23

Años antes

Megumi se cubrió el rostro, queriendo evitar que el agua lo tocara más de lo necesario. Soltó una pequeña risa cuando Sukuna volvió a salpicarle.

—Déjalo, Ryomen, es como un gato enfadado. —Itadori flotó sobre su propia espalda, observando el techo del invernadero con calma. Meter la piscina allí dentro había sido la mejor decisión que habían tomado para que el agua siempre estuviera cálida. —Apuesto todo lo que quieras a que no sabe nadar.

—Mentira. —Contestó, con tono burlón. Estaba sentado sobre uno de los peldaños de la pequeña escalera blanca que se internaba hasta el fondo. Sus piernas estaban empapadas y algunas gotas rebeldes se deslizaban por su pecho, cayendo hasta su bañador azulado. —Claro que sé, es sólo que no...

Pegó un chillido cuando Ryomen lo agarró de los tobillos y lo sumergió de golpe, soltando una carcajada. Emergió del agua completamente empapado, con el pelo negro chorreando por su frente, cubriendo incluso sus ojos. Movió las piernas para nadar con torpeza, agarrado al chico, que lo observaba con un leve rubor cubriendo sus mejillas.

Lo cierto era que no había tenido el suficiente tiempo para aprender a hacerlo, con lo que era como arrojar a un niño inexperto al mar. Se aferró al brazo atractivamente marcado de su amigo, haciendo un puchero ante las numerosas risas de Yuuji.

El Sol de verano entraba por la puerta del invernadero y el calor se apegaba a sus cuerpos. Incluso la noche anterior habían tenido que dormir separados y con la ropa esparcida por el suelo, vestidos únicamente con paños menores y sudando como cerdos en un matadero. Cuando se había despertado de madrugada y había ido al baño, se había encontrado con Ryomen metido en la bañera y tapado con una fina toalla, desparramado graciosamente.

Se apegó más a él, sintiendo cómo se acercaba a su espalda y metía la nariz entre su pelo, depositando un suave beso en su nuca. Rio por lo bajo ante la sensación de sus dedos rozando su cintura por debajo del agua, pero acabó cerrando los ojos cuando Itadori se acercó a los dos, alzando una ceja con picardía.

Y pensar que el día anterior se habían prometido que no volvería a ocurrir, temiendo arruinar su extensa amistad. Se conocían desde que eran niños de parvulario, desde que los gemelos se peleaban por cualquier cosa en el patio y él tan sólo reía y los seguía. ¿Aquello estaba mal? Eran adolescentes, tenían derecho a explorarse y descubrir el mundo que los rodeaba, ¿cierto?

—Yuuji... —Suspiró, echando la cabeza hacia atrás, sintiendo cómo el susodicho besaba su cuello con suavidad, atrapando los latidos de su carótida. Los dientes del otro resbalaban en la unión entre su cuello y su hombro y unas manos lo sostenían de la cintura para evitar que se hundiera. Sus piernas temblaban.

Acarició aquel torso húmedo. Un sendero de abdominales comenzaba a formarse en él, dos pectorales tímidos y clavículas que viajaban de lado a lado. Lo rodeó con los brazos, pegándose a su amigo con deseo, envolviendo su boca en húmedas sensaciones, sabor a menta y al cloro del agua, mientras Sukuna masajeaba con lentitud el interior de sus muslos detrás de él.

A pesar de haber nacido el mismo día y de compartir rasgos físicos, eran tan diferentes. Algo curioso era que Ryomen conservaba en señal de respeto el apellido de su abuela materna, que nunca llegó a verles nacer pues había fallecido una semana antes, mientras que Itadori conservaba el que deberían de llevar los dos. Mientras que uno era posesivo e irascible —aunque, en el fondo, se ruborizaba por cualquier cosa—, el otro era tan cariñoso como las nubes del cielo, con tiernos besos y caricias cuidadosas.

Había tantas posibilidades. Aún esperaba a que todos cumplieran los dieciocho para ver a Sukuna tatuarse el cuerpo entero, pues hacía tiempo que les había contado su idea. Tenía ganas de lamer los trazos negros de su mandíbula, envolver en calor el piercing de su lengua y morder las víboras de petróleo que, en un futuro, bajarían por su pecho.

