16

Satoru, 02:56h

—Mañana no me apetece ir a clase, lo siento

—O sea, hoy dentro de unas horas

—¿Querrías saltártelo todo conmigo?

—Perdón por hablarte de madrugada :(

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Satoru dejó su móvil a un lado, decaído. Había estado trabajando en su taller unas horas, intentando adelantar trabajo de la universidad. Sin embargo, no había hecho más que estancarse. Tenía la cabeza llena de ideas que no se sentía capaz de pasar a papel y había acabado tirándose del pelo, desesperado.

No había cenado, ni siquiera se había lavado. Tenía las manos manchadas de carboncillo y trozos de goma de borrar por la ropa.

Se arrastró a su vestidor, bostezando. Cerró la puerta tras de sí, y se apoyó contra la superficie. Suspiró. Dejó ir una bocanada de aire, percatándose de lo lentos que eran sus movimientos. Parecía que todo lo hacía a cámara ralentizada, el mundo iba demasiado rápido.

Exhausto, se quitó la ropa. La dejó caer sobre el puff y abrió uno de los cajones de su cómoda para sacar el pijama. No pudo evitar volverse hacia su reflejo en el espejo, pasarse las manos por el vientre. Si no comía, no se hinchaba.

Se puso los pantalones, observando como la cinturilla no se ajustaba a su cuerpo y caía hacia abajo, quedándose en su cadera. Apretó los labios en una fina línea.

Cerró el cajón de la cómoda usando, sin querer, bastante fuerza. El mueble se sacudió, y de él cayó algo al suelo.

El sonido de los cristales estallando le sacudió el organismo como si le hubieran atropellado. Satoru dejó caer su camiseta, estupefacto. Se cubrió la boca, tembloroso. Las lágrimas llegaron a sus ojos, nublándole la visión.

—... lo... lo siento —salió de su garganta, con un sollozo.

Shoko y Suguru le devolvieron la mirada desde el suelo, atrapados en el reflejo atemporal de la fotografía. El marco se había roto, el suelo se había llenado de esquirlas que se clavaron en sus pies cuando se acercó y se arrodilló.

Había sido un día de playa, precioso y soleado. Habían comido helado. Habían nadado, reído. Suguru se había burlado de él por querer tomar una fotografía —Satoru siempre quería tomarle fotos a todo y acabó sintiéndose molesto por ser así con el paso del tiempo—.

No había nadie allí para reñirle, para llamarle ingenuo hijo de puta y cruzarle la cara de una bofetada por ser tan torpe, de la misma forma en que su padre le gritaba de pequeño cuando un vaso se le caía.

Fue como una jarra cayendo sobre su cabeza, empapándole los huesos en plomo líquido, bajando por su rostro como manos intentando tocarle y ahogarlo. Hiperventiló, sus dedos temerosos rozaron la fotografía y la cogió cuidadosamente, como si aún pudiera sostener ese recuerdo en vez de la forma de los nudillos de Suguru, la indiferencia de Shoko.

—Perdón —musitó, mientras las lágrimas caían por sus mejillas.

Apoyó una mano en el suelo y se sentó de piernas cruzadas, mirando a su yo del pasado, sus sonrisas. Entonces, sintió un sutil dolor en la palma de su mano. La giró y se quedó mirando el cristal allí incrustado, con la boca abierta, respirando, respirando otra vez. Vivo.

Ojalá te hubieras matado cuando tuviste oportunidad.

Soltó la fotografía, sintiéndose inmerecedor de tocarla, rozarla siquiera. Satoru ya no iba a la playa, ya no se emocionaba por sacar muchas fotos a todo lo que veía, ya no comía helado.

Sus dedos alcanzaron un trozo de cristal, más grande que los demás. Le dio vueltas, mirándolo como si estuviera viendo un sueño lejano, lejos de la realidad. El resto de la estancia se sentía entumecida, mientras que él estaba atrapado en un cubículo estrecho y sin futuro, quedándose sin aire.

