22
El teléfono de Satoru no tenía contraseña.
Obviando el hecho de que fuera un móvil de última generación con una de las mejores cámaras del mercado, Megumi se sorprendió por ello, ¿quién no le ponía una huella digital o un pin de acceso a su teléfono? Suspiró, sin poder dar una explicación a su pregunta.
Giró sobre sí mismo en la cama, quedando tumbado boca abajo, escuchando al albino duchándose en su baño. Se apoyó sobre sus codos, jugueteando en el aire con sus pies.
La persiana y las cortinas estaban cerradas y la única luz que había era la proveniente de la lámpara de la mesita de noche. Las sábanas estaban abiertas, pero aún no se había metido bajo ellas. La calefacción estaba puesta y no tenía frío en sus piernas desnudas, cubiertas por aquellos sencillos pantalones de color lila que llegaban hasta por encima de sus rodillas; la camiseta de manga corta del mismo color tenía el dibujo de unas uvas caricaturizadas, tenían rostro y sonreían en el centro de su pecho.
Realmente no estaba curioseando en sus conversaciones de chat, tampoco en su galería de imágenes. Abrió la cámara y se enfocó, haciendo un gracioso puchero para sacarse un par de fotografías. Así, cuando las viera por sorpresa en el álbum, sonreiría.
La puerta del baño se abrió y apagó el teléfono, dejándolo donde estaba, sobre la mesita de noche. Aleteó sus pestañas con ternura, viendo aquel leve rubor pintando las claras mejillas de Satoru.
—¿Puedo usar tu secador de pelo? —Preguntó el chico, con el corazón alterado al ver las líneas de su felino cuerpo tumbado. Ya se había puesto la camisa blanca de pijama y el pantalón largo grisáceo.
—¡Claro! —Rodó sobre su propio cuerpo, sentándose al borde del colchón. —Déjame ayudarte.
Satoru frunció el ceño, sin saber exactamente a lo que se refería. Pero, minutos más tarde, se sentaba sobre la tapa del inodoro y apoyaba la cabeza contra su abdomen, dejando que le secara el cabello y lo peinara con delicadeza. Se abrazó a su cintura, cerrando los ojos y sintiendo su lento respirar. Estaba cómodo, deseaba poder quedarse en aquella postura toda la maldita eternidad.
El amor no duele, había dicho su psicólogo hacía demasiado tiempo. Recordaba el momento exacto, cuando lágrimas de cristal se deslizaban por su rostro y acababan entre las sábanas de la camilla del hospital. Había tardado... ¿Tardado? Aún se llegaba a preguntar cómo había sido tan estúpido al no aceptar que Suguru era lo peor que pudo haberle sucedido jamás, que amarle era irracional, que lo que hacía para conservar a Mahito y al resto como amigos no era normal ni justificable.
Megumi era distinto. Le apreciaba y le valoraba por lo que era, no juzgaba sus palabras y no se burlaba de sus gustos o se reía de su aspecto. Era un pequeño ángel arrojado a un mundo cruel y hostil. En ocasiones, sentía que no lo merecía pero, siendo sincero, creía que era lo mejor que le había pasado.
Y, si aquello era amor, ¿por qué dolía cuando se iba? ¿Por qué, cuando veía la puerta cerrarse y sentía su perfume desaparecer, se echaba a llorar y se escondía? ¿Acaso no era amor? Dejó de escuchar el sonido del secador y una mano alzó su mentón. Megumi sonreía con ternura, acariciando los mechones blancos y peinándolos con suavidad. ¿Por qué no podía evitar sentirse mal cuando no estaba?
Debería de haberlo hecho, debería de haberle hecho caso a Toji y volver a tomar la medicación.
No le había dado tiempo a regresar a casa antes de ir al apartamento de Megumi, con lo que no la tenía allí. Mierda, ¿y si le daba un ataque? ¿Y si no podía controlarlo y moría allí mismo? ¿Debería pedirle que escondiera todos los objetos con los que pudiera hacerse daño? ¿Qué pensaría de él? El miedo se apoderó de su mirada y su amigo pareció notarlo.