Jadeó, sintiendo a Sukuna juguetear con su espalda, mordiendo su piel y deslizando el tacto desde el interior de sus muslos a su bañador azulado. Gimió en voz baja, con su labio inferior atrapado en los dientes de Itadori y la sensación del agua cálida tocando su trasero expuesto, donde unas uñas traviesas se clavaban.

La puerta del invernadero se abrió de golpe y los tres se separaron.

Megumi se apresuró a subirse la ropa, hundiéndose deliberadamente y cubriéndose el rostro con vergüenza, escuchando cómo los gemelos fingían mantener una conversación sobre cualquier partido de béisbol que habían jugado.

Se asomó tímidamente por el borde de la piscina, apoyando los antebrazos. Mierda, hubiera deseado hacer aquello mientras tenía a alguno de los dos gemelos detrás, atrapando su cuerpo contra la pared acuosa, tocándole, acariciándole.

—Cielo, se está haciendo tarde. —Toji lo miraba con los brazos cruzados, serio. Su hijo pudo apreciar una nota de rojez en su rostro y pestañas húmedas. —Te espero en el coche, ¿vale?

Asintió, extrañado por su comportamiento y aspecto. No sólo debería de estar trabajando, sino que el pueblo en el que estaban, que era el pueblo de los abuelos de sus amigos, estaba a media hora en coche de las afueras de la ciudad y a aproximadamente una hora de donde vivía.

Subió la escalera, con el agua chorreando por su cuerpo y se despidió de los gemelos con un abrazo y promesas de ver una película la próxima vez. Se envolvió en una toalla y salió correteando, en chanclas, tomando la mochila con la ropa. Salió de la finca a paso rápido, inquieto y llegó hasta el coche negro del hombre.

Casi una hora más tarde, llegaban a casa. El viaje había transcurrido en un silencio incómodo y tenía un nudo atascado en la garganta, ¿cuándo fue la última vez que vio a su padre así? La puerta del apartamento se cerró y pronto se vio envuelto entre los brazos del hombre, que lo abrazaba con relativa fuerza.

—Megumi... —Toji, agarró la toalla que llevaba y que lo cubría desde los hombros, para evitar que cayera y el frío del lugar lo golpeara. —Si algo te pasara alguna vez, tienes que contármelo, ¿vale? No quiero que nadie te haga daño...

El chico se quedó quieto, correspondiendo con inquietud.

—Siempre te lo cuento todo... ¿Ha pasado algo? —Se atrevió a decir, en voz baja, aplastado contra su cuerpo musculado. Escondió el rostro en su cuello, oliendo su perfume masculino y cerró los ojos, acariciando su espalda al sentir que estaba sollozando. Nunca había consolado a su padre y no sabía cómo hacerlo. —¿No estabas trabajando?

—Sólo tenía un paciente hoy. —Musitó el mayor, toqueteando los mechones negros de su preciada joya, lo único que tenía en el mundo. Con el pelo húmedo y liso lucía igual que él. —Es un chico nuevo, quizá un año mayor que tú... Joder.

Toji no podía soportar la idea de que alguien hiciera daño a Megumi, de que cualquiera lo tratara igual que a él lo había tratado su familia cuando era joven. Por eso había acabado dejándolos y cambiándose el apellido cuando se enamoró. Pero, aquel chico tenía toda una vida por delante, era tan amable y sus ojos transmitían una soledad profunda.

Había tenido que luchar para poder sostenerle la mirada a aquel par de cansados iris de cielo, para poder hablarle sin desmoronarse al ponerse en su lugar o fijarse de más en el resto de marcas de autolesión de su maltratado cuerpo.

—¿Papá?

Y nunca podría olvidarse de aquella horrible herida que cubría gran parte de su antebrazo izquierdo. Había llegado a la habitación del hospital cuando le estaban cambiando el esparadrapo, y la visión de los puntos de sutura negruzcos cosiendo aquella bonita piel le había revuelto las entrañas.

No porque no hubiera visto heridas con anterioridad, no porque no hubiera tratado con pacientes de intento de suicidio. Sino porque la profundidad del corte y el vacío de aquella mirada denotaban la más absoluta convicción de querer acabar con su vida.

