20

Años antes

Satoru se aferró al libro con todas sus fuerzas, abrazándolo contra su pecho. No le gustaban las matemáticas, pero era tan grande y pesado que no cabía en su mochila. Sonrió para sí mismo, con el corazón enternecido, recordando lo que había sucedido la noche anterior, guardaba aquel momento como uno de los más preciados de su vida. Aquel tembloroso beso después de confesarse en voz baja, muy baja, intimidado por la presión social y de los valores y creencias de su familia.

Le gustaba su mejor amigo y era recíproco. Le había devuelto el beso con intensidad, dejándose caer sobre su cuerpo y manoseándolo, pero le había resultado tan incómodo que le había pedido con amabilidad que parara, porque aquellas cosas no le gustaban. Realmente le traían malos recuerdos. Sin embargo, se habían besado, aquello era lo que importaba.

Le daba igual que hubiera cierta gente que se burlara de él por cómo era, jamas dejaría que nadie supiera ni destrozara el amor que podía profesar por otros. Sonrió con timidez al verlo, al otro lado del patio, junto a otros chicos de su mismo curso. Se acercó con pasos rápidos y nerviosos, subiéndose las gafas por el puente de la nariz y apretando el libro contra su sudadera gris, como si fuera a explotar de un momento a otro.

—Estoy ocupado, ¿no lo ves? —Suguru frunció el ceño cuando le dio un pequeño toque en el brazo, en su habitual cazadora de cuero negro. El chico hizo una mueca, dándose cuenta de lo brusco que había sido. —Luego hablamos, ¿vale?

Asintió, pero retrocedió un par de pasos al ver cómo uno de los amigos de Suguru ponía una mano en su hombro, rozando el pelo largo que caía en cascada.

—¿Es que eres amigo de ese mariquita, Getō? —Cuestionó en tono burlón aquel en específico, el tipo de las cicatrices de suturas pasadas que tanto irrumpiría en sus pesadillas a partir de aquel día. —No me lo esperaba de ti...

Bajó la mirada y asumió que debía de salir de allí antes de causarle problemas a su amigo. No quería provocar que a él también lo comenzaran a molestar.

—¿Qué? —Suguru alzó una ceja, con arrogancia, mirando a Mahito de reojo. —Yo no soy amigo de este maricón.

Lágrimas subieron a sus ojos cuando su amigo, el mismo que le había besado la noche anterior, se giraba y le pegaba un empujón hacia atrás para hacer que los dejara en paz. El libro de matemáticas cayó al suelo.

Aquello fue lo primero de todo, el primer golpe seco que dejaría su corazón roto en mil pedazos.

Afortunadamente, Mei Mei apareció asomándose desde la puerta de la cocina, atraída por las voces.

Alternó la mirada de uno a otro, perpleja.

—¿Vas a consumir algo? —Preguntó a Suguru, reconociéndolo.

—Tu camarero no me deja —bromeó él —. Sólo quería hablar con Megumi un rato.

Megumi la miró, suplicante. Mei Mei se encogió de hombros y vocalizó la palabra ánimo, cosa que no le alegró en absoluto. La mujer regresó a la cocina.

Tuvo que tomar alguien. Ya estaba siendo serio, ¿por qué no le hacía caso? Ya había perdido la cuenta de cuántas veces le había dicho que no, pero el tipo seguía insistiendo. Le hacía sentir incómodo en su lugar de trabajo.

Se moriría de vergūenza si se le salieran las lágrimas de impotencia, aunque lo cierto era que necesitaba llorar.

—No, no quiero una cita contigo. Tampoco que me lleves a casa, ni visitar la tuya —espetó —. No quiero nada contigo, Suguru. No quiero, y punto. Deja de perseguirme por todos lados, deja de interrumpir mi trabajo, por favor —aquí se descontroló, le tembló la voz —. Ya acepté tus disculpas y no quiero volver a verte, ¿por qué no te entra en la cabeza? Sólo le haces daño a los demás.

—¿Qué? —Suguru hizo una mueca. Se levantó de golpe —. ¿Qué estás diciendo?

Megumi pegó un respingo cuando lo vio incorporándose. Dio un paso hacia atrás.

—Te he visto —comenzó, temeroso —. Le hablas mal a tus amigos, a esa chica con la que entraste, al otro también. Les dices cosas horribles, apuesto a que nunca te disculpaste con ellos. No voy a juntarme con alguien como tú.

No podía dejar de pensar en Satoru.

—¿Y a ti qué te importa lo que yo haga con mis amigos?

—Dudo que quieran seguir siéndolo después de eso —se estaba columpiando en la línea. Megumi era consciente de que no debería de hablarle así a alguien que no parecía poder controlar sus impulsos.

—Lo son —Suguru hizo una mueca, con el orgullo herido —. Y no lo entiendes, no tienes el contexto. No puedes juzgarme por haberme oído hablar cuando estaba enfadado. Ellos también tienen la culpa, ¿sabes?

Megumi dejó de limpiar. Soltó las cosas y, por primera vez, se acercó a él. Era más alto, más ancho, más fuerte. Agarró una silla y se sentó en ella, dispuesto a escuchar esa basura.

Suguru lo entendió al instante y se volvió a sentar, sonriendo.

—Mira, a veces las personas son una mierda y cuando reaccionas te hacen ver como el malo de la película —explicó, dando un golpecito sobre su casco de motocicleta —. Ella... la chica, no vale para nada, te lo prometo. Me fue infiel en varias ocasiones, no paraba de arrimarse a otros chicos y de vestirse como una zorra. Yo la quería, pero nuestra relación se volvió inestable por su culpa.

