14
Satoru únicamente había conocido unos labios en toda su vida.
Los de la persona que más daño le hizo, los de aquel cuyas palabras se clavaron en lo más profundo de su corazón, como si de estacas se tratasen; el chico de aquellos bonitos ojos rasgados que había visto tan de cerca para, al día siguiente, apreciar su desprecio. Él era la última persona a la que había besado, también su primer y estúpido beso, el que arruinó su vida.
Sin embargo, la boca de Megumi era cálida, suave y cariñosa. Su amigo se abrazaba a su cuello, sosteniendo su mandíbula con delicadeza. Una y otra vez regresaba a él, tras suspirar con dulzura, en besos cortos y otros rápidos, donde no hacía falta explorar el interior de sus bocas para dibujar más nubes de color rosa.
—Satoru... —Susurró el otro, completamente pegado a su cuerpo. Podía sentir las líneas de aquel abdomen contra el suyo, una pierna que estaba sobre su cintura, ambos tumbados de lado bajo el calor de una manta. —Me gusta como se siente el cielo entre tus labios.
El calor subió violentamente a sus mejillas y, aunque apenas podía ver nada, pudo adivinar una pequeña sonrisa en su precioso rostro. En la penumbra, el ordenador había quedado apartado, junto al plato en el que ya no quedaba porción de pizza alguna.
Sólo eran ellos dos y, probablemente, fuera estaría nevando.
Nervioso, sintió que acariciaba su nuca y metía los dedos por debajo de la camiseta de su pijama. Su respiración dio varias vueltas y llegó a creer que estaba soñando, que se habían quedado dormidos y su imaginación estaba jugando con él. Pero, estaba ahí, era real.
Lo tomaba de la cintura, sin saber siquiera dónde poner las manos. Acarició la parte baja de su espalda con bastantes dudas, para luego abrazarle con relativa fuerza.
—Sabes a frambuesa. —Se relamió la boca, cerrando los ojos y agarrándose a su camiseta de pijama, temeroso de que desapareciera de un momento a otro. De repente, un pensamiento concreto asoló su cabeza, asustándolo. —Mierda...
Megumi lo dejó ir y encendió la luz de la mesita de noche cuando sintió que se incorporaba. Se sentó a su lado, al borde de la cama, y lo tomó de la mano. No sabía si ya tenían la suficiente confianza como para poder mostrar su preocupación por ese tema en particular.
—¿Estás bien? —Se atrevió a preguntar, alzando un poco la barbilla para mirarle, ya que era más bajo que él. —¿Quieres que te traiga tu medicación?
Un par de ojos de intenso azul lo observaron con estupefacción. Pudo sentir el cuerpo de Gojō tornándose rígido, pudo escuchar cómo tragaba saliva.
Sonrió con ternura y se levantó de la cama para tomar la mochila del albino, que estaba en una esquina. La abrió y rebuscó hasta que sus dedos tocaron lo que parecía ser un bote. Lo sacó y se lo ofreció con amabilidad.
—Oh, espera. Puedo traerte un vaso de agua. —Añadió, correteando por la habitación para llegar al lugar. Segundos más tarde apareció en su cuarto con un vaso de agua. —Toma.
Volvió a sentarse a su lado y apoyó la cabeza contra su hombro, ronroneando por lo bajo, un agradable sonido gutural que le incitaba a actuar con normalidad. Sin embargo, sentía su cuerpo tiritar, como si tuviera demasiado frío. Se quedaron unos segundos en silencio.
—Gracias. —Musitó Satoru, con una ligera risa nerviosa. Se dio una palmada en la frente, sintiéndose como un completo idiota. Realmente no le importaba volver a cambiar el horario de las pastillas si así podía regresar al horario con el que había empezado.
Abrió el bote y dejó caer una de ellas sobre su lengua. Dio un largo trago al vaso y lo dejó sobre la mesita de noche, que ya estaba bastante cargada de cosas.