—Creo que te falta algo. —Un par de cejas negras se alzaron y el chico recogió el secador, dejándolo sobre una cesta. Tomó el bálsamo de frambuesa y lo paseó por los labios del albino, sonriendo. —Ya está. —Ladeó la cabeza, preocupado por la ausente expresión de Gojō, como si no estuviera allí. Depositó un suave beso en su boca y volvió a llenar sus labios de bálsamo. —Ahora mejor.
Concentrarse en la realidad, en lo que tenía delante, era difícil. Ni siquiera supo cómo llegó a la cama y se tumbó con él encima. Sencillamente correspondió a sus pequeños y tiernos besos hasta que tuvo una verdadera noción de lo que estaba haciendo.
—¿Puedes...? —Susurró, alzando una mano para acariciar el rostro del chico que estaba a horcajadas sobre él. Tenía los labios húmedos, el calor se pegaba a su cuerpo y su respiración se alteró ligeramente. —¿Podemos parar un poco? Sólo unos minutos, por favor.
Megumi asintió, dejándose caer a su lado. Ambos se metieron entre las sábanas y, pronto, aquella nube blanca y con olor a arándanos se apegaba a su pecho. Apoyó el mentón en su cabeza, acariciando con suavidad su espalda, la tela de la camisa de pijama era delicada bajo la yema de sus dedos. Sonrió, depositando un breve beso en aquellos mechones.
—¿Escuchas mi corazón? —Susurró, rodeando su cintura con una pierna y estrechándolo con cariño.
—Sí... —El albino sintió, acunado por el calmado subir y bajar de su cuerpo, el calor que emanaba los envolvía con suavidad en aquel nido. De pronto, Toji se colaba en su mente, sus palabras, su tono de voz. Se revolvió, inquieto, preguntándose lo mismo que se había estado preguntando desde que salió de la consulta, ¿estaba preparado para una relación? —Megumi, ¿hasta dónde vamos a llegar?
—¿Qué? —Frunció el ceño, sorprendido por aquella cuestión. Se separaron, sentándose uno al lado del otro, con la espalda apoyada contra el cabecero de la cama, silenciosos y dubitativos. —Supongo que hasta donde queramos hacerlo, ¿no?
Apoyó la cabeza en su hombro, tomando una de sus manos y entrelazando los dedos con él. Aquellos ojos de cielo lo miraron de cerca, tan de cerca que pudo ver todo el universo en ellos, pudo verse reflejado entre las nubes de su cuerpo. Lo besó con lentitud, sosteniendo su mandíbula con cuidado, temiendo dañarle de alguna forma.
Y Satoru correspondió como la primera vez, dejando que su lengua envolviera el humedad su boca, explorara su interior con experiencia y bailara torpemente con la propia.
Su padre estaba completamente equivocado, se querían, no eran perjudiciales el uno para el otro. La prueba estaba allí mismo, había arreglado parte del espejo que su amigo conformaba, recogiendo todos los pedazos, sustituyendo unos por otros, arrojando los más horribles a la basura. Necesitaba que estuviera bien para demostrarle que su relación era capaz de funcionar, que no era la perdición de nadie, como había dicho alguna vez.
Megumi, eres la perdición de todo el mundo, había dicho, y sólo se había reído en voz baja, mientras lo abrazaba.
—Pero, tienes que decirme cómo te sientes cuando estamos así en la cama. —El acuoso sonido de un beso se hizo sonar por toda la habitación y ambos se miraron. Se apoyaba a los lados de su cabeza, sobre él, con los labios húmedos y el rostro rosado. Depositó un suave beso en la nívea frente, sintiendo sus torsos rozarse con lentitud en el gesto. —La comunicación es importante y no quiero que te sientas mal, Toru. Eres hermoso, no me gusta que te menosprecies en silencio. Veo mil virtudes en ti, y cada día que pasa se van sumando a la lista, ¿entiendes? Eres lo mejor que hay.
