17
La noche anterior
—Satoru, abre la puerta.
El chico se encogió en el suelo, patético, destrozado. Sorbió por la nariz, negando con lentitud, abrazando sus piernas y recostándose contra la esquina. Sollozó, empapado en lágrimas, sin siquiera molestarse en limpiarse la cara. Evitó mirarse al espejo del vestidor, odiaría descubrir por enésima vez que era horrible.
—Satoru, abre la jodida puerta. —Ijichi golpeó la superficie de nuevo. Era el único sirviente que podía llamarle por su nombre y no por aquel aburrido señorito. El hombre suspiró, apoyándose en la madera. —Sabes que no tienes permitido poner el cierre a ninguna puerta, ¿verdad? No hagas que me enfade y se lo diga a tu padre.
Le estaba amenazando. Hiperventiló, tocándose del pecho. Agarrado a su propio corazón, se atrevió a incorporarse, deslizándose por toda la pared hasta llegar a la puerta como la sanguijuela de mierda que, en el fondo, había sido y seguiría siendo.
—Y tú no tienes permitido entrar en mi puta habitación sin mi permiso. —Gruñó, intentando que su voz no temblara. Caminó descalzo sobre los cristales rotos, encerrado en su vestidor, soltando pequeños quejidos. Al menos, seguía siendo capaz de sentir dolor. —Estoy bien.
—Mi trabajo es comprobar que realmente lo estés, así que abre la puerta. —Aquel tono más autoritario surtiría efecto segundos más tarde. —No quiero que ocurran más sorpresas como la de la última vez.
La última vez.
Se dejó caer al suelo, quitando el pestillo en su camino. Sollozó, semi desnudo, tirado entre el mar de cristales de aquella fotografía con el marco roto.
Ijichi entró al vestidor y suspiró, con la visión de pequeños y finos cortes que pintaban sus brazos de rojo oscuro, rojo muerte que se deslizaba hasta empapar su piel en el camino a las manos. No eran profundos, sabía que no había querido hacérselos, pero no podía imaginar cuánto debían de doler.
Lo ayudó a levantarse con dificultad, observando la fotografía que había en el suelo. En ella salían Satoru y dos personas más, una chica que parecía cansada por las ojeras que llevaba, y un chico alegre y de sonrisa pícara. Los tres se rodeaban los hombros y cayó en la cuenta de que eran sus amigos.
O lo habían sido, tiempo atrás.
—Se me cayó al suelo sin querer y se rompió... —Decía el chico, en un intento de limpiarse las lágrimas dejó su rostro lleno de sangre. —Lo siento, no quería hacerlo, lo siento...
Se quedó sin voz, ahogado en nerviosos hipidos. Estaba seguro de que le había decepcionado.
No era suficiente, nunca sería suficiente para nadie.
Satoru apoyó una mano en su pecho desnudo, deteniéndolo. Tragó saliva y apartó la mirada, nervioso y con las mejillas rosadas.
—¿Puedes volver a ponerte la sudadera? —Pidió, con un hilillo de voz, como si temiera que aquello le pareciera mal.
Sonrió cuando su amigo asintió y tomó la prenda, que todo el rato había estado sobre el baúl. Vio cómo se acercaba de nuevo y sonrió con timidez, dejando que acariciara su rostro y le diera un pequeño beso.
Aún seguían en la sala de trabajo, en concreto él estaba sentado sobre una mesa, mientras Megumi estaba de pie, entre sus piernas, mimándolo con palabras bonitas. Se había sentado para que el otro no tuviera que ponerse de puntillas, así eran de la misma altura. Odiaba ser tan alto porque, entonces, el chico no podía alcanzar sus labios.
No sabía donde poner las manos, Megumi las guió hacia su cintura, rozando su nariz con la propia. Se disculpó en voz baja, azorado por ser tan jodidamente inútil en aquella clase de cosas.