Sollozando, al tiempo que acercaba el cristal a su antebrazo y lo presionaba. Su piel se hundió bajo el objeto. Lo arrastró un poco hacia abajo, hundiendolo un poco más, hasta que la sangre manó del corte. Diminutas perlas rojas.

Satoru sintió el dolor como una caricia afilada al corazón. Sorbió por la nariz, cerrando el puño para que su brazo no temblara. Se mordió el labio, con una tormenta en la cabeza.

Entonces, como si la obsesión le poseyera, comenzó a rajar su piel con rapidez, superficialmente, dejando el cristal comerse sus pensamientos, masticarlos, escupirlos en forma de sangre, llenándose el brazo de cortes finos y desesperados.

—... ah... ah... —suspiraba, obligándose a mirar cómo se hacía daño.

Era asqueroso.

Era asqueroso, Dios mío. Satoru arrojó el cristal contra la pared, y se rompió en mil esquirlas. Si Megumi le viera, el mismo Megumi que le dijo que no era un inútil, que le besaba con sus labios de cereza y le ofrecía bálsamo para cuidar sus besos. Si Megumi le viera se decepcionaría, ya no quería estar a su lado, ni abrazarle.

Necesitaba ser abrazado, necesitaba que alguien le dijera que era bueno, que lo necesitaban. Satoru necesitaba ser algo para alguien, pero sólo estaba arruinándolo todo. Megumi lo odiaría si lo viera en ese instante. Lo odiaría como otros hacían. Lo abandonaría. Satoru también se abandonaría. Había intentado abandonarse algunas veces.

Se cruzó el rostro de una bofetada. Joder. Joder.

Utahime<3, 10:26h

—Vas a su apartamento, recoges tus cosas y te vas.

—Cero dramas. Ese tipo no merece nada de ti.

—Alta diosa que eres, joder.

Shoko, 10:26h

Lo sé, no soy idiota—

Luego te cuento—

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Shoko suspiró, guardando su teléfono en el bolso. Las puertas del ascensor se abrieron y caminó por el pasillo del edificio. Apretó la mandíbula, nerviosa. Hacía días que Suguru y ella no hablaban desde esa última llamada. Ni siquiera un buenos días o un cómo estás. Nada, absolutamente nada.

Era oficial, su relación se había acabado.

Sin embargo, sentía su corazón latiendo deprisa y con fuerza, atrapado debajo de la blusa blanca que llevaba. Algo de escote, un colgante de oro con el símbolo de una pluma cayendo sobre su pecho. Era la primera vez que se sentía libre de vestir como quisiera, de no tener un límite sobre el que reflexionar para ponerse una falda. Es más, había elegido una negra, de tablas, que ni siquiera llegaba aquel par de centímetros requeridos por encima de la rodilla, sino a poco menos de la mitad del muslo.

Picó a aquella conocida puerta un par de veces y pronto escuchó pasos al otro lado. Apartó la mirada al verle, a punto de preguntarle si era estúpido.

El chico se mostraba apoyado en el marco de la puerta, bajo el umbral, frotándose uno de sus ojos rasgados, en ropa interior. Estaba completamente despeinado, como si acabara de despertar, su trabajado torso bañado en la luz blanquecina del recibidor, aquellos abdominales que bajaban en montículos peligrosos y sumamente adictivos.

—Podrías haber avisado de cuándo vendrías. —Se quejó él, haciendo un vago gesto para invitarla a pasar. —No he tocado nada, sigue todo como estaba antes.

Entro detrás, sintiéndose culpable al desviar sus ojos a su trasero, la forma en la que andaba y desaparecía por el pasillo para regresar a la habitación; el largo cabello cayendo por su espalda, por aquellos omóplatos. Se mordió el labio inferior.

—No necesito avisarte de nada. —Soltó, cerrando tras de sí. No obtuvo respuesta alguna.

