toji, observando por la ventana al parque de delante del edificio, se perdió entre los árboles, casi furioso. —¿No sabes distinguir cuándo una persona se vuelve dependiente de ti? ¡¡Sabías que había sufrido abusos y aún así le hiciste una puta mamada, Megumi!!
La carrerilla que llevaba su padre para echarle en cara todo lo que había hecho y las mil formas en que había desestabilizado a Satoru se detuvo cuando el teléfono del hombre sonó. Toji sacó su móvil del bolsillo, dirigiéndole una mirada no muy agradable, y se apartó de él.
Abrazó el cojín azulado contra su cara, queriendo ahogar sus hipidos desordenados, buscando una solución. Su amigo no contestaba a sus mensajes, tampoco a sus llamadas; su última hora de conexión había sido de antes de que se despidieran. De aquello último quizá podía sacar la conclusión de que no llegó a salir de la facultad de bellas artes, puesto que siempre le mandaba un mensaje diciéndole que se dirigía a la suya.
Y, de pronto, extrañaba el hecho de no saber nada de él. Echaba de menos los pequeños pasos que habían dado juntos y que habían continuado dando hasta la última noche, o hasta que le arrebató el tupper lleno de gominolas cuando se asustó al recordar el tema de sus atracones de dulces. Su padre tenía toda la razón.
La había tenido desde el principio.
Apartó todo de su cabeza cuando su padre regresó al salón, con una extraña expresión.
—Satoru está en el hospital y tengo que ir a verle. —Dijo el hombre, tragando saliva y guardando su teléfono en el bolsillo de sus pantalones.
—¿¡Qué!? ¿¡Por qué!? —Se incorporó de golpe, dejando caer el cojín al suelo. —¿¡Puedo ir contigo!?
—No, no puedes venir conmigo. Como mucho, puedes ir después que yo. —Soltó, yendo hacia su habitación para cambiarse de pantalones y tomar la cazadora de cuero. Cerró la puerta en las narices de su hijo, que lo seguía, y la volvió a abrir cuando estuvo listo. —Ve a comprar el pan, ¿quieres? Luego te mandaré su número de habitación y te diré cuándo puedes visitarle.
Megumi recibió un par de monedas en la mano apresuradamente. Frunció el ceño, estaba temblando por la única posibilidad que se le ocurría, ¿y si había sido culpa suya? ¿Y si...?
—¿No me vas a decir el por qué? —Preguntó, observando cómo su padre se ponía las botas negras. —Al menos dime si está bien...
Un par de ojos verdes se clavaron en él. Toji se incorporó y abrazó al chico con delicadeza, acariciando su espalda. La tela de la camisa era suave y algo fina.
Tomó aire, pero las palabras no salieron de su boca. Se agarró a su pequeña joya, lo único que tenía en aquel mundo, intentando poder decirlo en voz alta. Sabía que podía considerarse información confidencial, pero, ¿por qué iba a negarle saberlo? No podía dejarlo así, y más cuando se trataba de un caso tan grave de quien podría considerarse su pareja.
—Creo que tenías razón al decir que se cruzó con Suguru. —Acabó por decir, sintiendo de pronto los músculos de su hijo tensándose. —Fractura craneal e intento de suicidio... Hace horas que llegó, al parecer lleva unas cinco en el hospital.
Megumi se quedó paralizado. Un quejido salió de su cuerpo casi inconscientemente.
Ató cabos. Había tenido dos clases de dos horas cada una, había estado con Itadori y luego con su padre. Satoru nunca había salido de la facultad de bellas artes para ir al lugar donde habían quedado.
Ambos sabían qué clase de persona era Suguru. Al menos su padre le había tranquilizado al asegurarle que no tenía la culpa de que ese tipo le hubiera perseguido, intentando tener una cita, días atrás. Era un tipo verdaderamente horrible.
—Siento haberte hablado así antes, estaba muy enfadado y lo sigo estando, pero no era excusa.
Toji limpió el rostro de su hijo con los pulgares, depositando un suave beso entre su pelo de azabache. Se despidió con un susurro, temiendo alterarle más de lo que ya estaba. El chico se quedó clavado al suelo como una estatua, deshaciéndose como la cera de una vela ardiendo.
Satoru tenía la molesta sensación de estar drogado. Lo peor de todo era que ya estaba acostumbrado a ello.
No podía moverse. Una vía intravenosa entraba por su mano izquierda y tenía pánico a las agujas, las odiaba; quería librarse de ella porque podía sentirla dentro de él, bajo su piel, entrometiéndose en su interior. Su cabeza estaba elevada con sumo cuidado y no debía desplazarla un sólo centímetro, tenía que estar en aquella incómoda postura al menos cuarenta y ocho horas.
Odiaba los hospitales, odiaba los médicos, lo odiaba todo. Quería salir de allí y enterrarse en su cómoda cama, quería...
—¿Por qué no me dejáis morir? —Susurró, a sabiendas de que el otro estaba observando el esparadrapo que cubría su brazo izquierdo. También podía sentir los puntos de sutura, negros y horribles. —¿Por qué...?
—Satoru, debes descansar. —El chico sostuvo su mano derecha, sentado en una silla a su lado.