Suguru hizo una mueca de asco, llevándolo a rastras por el pelo hacia los baños de la facultad. Agarraba los mechones de aquel asqueroso blanco con fuerza y el chico sólo agachaba la cabeza y sollozaba, suplicándole que no le hiciera nada. Llegaron al baño del final del pasillo y lo empujó contra la pared de azulejos azulados, cerrando tras de sí.

—¿Qué pasa contigo, Satoru? ¿Estás tan desesperado que andas detrás de críos menores que tú? —Arrugó la nariz con rabia. —¿De verdad creías que ibas a conseguir follártelo? Qué patético...

Soltó una forzada carcajada, sujetándolo del abrigo azulado. Su rostro estaba pálido y rojizo, en sus ojos sólo podía ver terror y aquel pecho se agitaba cada vez que intentaba respirar en vano. Sus pulmones debían ser una montaña rusa de torpeza e inutilidad y ni siquiera se atrevía a hablar. El albino no había cambiado absolutamente nada.

—¿Tienes algo con él? Os he visto... —Cuestionó, acercándose más de la cuenta. Su aliento rozó aquellos labios húmedos en lágrimas, perlas de cristal se deslizaban por aquellas níveas mejillas y, de pronto, tuvo ganas de estrellarle la cabeza contra el lavamanos más cercano. —¡¡Contesta, joder!!

Las rodillas de su antiguo amigo flaquearon y se dejó caer al suelo progresivamente. Apretó la mandíbula, completamente fuera de sí, e intentó resistir el impulso de pegarle una patada. No por mucho tiempo. Su bota negra se estampó contra la barbilla de Satoru y aquella odiosa cabeza se golpeó contra la pared con fuerza sobrehumana, un sonido seco y un mar de quejidos.

Por favor... —Susurró el otro, tocándose la parte de atrás de la cabeza en busca de sangre. No había, pero se sentía horriblemente mareado y asustado, había un cúmulo de explosiones en el pecho que ni siquiera le dejaban respirar. —Por favor, déjame seguir con mi vida... —Intentó incorporarse, pero una rodilla se clavó en su estómago y acabó de nuevo en el lugar donde siempre había pertenecido. Hipidos desordenados salieron de su boca por la brutal falta de aire. —Megumi y yo... Sí.

Gruñó como un jodido animal, agachándose para tomarle del abrigo, podía ver la conocida sudadera gris bajo el mismo. El chico intentó apartarle, sosteniendo sus muñecas sin fuerza alguna, como toda la resistencia que hubiera podido oponer se hubiera esfumado.

Apretó los puños, recordando los bonitos iris marinos de Fushiguro, la forma de su cuerpo con el uniforme de la cafetería. Era jodidamente guapo, podría estar con quien quisiera. Se había esforzado en acercarse y preguntarle si quería salir, había pensado que podría tener una oportunidad con él y había sido rechazado en varias ocasiones.

¿Y lo había abandonado por aquel pedazo de mierda? ¿Con todos los sueños y fantasías que creó sobre él? ¿Realmente le había rechazado por aquel inútil que se retorcía como un gusano?

—¿De verdad piensas que te quiere? —Soltó una cínica risa, otorgándole una sonora bofetada. Lo sacudió, notando que probablemente estaba confuso y mareado, hacía tanto tiempo que no lo tenía tan vulnerable entre sus brazos. —Qué iluso, ¿acaso te dijo que le gustas? ¿Acaso te ha pedido ser tu novio? ¿¡Qué clase de persona querría salir con alguien como tú!? Deja de soñar y despierta, escoria.

Satoru tembló, observando cómo sacaba su teléfono de uno de los numerosos bolsillos de los pantalones militares. Respiró rápidamente, tratando de levantarse para aprovechar que no estaba en sus fauces. Se apoyó en el suelo empapado de sus lágrimas, pero ni siquiera tenía fuerza para hacerlo.