Conocía aquel apartamento a la perfección. Era antiguo, quizá algo desgastado, pero barato. Lo justo para un estudiante. Las paredes pintadas de un suave color beige, los muebles de roble y el parquet del suelo. Acudió al baño, sus tacones resonaron contra las baldosas azules. Se miró en el espejo efímeramente, comprobando que siguiera siendo una puta diosa inalcanzable, como le había repetido Utahime hacía no demasiado.

Lo cierto era que se había pasado horas llorando sobre su cama, abrazada a un bote de helado de chocolate, con su ordenador emitiendo dramas amorosos coreanos. El vacío que Getō estaba dejando en su vida, aún así, no era tan grande como el dolor de todo lo que se había dado cuenta. Todas las burlas, los celos irrisorios, golpes en las paredes cuando discutían.

Abrió uno de los armarios, adherido a la pared de azulejos blancos, y sacó el maquillaje que había dejado allí. La base de su tono de piel, el corrector y las brochas, junto a aquella paleta de sombra de ojos. Lo metió todo en su bolso, excepto aquel pintauñas rojo, que decidió guardarlo en uno de los bolsillos de su abrigo gris, dispuesta a arrojarlo a un cubo de basura cuando saliera de allí, pues había sido un regalo de cumpleaños.

Se quedó mirando el armario, como si tuviera algo realmente interesante. La crema corporal, la espuma de afeitar junto a la cuchilla para hacerlo. Cerró la pequeña puerta y dio un último vistazo a la estancia, a la ducha donde había botes de gel y champú, un par de esponjas. Le diría que tirara la suya, no la iba a necesitar más. No volverían a ducharse juntos.

Se giró, dispuesta a buscar las prendas de ropa que había dejado allí la última vez, pero se encontró con el chico en la puerta. No pudo evitar aquel calor que subió con insistencia a sus mejillas, al ver que ni siquiera la estaba mirando a los ojos, sino que se detenía con lentitud en determinadas zonas de su cuerpo. Ni siquiera se había vestido.

—¿Por qué miras algo que no puedes tener? —Se atrevió a decir, desafiante. Lo cierto era que estaba intentando mantenerse cuerda, no temblar.

Después de todo lo que Suguru había hecho. Era consciente de que era un trozo de mierda que no merecía nada de aquel mundo. Siempre tenía que mantenerlo todo bajo control, incluidos los mensajes de su teléfono —que incluso había llegado a romper tras una discusión—; su jodido ansia de decirle cómo tenía que comportarse, hablar. Se había burlado de sus gustos, de sus preferencias en todo tipo de cosas y se había encargado de hacerla dependiente de él.

Había estado tan ciega, atada a un tipo que un día la quería y al siguiente la odiaba. Había intentado justificarle de tantas formas distintas que ya no recordaba cuál era la verdadera razón de su comportamiento, de aquel hedor a toxicidad a pesar de lo dulce y empalagoso de su perfume. Era una jodida víbora.

Oh, y Satoru. Pensó en él, en todo lo que había sufrido mientras ella no hacía nada. En cómo había visto, por la ventana de clase, cómo su novio le daba una bofetada; en cómo se había colado en el baño masculino del instituto para ayudarle a levantarse después de una paliza. Necesitaba llamarle, hablar con él e invitarle a un pastel para pedirle perdón.

El albino era la única persona por la que suplicaría una disculpa, algo de comprensión. Aún recordaba el día que supieron que estaba en el hospital. Suguru sólo se había encogido de hombros ante la noticia.

Y se limitó a suspirar contra sus labios, sintiendo cómo la acorralaba contra la pared. Apoyó las manos en su pecho desnudo, notando que deslizaba el tacto por su cintura y su espalda, metiéndose debajo de la blusa blanca que había comprado hacía sólo un par de días. Rodeó su cintura con las piernas, cediendo a lo que fuera que estuviera sucediendo.

