21
Años antes
—La gente como tú debería morir. —Suguru escupió las palabras de la misma forma en la que siempre lo hacía, como si fueran veneno.
Satoru jadeó, buscando aire en vano, ¿por qué era tan estúpido? Podía ver, en una esquina no demasiado lejana, cómo Shoko, su amiga, lo observaba retorcerse como el patético gusano que era.
Cuando caía al suelo, aturdido y con la cabeza dando vueltas, se lo repetía una y otra vez. El mundo era tan cruel. No podía elegir a quién amaba su corazón y, lo peor, era que sabía que él le correspondía , ¿por qué otro motivo le habría devuelto el beso con intensidad? ¿Mostrar sus sentimientos era una mala opción? Las lágrimas se deslizaban por su rostro, su mente las confundía con la sangre que derramaría más tarde, a solas en su habitación.
El jersey color crema de invierno se apegaba a su cuerpo incómodamente sudoroso. La nieve se mezclaba con su pelo y se metía por entre el abrigo grisáceo, pero no era capaz de sentir el frío.
Realmente dudaba de que pudiera sentir alguna cosa que no fuera dolor.
—Maricón de mierda. —Murmuró el chico. Una patada en el estómago dejó al albino sentado en el suelo, sujetándoselo, temiendo que se le saliera por la boca. —Te gusta que otros tíos te toquen. ¿No? —La bota se estrelló en el pecho de Gojō y la apretó hasta que el chico se revolvía, con las manos agarradas a ella, tratando de quitársela. —Venga, sé que estás cachondo.
La presión le oprimía contra el suelo lleno de nieve de noviembre. No podía librarse, como si aquella fuera una cárcel permanente en la que tuviera que vivir día a día, encerrado. Había sido tan estúpido cayendo por aquellos ojos rasgados que lo observaban con cruel indiferencia. No lo entendía, ¿por qué actuaba así con él? ¿Por qué su amiga dejaba que le dieran una paliza tras otra?
Getō cambió la bota de lugar, apretando su entrepierna. Soltó un quejido de dolor al notarse aplastado. Arqueó la espalda y se arrastró un par de centímetros, moviendo las piernas inútilmente.
—¡Para! —Suplicó, pero al alzar la mirada sólo vio odio. Su pecho se llenó de ansiedad, una bomba que podía explotar. El nudo de su garganta le impedía respirar, no podía hacer nada, estaba indefenso.
—¿Te tocas pensando en mi? —Un puño se estampó contra su rostro, girándolo por completo. Su cuello estalló al sentir el repentino movimiento. El chico tomó de la barbilla y le obligó a mirarle, inclinándose sobre la bota que lo presionaba, dejando caer todo el peso de su cuerpo en aquella zona. —Contesta, cerdo.
—¡Déjame en paz! —Intentó levantarse en vano, debajo de los casi ochenta kilos del chico, con lágrimas en los ojos.
—Pervertido asqueroso. —Y ahí estaba, como de costumbre. La navaja relucía del mismo modo en que lo hacía el propio Sol, amenazante. —Tócate la polla pensando en esto.
Sujetó su rostro con fuerza, dejando que el filo de acero se deslizara por la piel, rasgándola. Satoru no hizo amago de revolverse, tenía miedo, tenía tanto miedo. La sangre emanó del corte con fluidez, manchando una de sus mejillas, llegando hasta su cuello. Cerró los ojos, suplicando por que se detuviera, necesitaba que lo dejara volver a casa, necesitaba respirar.
De estaba muriendo, quería morirse.
—Vámonos. —Mahito, que había estado observando la escena de cerca, puso una mano en el hombro de su amigo, dándole un apretón con camaradería. —Le prestas demasiada atención. ¿Acaso te lo quieres follar?
La persona que más quería lo miró, limpiando con asco la navaja en el abrigo azulado. La guardó en uno de los bolsillos interiores de su cazadora llena de parches y pines con símbolos y se levantó con calma.
—¿Eso es lo que quieres, maricón? —Le preguntó, sin dejar de observarle desde arriba. —La gente como tú sólo merece morir.