Nanami no se había movido de allí en todo aquel tiempo. Nadie había ido a visitarle, de nuevo, aunque Ijichi había estado entrando y saliendo varias veces.
No había tomado su teléfono. Se había apagado justo después de llamar al sirviente, cuando estaba en la facultad, tenía la pantalla completamente destrozada. Ni siquiera se había dado cuenta de que Suguru también había acabado con eso en particular.
Quiso llorar, pero no debía. Sabía que no podía sonarse la nariz, así que no quería derramar una sola lágrima. Suficiente sangre había escapado de su cuerpo, tanto de la herida como de su nariz; había moratones detrás de sus orejas y se sentía enormemente cansado.
Megumi estaría esperando a que respondiera sus mensajes. Quería contestarle, quería darle un abrazo y decirle que no volvería a interrumpir en su relación con Getō.
—¿Por qué fuiste a mi casa? —Preguntó, cerrando los ojos para no ver el aburrido techo blanco.
—Porque quería verte. —Respondió Kento, como si fuera algo obvio. —La última vez que nos vimos parecías ansioso y luego apareció ese chico... Pensé que te vendría bien hablar después de tanto tiempo.
Su cabeza aún viajaba entre ciertos ojos de mar y piel de porcelana, suave como el algodón y mimoso como un peluche. Sonrió como un idiota, su pecho se estremecía al recordarle, ¿por qué, de repente, se sentía tan lejano? Quizá era el efecto de las pastillas.
Lo cierto era que, si hubiera muerto, Megumi tendría demasiadas despedidas entre sus delicadas manos, ¿cuántas cartas había escrito? ¿Cuántas bolas de papel arrugadas había en su papelera? Letras desordenadas en su diario personal, estúpidos poemas de amor que nunca llevarían a ninguna parte. Sin embargo, su corazón siempre le pertenecería.
Quería verlo. Era puro dolor, pero quería volver a estar a su lado para dejar de sentirlo. Sólo esperaba que estuviera bien y que no se hubiera enfadado con él por no haber podido ir al lugar de siempre. El tupper con gominolas que le había llevado se había quedado en su mochila, en su habitación.
De repente, la puerta de la estancia se abrió y Nanami soltó su mano, dejándola cuidadosamente sobre el colchón.
Toji Fushiguro entró silenciosamente, una expresión de preocupación tiñó su rostro al ver a ambos chicos.
—Tengo que hablar con él, ¿te importaría irte? —Preguntó al rubio, no lo conocía y nunca lo había visto. Su físico le recordaba a ciertas cosas que su paciente había mencionado hacía tiempo, pero no lo ubicaba del todo, tampoco su nombre.
El desconocido se despidió en voz baja y salió del lugar, dejándoles a solas. Toji se sentó al lado del albino, con un pequeño y casi imperceptible suspiro de alivio al ver que estaba relativamente bien.
—Lo siento. —Se disculpó Satoru, antes de que pudiera decir nada. —Sé que hemos hablado muchas veces de esto, pero no podía más.
El hombre rozó su mano cuando el chico la alzó, buscando algo de contacto, ya que no podía levantar la cabeza para mirarle. La acarició con delicadeza y la apretó ligeramente, haciéndole saber que estaba ahí, que no pensaba abandonarle.
—No pasa nada, sigues aquí y eso es lo importante. —Toji se dirigió a él con voz suave, intentando no hacerle sentir culpable. —¿Te apetece hablar del tema? Lo cierto es que tengo muchas cosas que explicarte.
Apretó los labios, observando su lamentable estado. Realmente se merecía saber todo lo que había pasado a sus espaldas.
Estúpido, idiota, inútil, se repetía mentalmente, pagando la barra de pan y saliendo del local.
Megumi quería tirarse del pelo y arrojarse al río más cercano. Se sentía completamente apartado de la situación y estaba tan aterrado. Necesitaba verle, necesitaba besar su frente y abrazarle, arroparle y susurrarle que era lo mejor de aquel asqueroso mundo.
Su puño se cerró entorno al asa de la bolsa de plástico, pensando en todas las formas en que podría romperla y reciclarla. Mientras había estado en clase, mandándole mensajes sobre lo mucho que se aburría y las ganas que tenía de meterse en el interior de su abrigo, Satoru había estado sufriendo.
Se preguntó qué clase de tortura habría sido aquella vez, a qué inmundicia creada por el ser humano habría sido sometido injustamente. Era alguien maravilloso que no se merecía sufrir, ¿por qué siempre eran las buenas personas las que sufrian? Todo era tan cruel.
Se había esforzado tanto en crear un pequeño hogar para él, en hacerle sentir cómodo a su lado, en dar lo mejor de sí mismo. Estaba enamorado, tanto que sólo quería prometerle que, a partir de aquel momento, no se separaría de su lado. Dobló una esquina, maldiciendo por lo bajo, con lágrimas a punto de desbordarse de nuevo.
Fue entonces cuando chocó contra alguien. Se disculpó inmediatamente, apoyándose en aquel brazo generoso que le ofrecía sustento.
—Oye, ¿siempre eres tan descuidado?
Hizo una mueca al ver aquellos ojos rasgados, el pelo largo y sedoso cayendo por sus hombros, la cazadora de cuero.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top