Se quedó quieto, arrastrándose por la pared de azulejos hacia un lado sin importarle que sus vaqueros azules se mancharan, intentando alcanzar el picaporte de la puerta. Su cabeza daba vueltas sin parar, sus pensamientos lo acosaban sin descanso, ¿aquello era cierto? No tenía ni un solo recuerdo de Megumi diciéndole que le gustara. Su boca se volvió seca, sus dedos rozaron el pomo en vano y sintió cómo el otro volvía a agarrarle y lo clavaba contra la pared.

—Sólo te quiere para complacerse y abandonarte, ¿sabes? Siempre has sido tan ingenuo...

Tenía razón, Suguru tenía toda la jodida razón del mundo. Megumi nunca le había dicho que le gustaba, nunca le había pedido que fuera su novio. Había estado viviendo de putas ilusiones durante aquellas semanas, ¿cierto? Como si fuera un sueño demasiado bueno como para ser real. Y lo de la noche anterior... Sólo lo confirmaba.

Soltó un gemido lastimero, sin quejarse siquiera por la forma en la que el chico sostenía su mentón, clavándole las uñas en la piel, habituado a ello. Todos los pedazos que conformaban su corazón reconstruido se estaban cayendo al suelo, rompiéndose en mil pedazos al igual que sus gafas destrozadas.

Todo se estaba derrumbando a su alrededor, todo el mundo que había creado para poder ser feliz a su lado, todos los sueños que había tenido donde le hacía una tarta y le cantaba cumpleaños feliz; todos sus esfuerzos por ver su sonrisa aún cuando él estaba muerto por dentro, todas las tardes durmiendo abrazado a su pecho, escuchando el lento ir y venir de sus labios cuando se besaban con ternura.

Y su cabeza acabó por ganar la batalla, ¿acaso no era cierto? ¿Acaso no le había dado un beso con lengua demasiado pronto? ¿Acaso no se había quitado la camiseta frente a él sin vergüenza alguna cuando le regaló una nueva? ¿Acaso lo de la noche anterior no fue precipitado? Se había echado a llorar sin control, intentando tragarlo todo y ser fuerte, decirse que así era como sucedían las cosas en las relaciones normales. Que así era la vida de una persona normal de no dependía de pastillas para poder vivir.

Había convertido a Megumi en su todo. Todo se había roto y sólo quería morir.

—Vamos, míralo. —Suguru puso la pantalla de su teléfono frente a sus ojos, sujetándolo con fuerza para que no intentara huir como la rata que era. Pulsó el botón de reproducir de aquel vídeo pornográfico que había encontrado por ahí sólo para hacerle sentir mal, uno donde un chico con el pelo similar al de Fushiguro era penetrado por el que grababa. —Oh, ¿esto? —Giró su rostro y bajó el volumen de los sonoros y exagerados gemidos. —Él si sabe hacer las cosas bien, y no quiero que lo contagies de la basura que llevas dentro, ¿te enteras?

Se incorporó, dejándolo en el suelo. Rio al ver cómo incluso sus lágrimas se paralizaban y dejaban de salir, para luego acumularse con violencia. Tocó su cabeza como si fuera la de un perro y revolvió el pelo blanquecino. Gojō alzó la mirada, suplicante, como si estuviera buscando respuesta a una pregunta atascada al final de su garganta, como si no pudiera creerlo. Ladeó la cabeza con cinismo, esperando a que soltara algo coherente en vez de sus estúpidos intentos de respirar y hablar.

—... Lo siento.

—Buen chico. —Se burló, acariciándole con brusquedad, disfrutando de la visión del dolor ajeno en su máximo esplendor. No había persona más patética que el albino. —Si tan sólo te hubieras dejado follar así cuando me besaste aquella vez... ¿Sabes? Tal vez nada hubiera sucedido.

Satoru se encogió contra la fría pared, cerrando los ojos, esperando más golpes y humillaciones. Sin embargo, todo aquello había sido suficiente, la puerta se abrió y pudo escuchar los pasos de Getō alejándose por el pasillo vacío. Un suspiro de alivio escapó de sus maltratos pulmones, un quejido se hizo eco en el lugar. Intentó levantarse, pero las piernas le fallaron por enésima vez.