Aprovechó para encogerse sobre sí mismo, sabiendo lo que venía. Aquella bota se estrelló un par de veces contra su torso antes de que pudiera cubrirse adecuadamente. Las risas de los dos chicos llenaron el callejón, mientras Shoko sólo miraba.
Satoru sollozó, abrazándose, tirando en un callejón lleno de nieve sucia. Pudo ver cómo Suguru tomaba a su novia de la cintura y plantaba un beso en sus labios. Cerró los ojos, queriendo desaparecer de aquel mundo.
—Está bien. —Toji se masajeó las sienes, aparentemente saturado por lo que le acababa de contar. Observó cómo el otro jugueteaba con los cordones de su sudadera gris. —Supongamos que aceptas a esa chica en tu vida, como tu nueva amiga, ¿qué crees que pasaría?
Satoru apretó los labios, recordando su sonrisa dolorida, sus palabras suplicantes de un perdón.
—No lo sé. —Soltó, desviando la mirada hacia otro lado. —Tal vez me sentiría inseguro, porque desconfiaría de ella todo el tiempo.
El hombre chasqueó los dedos, apuntándolo, como si hubiera dicho algo realmente importante. Sus ojos verdes se clavaron en él, meditativos.
—Eso es. —Dijo, poniéndose el bolígrafo tras la oreja. —Lo que quiero decirte es que el hecho de otorgar un perdón no significa que debas tener a esa persona de nuevo en tu vida. No sólo te sentirías inseguro, sino que tu ansiedad aumentaría al sentirse desprotegido y temeroso de lo que podría hacerte, aún si ella no tiene intención de dañarte de nuevo.
Asintió, dubitativo. Su psicólogo tenía razón, ¿y si Shoko comenzaba a ignorarlo otra vez? ¿Y si regresaba a aquel abismo?
—Ella no vino a verme... —Susurró, tragando saliva ante aquel repentino nudo de su garganta. Cruzó las piernas, los vaqueros azules eran cómodos y cálidos. —Al hospital, me refiero.
No, no había ido. Cero mensajes, cero llamadas, ninguna preocupación sobre cómo estaba. Lo peor de todo era que se había imaginado que sería así. Que, si llegaba a matarse, a nadie le importaría, ni siquiera a sus padres, ni siquiera a sus compañeros de clase. Únicamente Nanami había aparecido cierto día a casi la hora de la comida, con una termo de café en la mano.
¿Y si volviera hacerlo? ¿Quién le visitaría? ¿Iría Megumi? Se mordió el labio inferior, abrumado por aquellos pensamientos. Miraba el bolígrafo con atención, ¿y se lo quitaba y se lo clavaba? Más de una vez se había pinchado con la punta de los bolígrafos, también de los lápices y de las tijeras. Joder, las tijeras. Odiaba los objetos afilados, cúters, cuchillos, la cuchilla de afeitar que apenas usaba...
—Satoru, ¿me estás escuchando?
El miedo apareció en el interior de su pecho, aplastando sus pulmones, desgarrándolos en vasos sangrientos contra sus costillas. Toji se había levantado del sillón y se acuclillaba frente a él, mirándole con suma atención.
Bajó la cabeza, encogiéndose en su propio sillón, avergonzado.
—Más o menos. —Susurró, luchando para que las lágrimas no salieran frente a él, ¿cuántas veces lo había visto llorar? ¿Por qué le seguía dando vergüenza? —Lo siento...
—Pareces ensimismado, ¿estás pensando en algo? —Había empeorado, podía verlo en sus ojos tan azules. Las gafas de cristal negro reposaban sobre el escritorio de la otra punta de la sala y fuera estaba lloviendo. Regresó a su sitio, ignorando su instinto paternal que le gritaba que hiciera un pequeño nido y lo acurrucara ahí. —Aún no me has dicho nada sobre Megumi.