Saroru parpadeó un par de veces, las pestañas de escarcha aletearon con rapidez e incredulidad ante el tierno apodo, ¿aquello era para él? Se sintió afortunado, su pecho se encogió de felicidad y pudo olvidar la imagen de Toji diciéndole que aquello no estaba bien y que tenía que retomar la medicación cuanto antes. Megumi era su anestesia del resto del mundo que lo rodeaba, un mundo hostil que le hacía daño, que clavaba sus cuchillas en sus venas y lo veía desangrarse sin expresión alguna.
Nadie nunca lo había tocado de aquella forma, tan gentilmente, con tanta suavidad; tampoco nadie le había hablado así, ni siquiera sus padres o el propio Suguru.
Tal vez su psicólogo, pero él no contaba, a pesar de que en ocasiones pensaba que era su amor platónico, un hombre que sabía escuchar y que lo cuidaba con palabras bonitas. Pero, Zenin le había puesto freno a aquel pensamiento idealizante, aclarando que sólo hacía su trabajo, pero que le gustaba ayudarle y lo consideraba una buena persona. Sin embargo, durante un buen tiempo había detenido sus pupilas en aquellos músculos marcados bajo la ropa, en sus ojos selváticos y su voz ronca cuando se veían por las mañanas. Sí, lo había considerado su amor platónico, dependiendo emocionalmente de su presencia para sentirse bien consigo mismo, para sentir que había alguien a su lado.
Sus labios cosquilleaban por el repentino placer de lo que era la verdadera felicidad.
—Entiendo. —Dijo, alzando un brazo para rodear el cuello del chico y acercar su boca. Sintió los dos primeros botones de su camisa desabrochándose y rio en voz baja, aquellos dedos también hacían cosquillas. De repente, todos sus pensamientos malos desaparecían con lentitud, dejando su mente llena de aquellos ojos marinos donde podía ahogarse todas las veces que quisiera. —Entonces, quiero contarte como me siento ahora.
Megumi se deslizó por su boca una última vez, asintiendo con firmeza. Le gustaba que se abriera, que le hablara sobre lo que le había ocurrido. Cada cosa que soltaba le ayudaba en su camino para entenderle y, aunque ya lo supiera casi todo, los detalles le eran de importancia.
Itadori y Sukuna eran distintos, cada uno prefería ciertas cosas que el contrario no y tenían gustos diferenciados y específicos. Hablar con ellos era diferente, además de que tenía que andar evitando que se pelearan a cada rato. Tratar con una persona como el albino requería de delicadeza, estaba siendo delicado, ¿cierto? Debía de hablar del tema con su padre y hacerle saber de una buena vez que su relación estaba funcionando.
Era la primera vez que se sentía enamorado, no iba a echarlo todo a perder.
—Me gusta la forma en que me tocas, porque eres suave y sé que no me harás daño. —Comenzó Satoru, deslizando los dedos por todo el brazo del otro, tumbado junto a él. —A veces no puedo parar de pensar en cosas que ocurrieron en un pasado y me siento mal, muy mal. Sucio y... Tú haces que todo sea mejor. —Se encogió un poco, abrazándose a sí mismo, pero se dio cuenta de que su amigo se había colado entre sus brazos y se apegaba a su pecho, mirándole con ternura.
Tragó saliva, cerrando los ojos con fuerza. Su padre había ignorado las marcas de agarres en sus muñecas, el hecho de que aquel sirviente en particular insistiera en visitar siempre su habitación a media noche, cuando él ya estaba dormido. Había despertado con ese hombre en su cama, tocándole, besándole con perversión y se había quedado paralizado, dejando que jugara con él hasta cansarse. Todo hasta que Ijichi se había dado cuenta de que había desaparecido en cierto evento y lo había encontrado en los baños del restaurante en el que estaban, de rodillas frente a aquel depravado y ahogándose en un ataque de ansiedad.
Aquello había sucedido cuando tan sólo tenía diez años. A los quince volvió a ocurrir, en medio de la carretera vacía, en un bar. No le gustaba revivirlo.