Estaba seguro de que esos preciosos ojos de mar ya habían visto de todo, que su delicada boca ya había besado otras con anterioridad. Paso a paso, en su mente comenzaba a sentirse inseguro, comenzaba a quedarse quieto y a no reaccionar cuando le acariciaba el pelo. No podía dar una explicación a la pregunta que rondaba por su tonta cabeza.
Suspiró, notando que le quitaba las gafas con gracia y se las ponía a sí mismo. Ladeó la cabeza, enternecido por cómo se miraba al espejo, modelando durante un instante. ¿Por qué querría estar con alguien como él? Sólo era una mierda de persona. Sentía un abismo abriéndose bajo la mesa. Si se bajase de ella, caería. Ojalá el impacto lo dejara muerto, con el cráneo destrozado contra una roca de frío hormigón.
—Te ves bien sin ellas. —Comentó su amigo, acercándose con las gafas en la mano y dejándolas a su lado, sobre la superficie. Apoyó las manos en los muslos del albino, en aquellos pantalones grises de deporte, y asesinó los centímetros que separaban sus bocas. Sostuvo su mandíbula con extremo cuidado en un breve beso. —Realmente te ves bien con todo lo que te pongas, ¿sabes? Podrías ser modelo.
Rio nerviosamente, rodeando su cuello con los brazos. Unos agradables dedos peinaron su pelo blanco hacia atrás. Realmente lo había pensado varias veces. Su padre quería que heredara su imperio económico, su madre quería que fuera político, pero nadie le había preguntado nunca qué quería ser.
Feliz, quería ser feliz. Poder vivir una vida normal, sin sentirse mal, sin querer morirse cada madrugada; sin tener impulsos que lo llevaran al más profundo océano. Quería respirar sin ahogarse.
—Pero, a mí me gusta el diseño. —Se encogió de hombros, inquieto. No quería hacerle sentir mal. —El mundo de la moda ya de por sí es horrible, no quiero hacerlo peor... —Apretó los labios. Ni siquiera había querido decir eso, se expresaba como la mierda. —Es decir, los cánones de belleza y esas cosas. Aunque fuera modelo, me gustaría seguir llevando mi dieta normal, sin la presión de tener que ser perfecto en cada ángulo.
—Para mí lo eres. —Fushiguro acarició su espalda, absorto en aquellos iris de cielo. Podía jurar que entre ellos flotaban nubes del más suave algodón.
Sostuvo el mentón de Satoru, que se esforzaba en no ponerse más rojo de lo que ya estaba. Soltó una risita por lo tierno que le resultaba y volvió a su boca. Sus labios eran finos y delicados, no se echaba bálsamo, pero le había contagiado el sabor de los propios, frambuesa y frutas del bosque. Decidió ir un pequeño paso más allá, desplazando el pulgar a su labio inferior y bajándolo ligeramente para introducir su lengua poco a poco en la boca ajena.
Sintió unas manos aferrándose a su sudadera con fuerza, el cuerpo del albino tensándose. No sabía si quería que se apartara o que continuara, esperó por alguna otra reacción, pero continuó quieto. Ronroneó en su boca, girando ligeramente la cabeza hacia la derecha para profundizar más y envolvió su lengua en su propia humedad con un sonido placentero.
El agarre se relajó a medida que lo sentía. Bajó una mano a su cintura y lo deslizó más hacia el borde de la mesa, acercándolo hacia sí. Notaba las rodillas de su amigo tocando su cintura y se atrevió a meter un par de dedos debajo de su camiseta de color verde menta, de manga larga y cálida, acariciando la parte baja de su espalda. Delineó sus hoyuelos de Venus, explorándole con lentitud.
Se separó con calma, soltando un suspiro para rozar sus húmedos labios con su aliento. Sonrió, acariciando su mejilla.
—¿Pasa algo? —Preguntó, al ver cómo se agarraba del pecho y bajaba la mirada. —¿No te ha gustado?