Tal vez se lo imaginó, tal vez la falta de medicación durante el último día le estaba afectando seriamente, pero pudo adivinar una nota de resentimiento. La lenta pronunciación, la forma en que bajó el tono de voz a uno más grave lo inquietaron, ¿y si no le gustaba que tuviera pareja? Porque, eran pareja, ¿cierto?
Realmente no se habían preguntado si querían serlo, pero él consideraba su relación así. Lo quería y era querido, se querían. Sí, Megumi lo quería mucho, ¿verdad? Pero, estaba seguro de que no era el único en su vida, probablemente tenía cientos de admiradores y admiradoras. Mierda.
—Sí. —Contestó, sin recordar qué demonios le había preguntado. —Es decir, estamos bien, creo, ¿cómo sé que mi relación funciona? Es difícil, a veces me da la impresión de que estamos yendo demasiado rápido, otras veces me parece que ese es el ritmo de una pareja normal...
Aquel monólogo desordenado lo preocupó más de lo que ya estaba. Era obvio que el albino había empeorado, pero no se imaginaba que lo hubiera hecho tanto. Parecía perdido, como si al hablar lo hiciera para sí mismo, como si estuviera reproduciendo sus desastrosos pensamientos intrusivos.
—Satoru, te entiendo. —Soltó, cuando el chico se detuvo, como si estuviera abrumado por toda la información que había soltado en apenas unos segundos. —Tu pareja debe seguirte e ir al ritmo que ambos elijáis. —Explicó, imaginandose las formas que tenía de tirar de una patada la puerta del apartamento de su hijo y pegarle una bofetada con un delicado pétalo. —Pero, habiendo pasado por lo que has pasado... ¿De verdad es una buena idea? ¿Él lo sabe?
No, Megumi no sabía nada salvo aquello que le había contado. Cada día conseguía abrirse un poco más, sentirse un poco más seguro a su lado, tumbado bajo una manta y abrazado a su pecho. Su corazón siempre latía con ternura y aquel sonido lo calmaba.
—No, eso en concreto no lo sabe. —Acabó por decir, mirándole. Aquellos iris verdes eran bonitos, aunque tan intensos que las primeras veces que se vieron acababa incómodo.
Frunció el ceño, sus ojos titilaban, queriendo llorar. Aún podía sentir manos tocándole, aplastando su nuca con un agarre, su frente chocando contra la pared de delante, suplicando en voz baja mientras lloraba sin control. No quería tener sexo con Megumi, pero sentía que el chico lo merecía.
¿Desde cuándo algo como el amor era moneda de cambio? El mundo era hostil y peligroso, necesitaba hacerle saber que lo quería mediante otras formas. Se sentiría sucio y no podría evitar revivirlo todo. En la mansión, aquel sirviente en concreto; en medio de la más absoluta nada, en un bar de carretera lleno de hombre ebrios. No le gustaba que agarraran fuerte su cintura, que lo tomaran del pelo para obligarle a cumplir depravaciones, que lo tocaran.
Pero, Megumi lo tocaba bien, pequeñas y cariñosas caricias, sus fríos dedos rozando la piel de su espalda. Sabía que jamás le hablaría con brusquedad, que jamás le pegaría o le haría sentir mal.
—Eres muy valiente. —Toji ladeó la cabeza ligeramente, sonriendo. —Me alegra que tengas la iniciativa de llevar una vida común, pero creo que has empeorado desde la última vez que nos vimos, ¿te sientes bien en casa?
—¿Valiente? —Musitó, apretando los labios, pensativo. —En casa... Todo igual que siempre. Dejé de bajar al gimnasio porque siempre me encontraba a papá, aunque me gustaría volver a hacer ejercicio, realmente lo necesito. He roto la rutina.
Estúpido, se dijo a sí mismo. Un tenue color rosado pintó sus mejillas, pero no era rubor, era tristeza. Sorbió por la nariz, destrozado.
Le había costado tanto crearla, adaptarse a aquella nueva vida, obligarse a salir de la cama en los días en los que hacerlo parecía imposible. Caminar al menos media hora al día, dedicar al menos una hora a un hobbie que le gustara y hacer ejercicios que su psicólogo le mandaba.
