18

—¿Ya lo estás soltando todo, niñato de mierda?

Satoru alzó la mirada, limpiándose la boca con papel higiénico. Quiso decir algo, pedirle que se fuera y que lo dejara en paz, pero el hombre se arrodilló a su lado y lo agarró por el cuello de la camiseta azulada del pijama.

—¿Así es como te tratas? —Cuestionó su padre, cruzando su rostro con una sonora bofetada. Soltó al chico, que se dejó caer de rodillas de nuevo, lágrimas recorrían sus mejillas, una de ellas más rojiza que la otra. —Nunca encontrarás una mujer que te ame, serás un fracasado. —Gruñó, dándole la espalda para salir del baño de su hijo, rabioso. —Ojalá escupas el estómago y te mueras.

La puerta se cerró de un golpe seco y Satoru se encogió en el suelo de baldosas, sollozando en silencio. Se tocó la cara con cuidado, encogiéndose contra la bañera de chorros de hidromasaje y, de pronto, quiso ahogarse.

En ocasiones, su padre entraba aleatoriamente en su cuarto, destrozando su intimidad para recordarle los eventos a los que tenía que acompañarle; la mayoría de veces sólo lo hacía para ver si se había muerto de una jodida vez y así no perder la herencia en un puto inútil como él.

Se apoyó en el borde de la bañera, sus rodillas temblaban y tenía hambre. Se había acostumbrado tanto a hacerlo, que las arcadas habían aparecido por sí solas en su garganta. Estaba perdiendo el control de su propio cuerpo.

Se incorporó con dificultad y tiró de la cisterna del inodoro. Las lágrimas caían por su maltratado rostro, mojando con pequeñas gotas sus pies descalzos.

Lo reflexionó unos instantes, hasta que decidió abrir la llave del agua y llenar la bañera. Necesitaba hundirse de verdad.

Megumi tomó su mochila y su chaqueta para luego salir corriendo de clase.

Había estado pensando en lo mismo durante las cuatro horas que llevaba sentado en la silla, dándole vueltas, aprovechándose de su posición en la última fila para revisar los archivos robados de su ordenador. Se sentía devastado, contagiado de su soledad, tan triste que podía notar los golpes de aquel horrible pasado.

Recorrió el pasillo como una bala, bajando las escaleras con velocidad. Aquella mañana no había recibido mensajes de Satoru. No había querido preguntar por la razón —como siempre hacía— y se había limitado a decirle que iría al sitio de siempre.

Bajó por el tramo de escaleras del segundo al primer piso y, al doblar la esquina, se chocó con alguien. Cayó rodando hasta el final del tramo con un quejido, sintiendo un fuerte golpe. Todo se disolvió en el aire al notar la sangre fluyendo por su nariz y se la cubrió, alzando la mirada.

—Mira por dónde vas, mocoso. —Aquel chico, el chico de la coleta y los ojos rasgados lo miraba despectivamente desde lo alto de las escaleras.

Suguru alzó las cejas, reconociendo a Fushiguro allí tirado. Se miraron un instante, suficiente como para que Megumi se tensara de nervios. La última vez que se habían visto, Megumi había rechazado su petición de llevarle a casa.

Le ofreció la mano para ayudarle a levantarse, pero Megumi no lo aceptó. El menor se incorporó por sí mismo, bajando la cabeza.

Suguru sacó un pañuelo de su mochila y se lo ofreció, aún receloso. Una gota de sangre se precipitaba por su bonita nariz. 

—¿Estás bien? —Preguntó, esperando a que aceptara su pañuelo. 

Megumi se quedó quieto, como si no supiera qué decir. Se había vuelto pálido, rígido mientras se cubría la nariz y negaba con la cabeza, negándose a mirarle. Suguru arrugó la nariz. 

—Tengo que irme, adiós —Megumi se atropelló a sí mismo con las letras, la mente confusa y mareada. Se apartó del otro y recogió sus cosas para luego echar a correr hacia el vestíbulo, sin cuestionarse siquiera qué era lo que hacía Getō allí.