—No, no es eso... —Musitó Satoru, sonriendo como un completo idiota. Tomó el rostro de su amigo y selló un par de pequeños besos con rapidez, como si estuviera agradecido. —Es sólo que nadie me había hecho algo así, nunca. —Desplazó el tacto hacia su pecho, acariciando la sudadera negra. —Y hacía mucho que no sentía algo como... No sé, placer.
Bajó la cabeza, avergonzado por aquello último. Se prohibió llorar, no quería estropear el momento. Pero, lo había sentido a la perfección, aquel revoloteo en el interior de su pecho, cerca, muy cerca de su corazón. Hacía años que no sentía algo así, o remotamente parecido.
—¿Quieres contármelo?
Megumi lo tomó de la mano, instándole a bajar de la mesa, a hablar con sinceridad. Quería reconstruir todas las piezas de su historia, hacerle feliz. Tironeó de él, impaciente, tal vez bastante animado.
Acabaron por volver a la habitación, donde se sentaron al borde de la enorme cama. La luz entraba por el ventanal, iluminando toda la estancia. No supo cuánto tiempo estuvieron en silencio, escuchando el ir venir de las hojas de los árboles de fuera, los pájaros cantar y saltando de rama en rama para encontrar su comida.
—Es la medicación. —Confesó, al fin, Satoru. Miraba al suelo, a sus calcetines blancos con rayas celestes. —No puedo sentir nada de placer... En cualquier ámbito que te imagines.
—Oh. —Se apoyó en su hombro, apegándose a su costado y entrelazó los dedos con los suyos, queriendo que supiera que estaba ahí para él. —Entonces, si quisieras acostarte con alguien, ¿no sentirías nada?
Adoraba la suavidad que tenía para hablar, el calor que emanaba su cuerpo. Asintió con pesadez, a sabiendas de que tenía mucha curiosidad por aquello.
—Puedo durar y llegar al final, pero no siento nada en especial. —Estaba avergonzado, pero ya tenían aquella edad en la que podían hablar del tema con total naturalidad. Hundió la nariz entre el azabache de su pelo, suspirando. —Supongo que es frustrante no tener deseo por nada.
—Satoru. —Llamó el chico. —Te dije que te haría feliz, ¿verdad? Quiero que lo seas en todos los ámbitos. —Lo soltó y se apartó de él, incorporándose para luego arrodillarse en el suelo. —Ahora que puedes sentirlo, te daré todo el placer que quieras.
Se tapó el rostro, completamente avergonzado y ardiendo, con la visión de Megumi echándose el pelo hacia atrás, tocando sus muslos para abrir sus piernas con delicadeza.
—No, no, no. —Por primera vez, supo decir que no. Se arrastró hacia un lado, en el colchón, y se sentó con las piernas cruzadas, completamente asustado, aterrado por aquello. De repente, se recordaba a sí mismo en aquella posición y tenía ganas de vomitar. Las lágrimas subieron a sus ojos y se los frotó, intentando que no salieran. —Levántate, por favor. Ven a mi lado.
Su amigo obedeció sin rechistar, dejándose caer junto a él. Ambos se tumbaron, inquietos. Ni siquiera se abrazaron, el techo se quedó con toda su atención.
—¿Puedo preguntarte por qué no?
—Porque es denigrante, todo en el sexo lo es. No quiero ensuciarte. —Respondió, intentando no sonar brusco. Su mente estaba bloqueada, sus latidos desordenados, confusos. —Además, si alguna vez hacemos algo así... No quiero que sea en estas circunstancias.
Megumi se acomodó de lado, para mirarle directamente, y acarició su rostro. Circunstancias, no supo a qué se refería, pero no quería incomodarle más de lo que ya estaba.
Se dio una bofetada mental por aquello. Podía imaginarse que se había asustado por su culpa. Tenía que tener cuidado con lo que hacía, como el beso francés que le había dado con anterioridad. Tenía más experiencia que él, pero no tenía motivos para hacer las cosas sin preguntar o forzarle de forma indirecta.