Más tarde se arrepentiría.

—Sin compromiso. —Advirtió Suguru, dejándola en su cama. Apretó su trasero bajo la tela de la falda, hurgando en su ropa interior mientras se tumbaba sobre ella y abría sus piernas con poca delicadeza, atrapándola entre él y el colchón. —Ahora mismo estoy detrás de otra persona, no de una zorra como tú.

Asintió, metiendo los dedos en su pelo, peinándolo y tironeando de él con insistencia cuando comenzó a morder su cuello en su eterna costumbre de marcarla, de hacerla suya.

—Me compadezco de quien sea. —Gruñó, gimiendo por lo bajo. Arqueó la espalda al sentirlo bajar el besos húmedos y violentos por su abdomen, el roce entre sus piernas, los botones de la blusa saltando.

Jadeó en su boca, prometiéndose no volver a caer entre las garras de un tipo así. Jamás. Y Utahime debía de estar esperando, impaciente, sus mensajes.

—Perdón, siempre hacemos lo mismo. —Se disculpó, alzando el mentón para mirarle, desolado. —Te estás aburriendo, ¿verdad? No quiero que te aburras de mí.

Megumi negó, acariciando su pelo con lentitud. Depositó un suave beso entre aquellas nubes, estrechándolo con relativa fuerza para hacerle saber que no se iría de su lado.

Las gafas de cristal negro descansaban sobre la mesita de noche. Ambos estaban tumbados sobre la enorme cama semicircular de la habitación del albino, tapados con una manta añil, abrazados. No sabía cuánto tiempo habían estado así, pero le gustaba. Le gustaba mucho.

—No me aburres, Satoru. —Sonrió levemente, bajando hasta su altura para mirarle de cerca. Apartó los mechones que tapaban su frente, absorto en aquellos ojos de cálido hielo. —Adoro abrazarte y tumbarme a tu lado.

Juró en silencio que las estrellas que cubrían el manto azul de su cielo fueron completamente reales. Ilusionado, su amigo acortó un poco la distancia, quedándose a escasos centímetros de él.

Acarició su mandíbula, matando con lentitud el espacio que quedaba entre sus bocas en un ligero beso. Sabía que le daba vergüenza tomar la iniciativa, por ello lo hacía con delicadeza. No quería asustarle o provocarle rechazo.

Aún no había revisado la memoria USB. Se había quedado en su mochila, pues no le había dado tiempo a mirarla y creía que necesitaría horas para asimilar lo que hubiera allí escondido. A decir verdad, no había podido evitar sentirse incómodo, en su habitación de la infancia; como si hubiera crecido más de lo necesario. Necesitaba revisar los informes en su propio apartamento, lejos de su padre.

—¿Puedo enseñarte algo? —Preguntó, de repente, el otro. La escarcha de sus pestañas aleteó con emoción. —Es en lo que he estado trabajando toda la noche.

Su padre estaba equivocado. Gojō era feliz a su lado, sólo hacía falta ver su sonrisa para darse cuenta, su mano tomando la suya y llevándole por el pasillo de la gigante mansión a otra sala. La ilusión tiñendo sus bonitos ojitos y sus alegres pasos. Su pecho se ablandaba con cada gesto, cada tierna expresión y cada mensaje; con aquella camiseta de manga larga de color verde menta y los pantalones de deporte grises.

Puede que hubiera mucho que no supiera, pero sabía que podía arreglarlo. Recoger las piezas de su corazón de cristal y recomponerlo con su amor, haciendo que volviera a reflejar sus sentimientos, el mundo que lo rodeaba.

La estancia era grande, como todo lo que había allí. Había un gran ventanal al fondo, con vistas al monte lleno de árboles, y las paredes blancas le daban un aspecto puro y limpio. Había varias mesas de color claro esparcidas, con máquinas de coser, tijeras y cosas que ni siquiera sabía cómo nombrar; maniquíes desnudos, otros a medio vestir. Había un armario en la esquina a la izquierda de la puerta, y había un espejo de cuerpo entero en la pared.