Su mochila estaba tirada a su lado, las gafas habían quedado en algún lugar del pasillo. Quería recoger los cristales y clavárselos en lo más hondo de su pecho, desgarrando venas y arterias para poder abandonar aquel lugar en paz, para poder dejar al resto de personas vivir.

Estaba tan mareado que ni siquiera sabía si las voces difusas que escuchaba conformaban parte de la realidad, a su alrededor, chillando en sus oídos, haciéndole daño en los tímpanos. Susurraban cosas extrañas que reconoció como insultos y aquella helada familiaridad con ellas lo asustó.

¿Cómo había podido ser tan estúpido?

Megumi sonrió, tapándose la boca con una pequeña risita.

—Deberías haber venido con nosotros. —Yuuji hizo aspavientos en el aire, con sus gestos característicos. —¡Fue genial!

Se apegó a él mientras caminaban por el pasillo de la segunda planta. Llevaba la mochila colgada al hombro, con el ordenador portátil y una libreta dentro, pero pesaba bastante. Su amigo llevaba aquella graciosa sudadera amarilla, que no pensaba dejar de ponerse por nada del mundo, y le contaba lo que había hecho el fin de semana pasado con su hermano.

Fue entonces cuando pensó en presentárselo a Satoru. Sukuna no estaba, pero Yuuji sí, y quería que el albino conociera a sus amigos. Tal vez incluso consiguiera que también fueran amigos suyos.

—¿Tienes cinco minutos? —Preguntó, jugueteando con la cremallera de su abrigo negro. —Me gustaría presentarte a esa persona.

—Oh... ¿Esa persona? —El chico alzó una ceja con picardía, dándole un juguetón golpe en el brazo. —Claro, como quieras.

Se ruborizó de tan sólo pensar en que su mejor amigo y Satoru se llevaran bien. Quizá podrían quedar los tres en una chocolatería, o ver películas junto a Sukuna; incluso podría presentarle a Nobara, su mejor amiga, que fue un gran apoyo moral cuando aceptó su gusto por los hombres, pero ella estudiaba en un campus diferente.

Sí, quería que Satoru hiciera amigos, o al menos comentarle la idea y así intentar que estuviera menos solo. Estaba seguro de que lo ayudaría a sanar.

Sabía que Yuuji lo sabía, puesto que su gemelo se lo había dicho días atrás. Agradecía que no se hubieran molestado con él por no avisar con antelación y realmente tenía ganas de volver a verse con ellos e ir al cine o a algún otro lado.

Lo cierto era que no siempre se habían visto para acabar en la cama. Su amistad había continuado sin trabas y aquello le había alegrado muchísimo, puesto que podían merendar o quedarse a dormir juntos sin que el tema sexual apareciera.

—¡Estoy muy emocionado! —Exclamó, bajando el último escalón y dando una vuelta sobre sí mismo. Tomó a Itadori de la muñeca y tiró de él por el vestíbulo. —Vamos, he quedado con él a esta hora, siempre nos vemos en el mismo sitio...

Pero, el pasillo estaba vacío.

Se quedó quieto, extrañado por su ausencia. Miró detrás de él, no había nadie; tampoco había nadie apoyado contra el radiador o mirando por la ventana. Satoru no estaba.

—¿Megumi?

Negó con la cabeza, restándole importancia. Sacó su teléfono y miró la barra de notificaciones. Ningún mensaje, la última hora de conexión que el albino había tenido había sido cuando se despidieron, horas atrás. Frunció el ceño, porque le había mandado mensajes mientras estaba en clase diciéndole que quería invitarle a una cafetería a la que su padre le había llevado hacía poco, pero no había habido respuesta alguna.

Apretó los labios y lo llamó, pero el número telefónico no estaba disponible. Volvió a mirar a su alrededor, su amigo lo observaba con una leve sonrisa, esperando a que hiciera algo.

—Creo que está fuera. —Soltó, tomando al chico de la muñeca y volviendo a arrastrarlo.

Salieron de la facultad y se quedaron en la acera. Sólo había nieve sucia por las pisadas y coches aparcados, estudiantes que iban de aquí para allá sin descanso. Intentó buscar su cabello blanco con la vista, un abrigo verde y llamativas gafas negras, pero Satoru no estaba.

Había desaparecido.

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