—Está bien, lo siento. —Se disculpó, delineando sus bonitos labios.
Pero Satoru le dio la espalda, temblando. Se dio cuenta de que estaba sollozando en silencio.
Megumi se dejó caer en la cama, exhausto. Lo cierto era que no había hecho muchas cosas aquel día, pero estaba cansado igualmente.
Dio un par de vueltas sobre el colchón, antes de levantarse y coger su portátil, que estaba sobre el escritorio. Tenía el pelo húmedo y un albornoz celeste cubría su cuerpo desnudo. Se había preparado una tila en aquella taza blanca con el dibujo minimalista de un perro.
Regresó a la cama, sentándose con la espalda apoyada contra la pared y sacó del cajón de la mesita de noche la memoria USB.
Suspiró, nervioso por saber lo que había ahí dentro. La enchufó en uno de los laterales y fue cosa de un par de segundos que apareciera en la pantalla aquella carpeta. Pulsó en ella, dando lugar a más carpetas pequeñas y frunció el ceño, molesto.
¿De verdad su padre era tan jodidamente organizado?
Sabía que era muy atento con sus pacientes, tal vez por eso había veinte jodidas carpetas con información. O eso, o era un tonto olvidadizo, pues siempre perdía todos los regalos que de pequeño le había hecho, incluso su ropa y los juguetes que le compraba por su cumpleaños.
Su teléfono vibró un par de veces, pero no hizo caso de ello. Entró en la carpeta de datos básicos. Nombre, apellidos, fecha de nacimiento... Cosas que ya sabía. También había una fotografía en la que tendría unos quince o dieciséis años. Era tierno, con aquella piel tan anormalmente blanca resaltada por la luz de la cámara, los ojos de un intenso azulado y alguna que otra espinilla por sus mejillas rosadas. No pudo evitar sonreír.
Se recostó contra un cojín lila, alzando las rodillas y poniendo el portátil a su lado, sobre el edredón grisáceo. Se mordió el interior de la mejilla al leer la palabra antecedentes. Anotaciones que el hombre había hecho.
—El paciente ha sufrido de acoso escolar durante el último año, por parte de sus compañeros de clase.
—El paciente admite ser dependiente emocional de su acosador, además de mantener sentimientos románticos hacia él.
—Cierto episodio provocó una situación de abuso sexual no denunciada (véase carpeta n°4), hecho que ya había ocurrido en su infancia.
Apretó los labios, quedándose completamente quieto.
—Mierda. —Susurró, pensando en cómo le había propuesto una puta mamada sin tacto alguno, en cómo se había puesto tan nervioso al extremo de echarse a llorar.
Se dio una palmada en la frente, haciendo una mueca y se llevó la taza a la boca, sorbiendo un poco de su té relajante. Intentó quitárselo de la cabeza y continuar leyendo, tratando de no llamarse a sí mismo puta por cómo lo había hecho, por todo lo que había hecho mientras su actual amigo sufría.
—Usualmente realiza atracones de comida, especialmente de dulces y otros alimentos azucarados, para luego forzarse a vomitar.
—Esto último nunca ha provocado el ingreso en un hospital.
—El paciente admite restringir habitualmente el número y cantidad de comidas al día.
—El paciente padece de un trastorno por depresión mayor recién diagnosticado, con expectativas de permanecer en un futuro. No ha sido tratado con ninguna clase de medicamento.
—El paciente ha experimentado mínimo un ataque psicótico en los últimos siete meses.
Se frotó los ojos, sin saber si era por el cansancio de tener una pantalla delante o porque quería llorar. Tenía una presión extraña en el pecho, la mente en blanco.
De repente, la fecha cambiaba, como si fuera una actualización de la información. Lo escrito allí ya databa de un año después.
—El paciente ha admitido haberse autolesionado de distintas formas con regularidad, durante los últimos cinco meses.
—El paciente apenas había salido de su habitación durante el último mes, hasta que decidió regresar a clases.