Se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Y el chico? ¿El chico de pelo blanco? ¿Qué pasa con él?

De repente, a Suguru se le llenaron los ojos de odio. Tanto odio que se le saltaron las lágrimas.

—No es más que un maricón de mierda. Solíamos meternos con él hace años, es asqueroso, aunque...

El corazón de Megumi se aceleró. No dijo nada, dejó que siguiera hablando. 

—Creo que comencé a odiarlo para encajar con el resto. —Continuaba, sin siquiera mirarle. —Sólo le di algunas palizas, nada más, pero los otros... Una vez tuvo una hemorragia externa en uno de sus ojos, tuvo que ir al hospital. Bueno, al hospital tuvo que ir varias veces. —Sorbió ruidosamente por la nariz. —Y sí, es ese tipo alto de pelo blanco, pero, él también tenía sus cosas, ¿sabes? Se comportaba como un jodido perro, era tan idiota que ni siquiera sabía alejarse... Sólo cubrirse la cara y esperar a que todo pasara, el típico cobar...

Fue la forma en que hablaba de ello como si no fuera más que el día a día, como si hubiera repetido esas palabras miles de veces. Jodido perro, idiota, cobarde. Megumi no aguantó más. 

—Eres... horrible —se le entrecortó la voz —. Eres una persona horrible —repitió, al borde del llanto. 

Quería saltarle encima y agredirlo. Y, encima, Suguru tenía la audacia de llorar lágrimas de cocodrilo. Se le había escapado una, solo una, y bajaba por su rostro con lentitud. Victimista. Manipulador. 

—¿Lo peor de todo? —Susurró Suguru, jugueteando con la cadena de plata de su cuello. —Unos amigos y yo lo invitamos a hacer una ruta en coche y lo abandonamos en medio de la nada cuando paramos para repostar. —Apretó los labios, limpiándose el rostro. —Al día siguiente me enteré de que unos tipos en un bar abusaron de él...

Suguru también había tenido la culpa de eso, joderDe todo.

Su padre siempre le decía que, la mayoría de personas que hacían daño a los demás habían sufrido primero. Y que, aunque no fuera una excusa para justificarles, lo importarte era cortar el círculo de odio para evitar más dolor innecesario. Se preguntó cómo había sido la infancia de Getō como para que acabara siendo un jodido monstruo. O si sólo había nacido así y era malo por naturaleza. 

Sea como fuera, Megumi se levantó, interrumpiendo. La silla se arrastró ruidosamente por el suelo, llamando la atención del otro. 

—Efectivamente, ni en otra vida tendría una cita con alguien como tú. Suguru me das asco, entérate —gruñó —.  Ha sido suficiente. Ahora, vete de aquí o llamaré a la policía. 

Sólo tenía ganas de llorar y abrazar a Satoru. 

—Lo siento... —Susurró, deslizando uno de sus mechones castaños por detrás de su oreja, donde un pendiente con forma de perla brillaba. —Por todo.

Satoru miró al suelo, conteniendo el aliento, la respiración, medio ahogado con el nudo de su garganta. Sus rodillas temblaban y luchaba por no desmoronarse frente a ella. Ambos estaban sentados en los sillones, con la mesa en el centro, separándolos como si fuera el abismo de los últimos años.

—Y siento lo que ocurrió en la cafetería. —Continuó Shoko, apretando los labios. —De verdad, lo siento...

—¿De verdad? —Se atrevió a cuestionar, encogiéndose en el sillón, abrazándose con fuerza. Aún tenía la camiseta de manga corta puesta y no quería que se fijara en las vendas, aunque sabía que las había observado con detenimiento. —Has venido hasta aquí sólo para decírmelo... ¿Y él?

Shoko titubeó, jugueteando con el borde de su jersey color coral.

—No lo sé. —Soltó, con voz tenue, como si recordara algo en concreto. —Hace días que dejé de salir con él.

—Oh. —Exhaló un suspiro, con su bonito rostro en mente, los ojos rasgados, la cazadora de cuero. —Enhorabuena, supongo, ya eres libre.

Se miraron, en silencio, a sabiendas de lo que pensaba el contrario. Suguru era especial, iba y venía sin rumbo, se quedaba o empujaba a sus amigos hacia el abismo que él creaba.

Un vacío se extendió en su pecho, aquel beso, los primeros golpes, los insultos, el episodio de la carretera. Y Shoko había colaborado en todas y cada una las palizas, de su cuerpo tirado en el suelo, sangrando por la nariz, las gafas rotas.

¿Los odiaba?

—Lo siento. —Acabó por decir, rascándose el cuello. —Tengo que pensarlo, agradecería que te fueras... Por favor.

La chica asintió con pesadez, resignada a respetar su decisión. Se despidieron sin formalidades, sin darse un beso en la mejilla o un abrazo, como alguna vez lo habían hecho.

Cuando tomó su teléfono, a solas, sí había mensajes de Megumi. Escuchó la limusina abandonando el lugar y sonrió, leyendo sus pequeñas y bonitas letras cariñosas. Quería besarlo y mimarlo, decirle que era lo mejor y lo único que le tenía.

Sólo él podía hacerle feliz, hacer que viera una pequeña luz en el túnel de su miserable vida. De hecho, ¿para que necesitaba la medicación si estaba él?

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