Suspiró, llegando a la entrada de la facultad y entrando al pasillo que siempre estaba vacío, donde había quedado con el chico del pelo esponjoso y la piel suave y nívea. Aún sentía una punzada de inquietud en el corazón por Suguru. Ya se había puesto un pañuelo en la nariz para detener el ligero sangrado. 

Deseaba abrazar a Satoru y preguntar cómo había ido su día, llevarle a su sofá y taparle con una manta enorme para acurrucarse con él, como dos polluelos en su nido.

Hacía frío, pero había pensado en vestirse para sus bonitos ojos de cielo, con aquella sencilla camisa blanca y los vaqueros negros, algo ajustados; llevaba un gran abrigo verdoso porque, a decir verdad, la camisa no era del todo cálida. Tenía su botón, eso era lo que importaba.

Sin embargo, para cuando lo vio apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos de una elegante chaqueta de cuello alto de color azul marino, ya estaba llorando. Las lágrimas caían por todo su rostro mientras decía su nombre y se abrazaba a él sin previo aviso.

El encuentro con Suguru le había despertado inseguridad, y la información del USB de su padre le rondaba la cabeza con suficiente frecuencia como para cerrarle la garganta con un nudo. 

Sollozaba con fuerza, liberando toda la presión que amenazaba con reventar su pecho en mil pedazos desordenados. Su cuerpo temblaba y sintió cómo era arropado por su abrigo, no quiso despegarse de su sudadera gris, aunque la estaba empapando.

—Satoru... —Sorbió por la nariz, incapaz de decir nada coherente. Mierda, todo estaba mal con él, tan mal. Quería hablarle de tantas cosas, preguntarle tantas cosas, pero no podía.

—¿Pasa algo? —Preguntó su amigo, tanteando el azabache de su pelo, intentando alzar su mentón en vano. Quería verlo, limpiar su bonita carita y decirle que todo estaba bien, pero estaba apegado a su torso como una traviesa sanguijuela, desmoronándose. —Megumi, me estás asustando, por favor...

Satoru comenzó a notar aquella incómoda espina clavada en el centro de su pecho, justo en el esternón. Cada milímetro que Megumi se movía para temblar, eran metros en los que creía hundirse bajo tierra. Era demasiado sensible a las emociones externas, lo estaba poniendo nervioso y, de pronto, él también estaba temblando, hiperventilando al intentar sacárselo y apartarlo.

Lo sujetó por los hombros, por la chaqueta verde que llevaba, y lo echó hacia atrás, pálido y ojeroso, temeroso de lo que pudiera estar sucediendo, ¿acaso había algún peligro? Todos sus sentidos estaban alerta y se fijó en el aquel pañuelo que estaba adherido a una de sus fosas nasales, mojado en lágrimas.

—No, no, no. No me sueltes. —Pidió su amigo, regresando entre sus brazos. —Quieres un abrazo, ¿verdad? Seguro que necesitas uno... —Decía, agarrado a su sudadera con relativa fuerza. —¿Qué te ha hecho sonreír hoy? ¿Por qué no vamos a comer algo?

Frunció el ceño, apretando los labios con lo que no sabía si era frustración. Titubeó cuando el chico se puso de puntillas y se agarró al cuello de su abrigo azul marino para sellar un pequeño beso.

Intentó darle una sonrisa, pero no pudo. Se sentía extraño y, aún así, correspondió con cariño, acariciando su suave cabello negro. Decidió respetar su privacidad y no preguntar, tal y como hacía con él. Si tenía algo que contar, lo haría cuando fuera el momento adecuado.

Tener confianza con alguien era algo bonito.

—Tú me haces sonreír. —Dijo, intentando controlar la presión de su pecho, la sequedad de su boca. Se alejó inmediatamente, dando un par de pasos a un lado y así esquivar su intensidad, para evitar ponerse más nervioso de lo que ya estaba. —¿Tienes hambre? He traído algo para los dos...

