19

—Megumi, para. —Satoru tomó sus manos con delicadeza, besando su dorso con algo de inquietud, las apartó con lentitud. Sin embargo, su amigo volvió a hacerlo, peinando su pelo blanco hacia atrás, llenando de pequeños y desesperados besos su rostro. —Para, por favor.

Giró la cara hacia un lado, intentando evitarle, y sujetó su cintura. Ambos estaban en su cama, uno sobre el otro, podía sentir su peso sobre su regazo, el calor que le proporcionaba con cada ligero roce. Aquella postura le ponía inevitablemente nervioso y quería, necesitaba, que se tumbara a su lado y tan sólo lo abrazara.

—Te estaba dando mimos. —Se quejó el otro, subido a horcajadas sobre él. Suspiró y se dejó caer al lado, dándole la espalda. —¿Por qué no? —Susurró, sintiendo que el albino se apegaba a su espalda para rodear su cintura. —Antes estabas triste, estaba seguro de que los necesitabas.

No dijo nada, sintiéndose culpable, ¿Megumi estaba enfadado con él? Comenzaba a estremecerle aquel tono de voz que usaba con él, como si fuera un tonto niño pequeño. Se limitó a acariciar un poco su abdomen, notando la suave tela de la camiseta de tirantes negra que llevaba, dejando al aire sus brazos y omóplatos. Depositó un suave beso en uno de sus hombros, tenso.

Había insistido en ir al apartamento de Fushiguro, ya que no quería cruzarse con su padre en casa. No pensaba volver hasta tarde y, es más, ni siquiera quería volver. Su familia le repugnaba, le causaba náuseas y le daban ganas de mudarse y no volver a verlos jamás. Aún así, pocas veces los veía, cuando le obligaban a salir de su habitación para cenar o cuando estaba obligado a acompañarles a algún sitio extraño y que no le interesaba.

Todo era una mierda, y luego estaba Megumi, que se daba la vuelta para ocultarse en su pecho con un susurro.

Si no fuera porque, horas antes, cuando habían llegado, lo había visto curioseando en su mochila de clase. No se había enfadado, el chico se disculpó alegando que pensaba que era su propia mochila. Lo rodeó en un abrazo, toqueteando su espalda con ternura. Realmente le era imposible enfadarse con aquel bonito par de ojitos azules y sus dulces labios de fresa, era tan cuidadoso.

Aquel había sido su mayor defecto, años atrás. Continuar amando aún si había golpes de por medio. Tragó saliva, ahogado en aquel súbito pensamiento.

—Satoru. —Su amigo alzó la cabeza, agarrado a su sudadera gris, metía los dedos por debajo de ella, acariciando la piel de su espalda. El vello blanquecino de su cuerpo se erizó con lo frío que estaba. —No eres un egoísta, tampoco un inútil.

—¿Qué? —Frunció el ceño, sosteniendo su hermoso rostro.

Megumi negó, aleteando sus pestañas con gracia. Parecían hechas de mariposas y polvo de hada, sus mejillas rosadas probablemente sabrían a fresa y su pelo de azabache olía a arándanos. Había podido darse cuenta de que tener a Gojō en su habitación, alejado de la enorme mansión en medio de la nada, parecía resultar más cómodo, pues se mostraba más confiado.

Rodeó su cuello con los brazos y subió hasta su altura. Hacía rato que había sustituido la camisa blanca por la camiseta de tirantes, así que no tenía que preocuparse de que su ropa se arrugara. Metió una de sus piernas entre las del otro, apegándose a su cuerpo con cariño. Aquel cielo impregnado en sus iris se mostraba expectante, a la espera de una respuesta por aquello que había soltado sin pensar.

Tan sólo imaginar lo mal que debía sentirse por las noches, desolado en su gigantesca cama, entre unas sábanas que ni siquiera eran cálidas, su corazón se encogía. Quería meterle en una urna de cristal y prometerle que nadie, nunca, volvería hacerle daño, que nadie volvería a tocarle un sólo mechón de pelo sin su consentimiento.

—No lo sé, eres precioso. —Acabó por decir, tropezando con las letras. Sonrió con torpeza y besó la punta de su nariz, riendo por lo bajo al ver cómo cerraba los ojos durante un instante. —¿Tomaste tu medicación?

Se preocupaba por él. Lo quería.

La noche caía ya en Tokio. Megumi limpiaba mesas monótonamente, aprovechando que quedaban diez minutos para cerrar y no quedaba nadie en el local. 

Estaba cansado y tenía la mente en blanco. Sus piernas estaban agotadas después de una larga jornada de trabajo; un corte curado relucía en la palma de su mano izquierda y sus labios estaban algo secos porque se le había olvidado el bálsamo en el apartamento.