—Fue hace años. —Se atrevió a contar, recordando a su psicólogo preguntándole si Megumi sabía de lo que había sucedido. —Dos veces, puedes imaginar de qué hablo... No quiero decirlo en voz alta, lo siento. —Se quedó observando de cerca la marea creciente de su mirada, al precioso chico que se apoyaba a ambos lados de su cabeza para besar su frente. —No había querido decírtelo porque creía que me ibas a rechazar.
—Nunca te rechazaría, Toru. —Rozó su nariz con la propia. —Eres muy valiente por contármelo, gracias.
Se acurrucaron entre los brazos del contrario, con pequeños besos de consuelo. Ni siquiera supo cuántos minutos pasaron hasta que apagaron la luz e intentaron dormir, pero el sueño no alcanzaba a ninguno de los dos. Ligeros susurros en la oscuridad del cuarto, la pequeña cama parecía hecha para que se mimaran con caricias.
Gojō exhaló un suspiro de placer, disfrutando aquella nueva sensación que asolaba todo su cuerpo, que se repartía por sus extremidades como una corriente eléctrica, comenzando en su corazón. Estaba bien, aquello estaba bien, sentir la boca de Megumi resbalando en la suya, bajando por su cuello con delicadeza, tomando los botones de la camisa entre los dientes y jugando a hacerle cosquillas en la cintura.
Rieron en voz alta, sin molestarse en ocultar las risas que salían de sus labios cada vez que los dedos del otro acababan de pasearse por la espalda ajena. Parecía gustarle que estuviera lleno de cosquillas y que cualquier cosa le arrancara una ligera risita.
—¡No, ahí no! —Fushiguro se retorció sobre sí mismo cuando el albino le dio la vuelta y comenzó a toquetear la parte de los costados cercana a las axilas. Su pecho se agitó y jugaron a perseguirse y atraparse entre las mantas.
—¡Venganza!
Satoru jadeó, cansado, y acarició su pelo de azabache, peinándolo hacia atrás en la penumbra. Se quedaron en silencio, inquietos. Dejó que su amigo se tumbara sobre él y lo besara con ardor, deslizando su cuerpo sobre el suyo en roces inesperados y poco sutiles.
—Oh, Toru.
Un ligero gemido se escapó de sus húmedos labios y sostuvo su precioso rostro. Piel delicada, ojos de azul intenso y aquellos pantalones cortos de color lila. Megumi era atrapante en todos los sentidos, no se arrepentía de haberse enamorado de él. No recuperaría las pastillas, sólo necesitaba su boca envolviendo la suya, sus tiernos abrazos y sus palabras de comprensión.
No, no se arrepentía, ¿cierto? Sus pulmones se agitaron con aquel pensamiento. Imposible, era lo mejor que le había sucedido jamás, era su motivo para vivir y no necesitaba nada más. Nadie le hacía sentir tan bien como él.
Enredó los dedos en su pelo de azabache, arqueando ligeramente la espalda cuando el chico besó su abdomen, desabrochando los botones de la camisa. Se forzó a sí mismo a aceptarlo, a reprimir el repentino impulso de huir de allí.
Y se quedó todo lo quieto que pudo, sintiendo su boca pasearse por la tela de sus pantalones que ocultaba el notable bulto que se había formado hacía tan sólo unos segundos. Aquello nunca había ocurrido, nunca nadie lo había tocado así.
—¿Puedo hacerte sentir bien, Toru?
Lágrimas subieron a sus ojos y se tapó el rostro, avergonzado. Quería que dejara de llamarle por aquel apodo, de usar aquel sensual tono de voz y de susurrar sobre su entrepierna. Mierda, no podía dejar que sucediera de nuevo, no podía dejar que su cabeza y sus estúpidos pensamientos ganaran.
Se centró todo lo que pudo en disfrutar del calor de su aliento, de su lengua aterciopelada subiendo y bajando, de su saliva envolviendo todo su miembro. Ni siquiera recordaba qué le había contestado, ¿le había dicho que sí? No era capaz de conectar con la puta realidad y era todo su culpa.