Ambos se miraron y, diez minutos más tarde, se tumbaban el uno junto al otro. Quizá, más bien, el uno sobre el otro, bajo las mismas sábanas y compartiendo el mismo calor.
Se estaba esforzando. Satoru realmente se estaba esforzando en no pedirle a Megumi que se alejara tres metros y dejara de descansar sobre su pecho; porque cada línea de su cuerpo contra el suyo era agradable y cálida. Ya había estado encima de él con anterioridad y viceversa, pero no podía evitar recordar el episodio de la carretera. El coche alejándose y dejándole tirado en medio de la nada.
Pero, no había nada de brusco en su tenue respiración, en cómo se dejaba caer junto a él y se abrazaba a su pecho, acariciando su espalda con lentitud. Aquello no tenía por qué darle malos recuerdos, no tenía por qué activar todas sus alarmas ni preocupaciones.
—¿Puedes explicármelo? —Escuchó que decía, besando la comisura de sus labios, como si supiera a la perfección qué estuviera pasando dentro de su cabeza. —Por favor, no diré nada, no te juzgaré.
Dudó.
—No estoy loco, ¿vale? Soy inofensivo y jamás te haría daño. —Tembló ligeramente, notando que se acomodaba contra su corazón para escucharlo, una pierna colándose entre las suyas. Tomó valor y dejó las palabras fluir, como si estuviera hablando de algo cotidiano y normal. —Tengo muchos pensamientos intrusivos... Demasiados. —Sorbió por la nariz, rezando para no desmoronarse. —Me dicen que es por tener una ansiedad exagerada y no puedo evitarlos, lo siento.
—Está bien, no tienes por qué disculparte, no me estás decepcionando. —Aseguró Fushiguro, subiendo un poco para rozar su nariz con la ajena. Lo tomó de la mandíbula y lo miró, a pesar de estar a oscuras. Podía oler la pasta de dientes que habían usado con anterioridad. —Sé lo que son, pero me gustaría que me dijeras cómo los sientes tú.
—Pues... —Se atragantó con el nudo de su garganta y se agarró al chico con más fuerza, sin siquiera darse cuenta. —Son cosas que no quiero que sucedan, pero que aparecen en mi cabeza; también recuerdos o pensamientos sobre lo que estoy haciendo y nunca puedo hacer que desaparezcan... —Se estaba abriendo. Una rendija en una puerta. Por primera vez desde hacía tiempo, abría parte de su corazón a otra persona y creía sentirse orgulloso porque era la persona correcta. —Me dicen que soy un inútil, que no hago nada bien, esa clase de cosas y no puedo concentrarme o hacer vida normal. Me da miedo hacer algo de lo que me arrepienta, como en un pasado.
Pensó en aquella vez, en el cúter con el que estaba cortando papel y cartón para un proyecto de clases. Recordaba cómo había detenido lo que estaba haciendo para escuchar a su cabeza, cómo la presión había aplastado todo lo que había en sus pulmones y había acabado mal, muy mal. Realmente no había querido hacerlo, nunca había sido por voluntad propia.
Aunque si llegó un momento en el que morir había parecido la mejor opción.
—Gracias por confiar en mí y contármelo. —Su amigo, acarició su pelo con delicadeza y cariño. —No eres un inútil, ni nada de eso, Satoru. Eres tú mismo y, para mí, eres muy especial.
Ambos se quedaron en silencio, acariciándose con cuidado, como si estuvieran rozando las llamas de una fogata.
—Papá, tengo que ir a trabajar. —Decía, tomando su mochila y su chaqueta por el camino. Recorrió el apartamento de punta a punta, con prisa. —No voy a quedar contigo ahora.
—¿Y por qué no contestaste durante toda la mañana? —Cuestionó el hombre, como si guardara algún tipo de rencor. —No me des la excusa de que estabas en clase, sé que te despiertas temprano.
Megumi suspiró. Lo cierto era que ni siquiera había ido a clase.