Lo siguió hasta un baúl que había junto al armario y vio cómo lo abría y sacaba de él una prenda.

—Es un corset masculino. —Contó, visiblemente orgulloso de su trabajo. Paseó los dedos por los cordones de la parte trasera, acariciando la tela dura bajo la yema de sus dedos. —Surgieron hace poco y quería hacer uno para una presentación de ropa que tenía que hacer.

Megumi lo cogió y lo admiró. Algunas partes eran relativamente duras y estaba coloreado de un azul marino, profundo y misterioso. No era como los corsets que había visto en las películas, pues aquel no pretendía realzar un pecho femenino. Se asemejaba, más bien, a un chaleco, con aquellos detalles dorados bajando por la parte trasera que dibujaban la forma de dragones asiáticos, parecían hechos de oro.

—Es genial. —Dijo, toqueteándolo con cuidado. Se situó delante del espejo y lo puso delante de él para simular que lo llevaba puesto. —¿Es por estética o para corregir la columna vertebral?

—Pura estética. —Contestó su amigo, mirándose a ambos a través del reflejo, feliz. —Lo hice con las medidas que usé para tu camiseta...

—¿Puedo probarlo? —Preguntó, apegándose a él con suavidad, alzando la barbilla para poder mirarle, sonriendo.

Satoru parpadeó un par de veces, confuso. Asintió, algo azorado por aquella petición, y apartó la mirada cuando Megumi se deshizo de la sudadera negra que llevaba, dejándola caer sin cuidado alguno al suelo. Se agachó para recogerla y la dejó sobre el baúl, algo incómodo. Quiso decirle que podría ponerse otra cosa debajo, pero el chico ya estaba intentando averiguar cómo ponerse aquella extraña prenda.

No quería mirar su torso desnudo, profanarlo con su vista.

—Los brazos hacia arriba. —Pidió, riendo por lo bajo cuando los alzó como un niño pequeño y dejó que lo metiera dentro del corset.

Lo cierto era que podía ponérselo como si fuera, efectivamente, un chaleco, pero las cintas ya estaban puestas y aprovechó que no las había ajustado. Intentó no fijarse en su abdomen algo trabajado, como si se hubiera esforzado en hacer aparecer aquellos tímidos abdominales, su pecho ligeramente delineado. Sus dedos temblaron cuando se dio la vuelta, dejando que ajustara las cintas de la parte trasera.

—¿Todos tus trabajos prácticos consisten en crear ropa? —Cuestionó Fushiguro, soltando un quejido al notar cómo su cintura se iba apretando poco a poco.

—No todos. —Respondió, teniendo más cuidado ante aquella reacción. —Pero algunos sí. Sobre todo de hacer colecciones en torno a un tema en particular... —Explicó, acariciando los cordones, sonriendo al ver cómo lo miraba a través del espejo, atento a lo que decía. —Voy a tirar, ¿vale?

Megumi estiró su torso hacia arriba por instinto, sintiendo que su cuerpo quedaba atrapado y que su respiración desaparecía durante un breve instante.

Se llevó las manos a la cintura, tocándosela delante del espejo. Parecía más pequeña, su cuerpo más realzado. El azul marino combinaba con el negro de sus vaqueros y sus propios ojos. Le gustaba.

—Es genial, aunque se siente extraño. —Dio una vuelta sobre sí mismo, notando que era incluso más alto. Se puso de puntillas y se apoyó en el pecho de su amigo, agarrando con una mano la camiseta verde menta. —Tienes mucho talento, ¿sabes? Eres genial.

Satoru sonrió, tragando las lágrimas que acudían a sus ojos. Dejó que le besara y acarició su cintura con miedo, como si no hubiera estado llorando durante toda la noche anterior. Como si nada hubiera sucedido en su tonta cabeza.

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