El hombre se había quedado callado, mirándole como si estuviera pensando en algo importante.
—¿Por Megumi? —Cuestionó, alzando una de aquellas cejas negras.
—Sí, no lo sé... Supongo. —Tragó saliva, sin poder aceptarlo. —Estos últimos días me he quedado siempre en mi habitación, esperando a que me dijera algo... Ya no almuerzo en el comedor para intentar luchar contra la ansiedad, sino que almuerzo con él a solas en el pasillo y... —Negó para sí mismo, imposible. —¿Por qué me siento así? Soy incapaz de tomar ninguna decisión porque me bloqueo por completo. No hago ningún plan, ni siquiera salgo de la cama para estar libre sólo para él, sólo para...
Se cubrió el rostro, las lágrimas se colaban entre sus dedos y se deslizaban por su cuello hasta mojar la sudadera gris. Se sentó en el borde del sillón, hiperventilando. Estaba tan mal, su cabeza daba mil vueltas cada vez que algo ocurría a su alrededor. La simple caída de una hoja al suelo podía alterar todos sus sentidos con un miedo intenso, los pensamientos irrumpiendo en su cabeza con violencia.
Por su parte, Toji lo miraba intentando mantener la compostura, intentando no salir de allí y alejar a su hijo de él agarrándole del pelo. Quería romper las normas, acercarse y abrazarlo con sinceridad.
—He dejado la medicación. —Confesó el chico, limpiándose en vano. —La he dejado porque pensaba que, a su lado, podía ser normal y feliz...
La respiración del hombre se cortó en seco. Todo el aire salió de sus pulmones con lentitud, mientras el albino de frotaba los ojos.
Papi♡, 19:14h
—Tenemos que hablar
—¿Mañana por la mañana puedes pasarte por casa?
Megumi, 21:26h
¿Otra vez? —
Por la mañana no, tal vez por la tarde—
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Megumi suspiró, frustrado. Guardó el teléfono en el bolsillo de su abrigo azulado y alzó la mirada. Sonrió al instante, viendo al albino caminando delante de él con calma, dándole la espalda, sus pasos dejando huellas en la nieve.
La Luna brillaba en el cielo nocturno y las estrellas presidían por miles el reluciente firmamento. Apenas había viento, pero estaba tan frío como en un congelador. Hacía poco que había salido del trabajo y le había pedido a su amigo que lo acompañara, invitándole a quedarse a dormir en su apartamento.
Travieso, se quedó quieto, dejando que avanzara sin darse cuenta de que se había quedado atrás. Se agachó para coger nieve y la moldeó con sus manoplas rojas, haciendo una bola.
—¡Satoru! —Llamó, lanzándola con una ligera risa. Su aliento se congeló al instante y sus ojos titilaron de felicidad.
El chico sonrió, limpiándose el abrigo gris, donde la bola había impactado. Satoru extendió los brazos cuando lo vio correr hacia él y sostuvo su cuerpo cuando su amigo saltó para ser tomado en brazos.
—¿Quieres que te suba así a tu apartamento? —Preguntó, acariciando su helado pelo negro con delicadeza. Sentía sus piernas rodeando su cintura con fuerza y lo sujetó para que no cayera, asegurándose de que se sintiera cómodo. —Te aprovechas de que eres más pequeño que yo, ¿verdad?
—No, mentira. —Ocultó el rostro en el atractivo hueco de su cuello, jugando. —Quiero que me subas así y me dejes en la cama, ¿vale? Quiero darte mimos, muchos mimos... Y abrazarte mientras duermes.
Asintió, viendo que dejaba de esconderse, y dejó que llenara su cara de rápidos y cariñosos besos. Atrapó su boca con ternura, aquellos labios que sabían a frambuesa pintaron de rosa su corazón de cristal. Megumi era tan perfecto.
Y, al otro lado de la calle, una figura encapuchada observaba la dulce escena. El cigarrillo que pendía de sus dedos cayó al suelo, apagándose cuando una bota lo pisó con rabia.
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