—El paciente está en el hospital debido a un intento de suicidio.
—El paciente admite la posibilidad de haberlo intentado con anterioridad una vez más.
No quiso seguir leyendo, a pesar de que había más actualizaciones. Su corazón se había encogido de la impotencia, quería volver a casa de su amigo y abrazarlo. Quería dormir con él y susurrarle lo buena persona que era, lo genial y maravilloso que era. Joder, tenía que seguir.
La carpeta de actividades llamó su atención. Sinceramente, no podía imaginarse a alguien tan bruto como su padre trabajando amablemente con otra persona, en especial Satoru. Tuvo el impulso de llamarle por teléfono y preguntarle por qué no podía decirle todo aquello directamente. Pero, Toji sólo colgaría y le diría que era la política de confidencialidad.
—A la mierda con la confidencialidad. —Gruñó, abriendo aquella carpeta.
Había varios archivos, documentos y fotografías. Pulsó en uno al azar. Apareció en la pantalla lo que parecía ser un diario y se imaginó la voz del hombre pidiéndole a su amigo que lo escribiera.
—06/08
•Tengo que escribir un diario de una semana de mi vida.
Hoy he ido a la consulta y he vuelto a casa. He leído un rato y me he sentado en el sillón para mirar las estrellas, como siempre.
Nada más, quiero dormir.
—07/08
•Hace calor. No me gusta la ropa ligera y deseo que el verano acabe ya. Me gustaría que llegara el invierno para poder cumplir un año más y darme cuenta de que no he hecho nada útil con mi vida, así tendría una excusa para matarme.
Tengo sueño.
—08/08
•Hace días que mi mejor amigo se niega a hablarme y no entiendo el por qué. La última vez que fuimos a la playa nos lo pasamos en grande y comimos helado de fresa.
Eso fue el año pasado. Este año estoy solo, no he quedado con nadie en todo lo que llevamos de verano.
Finjo que no me importa, pero me descubro hablando con el jardinero, o llorando porque no tengo a nadie que me pregunte cómo estoy.
—09/08
•No quiero vivir, tampoco quiero morir y eso es frustrante.
Y, entonces, siento que ya nada puede llenarme. Me pregunto cuándo fue la última vez que me sentí feliz, pero no sé decir si alguna vez verdaderamente lo fui.
Dejó de leer de inmediato, sentándose sobre el colchón. Se cruzó de piernas, mirando su propio regazo cubierto por el albornoz. Tenía un nudo en la garganta y quería llorar. Aquello databa de varios años antes de que se conocieran, antes de que intentara acabar con su vida.
Tomó aire y valor para regresar a la zona de actividades y pulsó en otra distinta, sin saber qué demonios se encontraría.
«Si pudieras decirle algo a tu yo de la infancia, ¿qué sería?»
•Muérete, deja de ser tan egoísta y pensar que mereces vivir.
Las lágrimas nublaron su visión, cayeron en la tela celeste y llegaron a sus piernas desnudas. Abrió la boca y soltó un quejido, completamente devastado por aquello. Incluso podía oírle hablando, podía sentirlo a su lado, diciéndole todo aquello al oido, como si fuera un secreto vergonzoso.
Un lamento se escapó de sus labios y cerró la pantalla del ordenador, no quería ver más. Sorbió por la nariz con pequeños hipidos, vanos intentos de respirar con normalidad.
Tomó su teléfono, que estaba sobre la mesita de noche y miró la hora. Las diez y media de la noche y aún no había cenado. Una notificación de hacía rato brillaba en la parte central.
Satoru, 22:06h
—Hoy me lo he pasado muy bien contigo, gracias por venir a casa.
—Ojalá duermas bien.
Sollozó, cubriéndose el rostro, gimiendo por lo bajo. Lamentos moribundos que se deslizaban en el aire y acababan inundando toda su habitación. Se encogió en la cama, llorando sin control alguno.
Y, en aquel instante, deseó no haber extraído los datos del ordenador de su padre.
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