No veía la hora de poder volver a casa y arrojarse a dormir. 

Antes de ir a trabajar, se había pasado la mayor parte de la tarde con Satoru, envueltos en una manta y abrazados en la cama, dándose pequeños besos. Había podido notar su creciente nerviosismo con determinados gestos y no había dejado que se subiera a horcajadas sobre él de nuevo, aparentemente asustado. Sólo había querido mimarle.

Necesitaba ser suave con él, aprender de sus reacciones de la misma forma en que había aprendido de sus besos. Puede que en ocasiones se pusiera muy nervioso e hiciera las cosas torpemente, pero Megumi realmente tenía buenas intenciones. 

Demostraría que su padre estaba equivocado. Podían ser felices. 

Estaba ensimismado, frotando un paño húmedo contra una mancha de chocolate en una mesa, que apenas escuchó la campanilla de la puerta. 

Escuchó unos pasos. Una sombra se proyectó sobre él y Megumi alzó la mirada. 

—Hey —Suguru sonrió, sosteniendo su casco de motocicleta bajo el brazo.

Un hormigueo recorrió sus extremidades, amenazando con dejarlo ahí, paralizado. Apretó con fuerza el producto que usaba para limpiar, tenso.

—Hola —soltó, tragando saliva. 

Cabello oscuro caía por sus hombros, suelto, levemente ondulado en las puntas. Esa mirada astuta se paseó por su cuerpo de forma desvergonzada, deteniéndose en su rostro. Suguru tomó el respaldo de una silla, arrastrándola un poco. 

—¿Queda mucho para cerrar? —Preguntó, sentándose y dejando el casco sobre la mesa que el camarero aún no había terminado de limpiar.

Megumi comenzó a sudar. Miró a todos lados. Mei Mei estaba trasteando con algo en la cocina, no había nadie más. Recordaba las manos de ese tipo paseándose por su cuerpo, tocando su abdomen mientras le decía que sus piernas temblaban, que podría follarle. 

Se sintió asqueroso. La piel de sus brazos picaba. 

—De hecho... —evitó mirarle a toda costa, chocar con sus ojos rasgados, nervioso. ¿Se suponía que debía tratarle como a un cliente normal? Estaba claro que había vuelto porque quería algo —. Íbamos a cerrar ahora, lo siento. 

Suguru chasqueó la lengua. 

—Bueno, ¿puedo invitarte a algo antes de cerrar? —pidió, ladeando el mentón, encantador —. Sólo serán dos minutos. 

Un sentimiento de peligro lo invadió. Su dedo tembló sobre el accionador del producto de limpieza, tanteando el pensamiento de salpicarle con el químico en la cara. 

Algo iba a salir mal. Sacó algo de valor de entre el amasijo de nervios en el que se convertía cuando él estaba cerca y lo convirtió en algo más sólido. Cuadró bien los hombros, corrigiendo la postura de su espalda para verse más decisivo, y siguió limpiando la mesa, como si nada ocurriera.

—Lo siento, no —dijo, acabando por fin con esa molesta mancha de chocolate. Notaba la mirada de Suguru encima —. No quiero nada. 

—Vamos, nunca quieres nada. Ni que te lleve a casa, ni que te invite a algo —enumeró Suguru. Parecía molesto, pero lo ocultaba con una sonrisa depredadora —. ¿Por qué no aceptas y ya está? ¿Qué es lo peor que podría pasar?

No llevaba bien los jodidos rechazos. Megumi le dio la espalda, acudiendo a limpiar otra mesa donde no tuviera a alguien molestando, pero se dio cuenta de que le estaba mirando el trasero.

Suguru era el responsable. El responsable de que Satoru estuviera en ese estado. Lo había machacado, lo había hundido, apalizado, lo había roto y escupido sobre su cuerpo como si no fuera nada ni nadie importante, como si no fuera una persona. 

«El paciente admite ser dependiente emocional de su acosador, además de mantener sentimientos románticos hacia él»

Tenía ganas de llorar. Lo había escuchado pidiéndole al albino que prácticamente se matara, lo había escuchado hablándole de mala forma a aquella chica que había sido su novia. ¿Y ahora iba detrás de él? 

Llamaría a su padre. No quería volver solo a casa esa noche.

—¿Eres tímido? —Insistió Suguru, intentando recuperar la conversación.

—No, no lo soy —se volvió hacia él, apretando los labios. Estaba enfadado —. Sólo estoy trabajando. Por favor, déjame.

No era capaz de imaginar a Satoru sufriendo durante toda la secundaria, teniendo ansiedad por ir a clase cada mañana y cruzarse con Suguru. No podía imaginar cómo debió haberse sentido recibió el primer insulto, el primer golpe, cuando se autolesionó por primera vez.