Megumi se limpió el rostro y asintió, más feliz, al comprobar que estaba bien. O que, al menos, aparentaba estarlo. Ambos se sentaron en el suelo, sobre sus abrigos, y apoyaron la espalda contra el radiador. Como siempre, aquel pasillo estaba vacío y podían disfrutar de la agradable compañía del contrario.

Se recostó contra él, depositando un breve beso en su mejilla. Podía oler el champú de su cabello de nieve, olía a coco y su aliento a menta, como si hubiera masticado un chicle con anterioridad. Sin embargo, toda su calma se esfumó al ver que, lo que sacaba, era un tupper lleno de dulces. Recordó parte de lo escrito en los informes de su padre y sus músculos se tensaron.

Se lo arrebató al instante y Satoru lo miró, asustado.

—No irás a comerte todo esto tú solo, ¿no? —Preguntó, agitándolo para ver cómo los caramelos y la tableta de chocolate rebotaban en el interior. Lo abrió, echándole un vistazo de reojo.

—No, quiero compartirlo contigo, como hacemos siempre. —El albino habló en voz baja, intimidado. Alzó las rodillas para pegarlas a su pecho, ansioso. —Además, no he desayunado y tengo hambre.

Fushiguro abrió el tupper, asintiendo, como si lo que había dicho hubiera sido interesante. Dividió a los lados los caramelos, los dulces envueltos en plástico de colores y partió la tableta de chocolate en dos. Se lo mostró, más alegre y con una tierna sonrisa.

—No desayunar es malo para la salud, ¿sabes? —Habló, con la boca llena de chocolate. Se quitó el pañuelo de la nariz observando la sangre casi seca, ya no parecía una fuente de líquido rojo. Lo dejó a un lado.

—Lo siento. —Susurró, jugueteando con el envoltorio de un caramelo. Un vacío creaba raíces entre sus pulmones y apretó la mandíbula, con un nudo en la garganta.

Había ido a clase sólo para estar con él y quería llorar de la impotencia, ¿de verdad era tan desastroso? ¿De verdad le había hablado con aquel tono paternal o se lo había imaginado? Comenzaba a pensar que necesitaba adelantar su cita con su psicólogo, su comportamiento estaba decayendo con notoriedad.

Su labio inferior tembló, al borde del colapso emocional. Otra vez no. Pero, sabía que la medicación se había ido junto a su desayuno aquella misma mañana en su inodoro, y no podía parar de darle vueltas a lo mismo.

Megumi sólo le quería por los dulces, lo abandonaría tarde o temprano, tal y como había hecho el resto. Sus lágrimas llenarían el papel de la herencia que su padre le arrebataría; estudiar diseño ni siquiera le serviría para nada. Había roto mil bocetos, arrojado a la basura telas a medio coser, realmente no se le daba tan bien, ¿qué demonios hacía en la universidad? Todo el mundo le odiaba, todo el mundo le observaba con grandes ojos rojizos y sedientos de la sangre que caía por sus brazos, todos y cada uno de ellos.

Casi podía escuchar la risa de su amigo escupiendo el chocolate y diciendo que sabía mal, ¿qué había hecho para que le hablara de aquella forma? Lo corregiría, moldearía su propia personalidad si así pudiera continuar a su lado.

De repente, unas manos tomaron las suyas y alzó la mirada, nublada por las lágrimas. Estaba hiperventilando.

—¿Satoru? ¿Por qué lloras?

Negó con la cabeza, incapaz de responder. Tenía un nudo tan grande en la garganta, que era incapaz de respirar con normalidad; un pez muriéndose en medio del vasto océano.

Confuso y mareado, observó cómo Megumi lo tomaba de los hombros. Reconoció en él la camisa blanca y rozó con los dedos el botón que le había cosido, no demasiado tiempo atrás. Apoyó la cabeza en su pecho, intentando calmarse, acunado por el sonido de los latidos de su corazón. El almuerzo que siempre tenían se había arruinado.

Y todo era por su culpa.

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