Se había pasado la mañana entera oscilando entre los brazos de Satoru y sus mejillas de fresa, la agradable piel de su espalda y su pelo hecho de nubes de algodón. Sonrió, al recordar cómo dormía, con los labios semi abiertos y una expresión de calma.
Hacía horas que se había marchado, alegando que tenía que hacer tareas de clase, y lo había dejado ir, no sin antes plantarle un último beso. Se había abrazado a su cuerpo, deseándole un buen día y muchas sonrisas. Lo adoraba demasiado.
—Porque estaba ocupado y pensé que querías, no sé, que te ayudara a arreglar la lavadora o algo así. —Soltó, dejándose caer al suelo para ponerse las botas. El teléfono se quedó en el parquet, a su lado.
—¿Ocupado con qué? —Toji gruñó, frustrado con él. —¿O debería decir con quién?
Frunció el ceño, sintiendo un tenue calor en el interior de su pecho. Agarró el móvil y se lo llevó a la oreja, molesto.
—Hace días que no veo a Itadori. —Contestó, algo rabiado por aquello.
Aunque sólo lo mencionó a él, era consciente de que su padre sabía qué había hecho con los gemelos. Recordaba cómo un día, al regresar a casa, se lo encontró hablando seriamente por teléfono con el padre de los chicos, y jamás olvidaría la mirada que le había dedicado.
Imponía, sí, pero luego lo llamaba chiquitín mientras conversaban y todo tipo de miedo se esfumaba. Había acabado por contarle que el padre de los hermanos los había escuchado y habían tenido una extensa charla sobre el tema. Habían estado de acuerdo en que podía disfrutar de su sexualidad, siempre y cuando se cuidara y no hiciera locuras.
Desde entonces, no habían vuelto a hablar del tema. En parte le avergonzaba que viera o fuera consciente de esa parte de su vida.
—Ambos sabemos que no te llamaría si fuera por Itadori.
—¿Qué? —El chico se quedó quieto, paralizado. Pudo jurar que su corazón dejó de latir durante un efímero instante. Su estómago de volvió un lío de nervios y tomó su chaqueta del perchero, temeroso de aquello. —¿Papá?
Silencio al otro lado de la línea. Se imaginó al hombre sentado en el sofá de su casa, tocándose las sienes para calmarse, con la televisión encendida en algún canal de documentales aburridos. Vestido de negro, tal vez con un albornoz de ducha y el pelo húmedo, quizá leyendo un libro de poesía con un cóctel de frutas en la mano.
Si no era Itadori, tampoco podía ser Sukuna. Y, si no era ninguno de los dos... Mierda.
Satoru, tenía que ser él. No había estado con ninguna otra persona durante tanto tiempo seguido. Ni siquiera sabía por qué su padre se había enterado de que mantenía una amistad —¿acaso se le podía llamar relación cuando no habían hablado de sus sentimientos?— con él. Se mordió el labio inferior y pronto se arrepintió de no haber contestado antes a sus mensajes, por haber querido disfrutar al completo del momento.
Pero, sus pequeños y tímidos besos eran los mejores de todos, sus manos posándose en su cintura, entrelazando sus dedos con lentitud y susurrándole en voz baja. Sabía que a Toji no le gustaba que le ocultara cosas de su vida, aunque, si no le había hablado del albino era porque aún era demasiado pronto para hacerlo.
En aquel instante no se dio cuenta de lo que se trataba, tenía la cabeza llena de cosas, a punto de estallar por la presión de llegar tarde y del serio tono de voz con el que le hablaba.
—Me gustaría hablarlo en persona, Megumi. —Cuando lo llamaba por su nombre y no por un apodo cariñoso, la cosa se tornaba seria. —Llámame en cuanto salgas del trabajo.
—¿Pa...? —La línea se cortó y se quedó con su teléfono en la mano, observando la aplicación de las llamadas, confuso. —Joder.
No lo pensó dos veces, lo guardó en el bolsillo de sus vaqueros negros y salió despedido por la puerta. Y, para colmo, acabó por olvidarse de la chaqueta.
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