Estaba arruinando el momento.
Comenzó a llorar, a estremecerse. Ahogó sus propias lágrimas, gimiendo en voz baja, acariciando su suave pelo de azabache.
Satoru lo acogió en el interior de su chaqueta, envolviéndolo con suavidad.
—¿Vendrás a buscarme después de clase? —Preguntó Megumi, alzando la barbilla para mirarle desde el interior de su abrigo azulado. Deslizó las manos por su espalda y rozó el borde de sus vaqueros azules, apegándose a él. —Podrías venir a mi casa, o yo podría ir a la tuya...
—Lo que quieras. —Sonrió, agachándose para darle un breve beso en la nariz. Aquellas mejillas se llenaron de rubor juvenil y no pudo evitar tomarle del mentón y arrastrarlo hacia su boca en pequeños besos. —Podrías pensar qué es lo que más te apetece y luego me lo dices, ¿vale?
Su amigo asintió y se despidió con prisa, corriendo escaleras arriba. Había visto cómo se había vestido con la camisa con el botón que él había cosido. Se abrazó a sí mismo, enternecido, se sentía algo mareado pero todo estaba bien. Había despertado entre sus brazos, con la suavidad de la tela de su pijama color lila y aquellos pantalones cortos mostrando sus piernas. Había acariciado su costado, observando sus pestañas rizadas y sus labios de frambuesa mientras dormía. Megumi era perfecto.
Salió de la facultad para ir a la suya, cruzando el jardín lleno de árboles y nieve. Siguió las numerosas pisadas que ya estaban ahí, prometiéndose tirar a la basura todas las pastillas que tuviera.
Se acabaron los medicamentos, se dijo, como si no hubiera estado todos aquellos días tragando lo que sucedía en su cabeza, como si no lo estuviera ignorando y ocultando consciente o inconscientemente.
Se agarró a la barandilla de la escalera, subiendo con sumo cuidado, temeroso de resbalar. Sus manos temblaban, pero no por el frío. Lo de la noche anterior había estado bien, ¿cierto? ¿Debía contárselo a su psicólogo? Sabía que no lo aceptaría.
Suspiró, con lágrimas acumulándose en sus ojos. Estaba ocurriendo, Megumi se había ido y se estaba sintiendo como la mierda. Se detuvo en medio del pasillo vacío, preguntándose si de verdad era necesario subir las escaleras hacia el primer piso e ir a clase.
—Oye, Satoru.
Podría reconocer al dueño de aquella voz en cualquier lugar, unas manos tomándole de los hombros y empujándole contra la pared más cercana. Trastabilló y cayó al suelo, su espalda chocó en un golpe seco contra los azulejos grises y soltó un quejido, sosteniéndose las gafas.
Un par de ojos rasgados lo observaban desde arriba con arrogancia y su cuerpo se heló. Cazadora de cuero, cadena de plata al cuello y el pelo recogido en un moño, un mechón delineando su astuto rostro. La sangre de sus venas comenzó a pudrirse, las raíces de todas las rosas con espinas desgarraron en manojos ensangrentados sus pulmones. Jadeó en busca de aire, deslizando las botas por el suelo en un vano intento de alejarse, lágrimas de cristal cortaban sus mejillas en pedazos rotos.
Se sentía como un animal acorralado, con el corazón a punto de estallar, la boca seca, los labios cortados por el frío de noviembre; hiperventilaba, sollozando con fuerza, reviviendo todas y cada una de las palizas, los huesos crujiendo, la sangre manando de cortes certeros. El nudo en su garganta impedía que siguiera viviendo.
Suguru se agachó para observarle de cerca, con una mueca de asco en el rostro. Lo agarró del cuello del abrigo y lo sacudió con fuerza, gritándole.
—¿¡Me has echado de menos, pedazo de mierda!?
Su nuca se estampó contra la pared y las gafas cayeron al suelo. Una bota negra las aplastó, llenando las baldosas de cristales negros. Se estaba ahogando, no podía respirar.
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