—Bueno, si ahora estás trabajando eso significa que estarías dispuesto a verme cuando no estés ocupado, ¿verdad? —Suguru alzó una ceja —. Para eso he venido. Quiero una cita contigo. 

Ni siquiera era una petición. Suguru verdaderamente creía que aceptaría así porque sí, y probablemente estaba dispuesto a hacer lo que fuera por conseguir lo que quería.

Con el tiempo, Megumi había aprendido a identificar tres tipos de gente con la que no le gustaría juntarse. Los primeros pertenecían al grupo de los que cuchicheaban a sus espaldas, en voz demasiado alta, solían ser chicas menores que él, que elogiaban todo lo que una camiseta podía dejar entrever su piel; los segundos eran menos discretos y se quedaban mirándolo durante incontables e incómodos segundos, devorándolo con los ojos. Al menos, el primer grupo intentaba disimular.

El tercer grupo era distinto, quizá el más peligroso y horrible. Lo había entendido cuando había comenzado a trabajar en la cafetería. Gente que directamente le elogiaba, le hablaba con apodos cariñosos con cualquier excusa e insistía en invitarle a una copa. Suguru era una mezcla del segundo y el tercero, insistiendo en llevarle en moto a casa a pesar de compartir no muchas palabras, únicamente para tener intimidad con él, para hacer que le tocara y que se abrazara a su cuerpo.

No, Suguru era peor que aquello, porque no parecía ser una persona de mierda. Era un lobo con piel de oveja. 

—No —determinó.

—Oye, ¿por qué no? —se quejó Suguru, haciendo un gesto de decepción —. Iremos a donde quieras, pagaré yo. Luego podría llevarte a casa, o enseñarte la mía. Vivo solo, ¿sabes?

Joder. Intuía que sería una noche larga. 

—Estás empeorando.

Satoru negó, realmente convencido de ello. Sonrió con timidez y esperó pacientemente a que le sacara la fotografía. Acto seguido, se puso detrás de la cámara y miró a la pantalla.

Camiseta gris de manga corta, vendas en ambos brazos. Cansados ojos de cielo sin gafas y algunos mechones descolocados. Horrible, pero tenía que hacerlo. Ijichi lo estaba observando de cerca, con los labios apretados y aquel pelo lacio y pulcramente peinado hacia atrás. En ocasiones lo consideraba como su cuidador, aunque sabía que, como todos, sólo estaba allí por el dinero.

Aquella fotografía se sumaba a las otras, ¿cuántas llevaba ya? Le daba igual. Algún día, dentro de mucho tiempo, las miraría y vería cómo había cambiado gracias a la terapia.

—Gracias. —Dijo, haciendo un breve gesto para indicar que podía irse.

La puerta de su habitación se cerró y se quedó a solas. Se acercó al ventanal y abrió las cortinas para mirar el cielo. Un montón de estrellas cubrían el manto nocturno y la Luna brillaba con intensidad.

Le parecía romántico. Tanto, que se hundió en uno de los sillones y tomó su teléfono para comprobar si tenía algún mensaje de Megumi. No había ninguno.

Apretó la mandíbula, preocupado, ¿se estaba cansando de él? Apagó la pantalla, con un vacío echando raíz en su pecho, como un rosal que amenazaba con matarle, hacerle sangrar hasta morir. Las únicas notificaciones que recibía a lo largo del día eran las suyas, los únicos mensajes de preocupación y cariño eran los suyos; las únicas palabras bonitas, las únicas caricias, los únicos abrazos interminables.

Todo su mundo estaba girando en torno a aquellos bonitos ojos azules, tal vez porque no tenía nada más a lo que aferrarse. Tragó saliva, pensando en las palabras de Ijichi. Realmente estaba bien, nunca había estado mejor.

De repente, alguien tocó a su puerta.

—No necesito nada. —Alzó la voz para hacerse oír, preguntándose por qué demonios los sirvientes picarían a semejantes horas de la noche. Las manecillas daban las diez.

Sin embargo, la puerta se abrió, mostrando a una chica.

Se levantó al instante, poniéndose detrás del sillón, delante del ventanal, y agarrándose al respaldo de cuero costoso. Sus rodillas temblaron y sus pupilas se llenaron de miedo al verla allí parada, con sus vaqueros de tiro alto negros y el jersey de color coral; cabello desaliñado y características ojeras, el colgante dorado con una pluma.

—Hola, Satoru. —Shoko se quedó en el umbral, titubeando al verle tan alterado. —¿Puedo pasar?

Y Satoru se quedó quieto, paralizado, ahogándose con el propio aire.

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