12
Megumi tomó su mochila de la taquilla y la cerró con cuidado de no hacer ruido. El local casi estaba vacío y era su turno de marcharse.
Se cambió de ropa en uno de los cubículos que había en la sala de empleados, donde también había un baño. Sustituyó la camisa por una cálida sudadera blanca y los vaqueros negros por unos pantalones de deporte del mismo color. Se abrochó la chaqueta verdosa hasta el cuello. Sencillo y cómodo, así era como solía vestir. Guardó el uniforme en la mochila y salió del lugar con una leve sonrisa.
Agitó la mano, despidiéndose de Mei Mei, que contaba el dinero que Getō había gastado —en tres zumos de naranja, dos cafés y tres magdalenas, contando la propina—. La mujer correspondió y volvió a guiñarle el ojo con picardía. Nunca sabía cómo reaccionar a aquel gesto.
Salió del local y el aire nocturno lo golpeó. El frío caló sus huesos y heló sus manos, pegándose a su piel. Se lamentó en voz baja porque se había olvidado de meter en su mochila el bálsamo de labios, pero se lo echaría más tarde, cuando llegara a casa.
Si es que llegaba pronto, claro, porque a aquella hora no había transporte público y había denegado la petición de su padre. Si le hablaba, tendría que esperar en una esquina, volviéndose lentamente una estalactita y no quería molestarle. De hecho, estaba seguro de que el hombre ya estaría dormido.
—Joder... —La nube de su aliento se congeló frente a él.
Comenzó a caminar por la calle, apenas iluminada por algunas farolas cuya luz titilaba de cansancio. Sí, tal vez había sido una mala idea. Siendo sincero, no era una persona demasiado valiente y se asustaba con facilidad. Su mirada se detuvo en una moto que esperaba pacientemente a que el color del semáforo cambiara.
Alzó una ceja cuando el conductor subió el cristal de su casco negro con rayas rojas para mirarle, y se percató del pelo oscuro que caía por su espalda, sobre aquella cazadora de cuero. Reconoció sus ojos rasgados, la mirada perspicaz. Llevaba unos guantes negros del mismo material, los pantalones de color verde militar con bolsillos a los lados de los muslos.
Se detuvo en seco, nervioso. Sus dedos se cerraron en torno a la nada, en puños de frustración.
—Hey. —Dijo Suguru, con un pie apoyado en el suelo para mantener el equilibrio de la motocicleta negra y brillante, casi elegante. —No sabía que salías ahora.
—Sí —soltó, porque no se le ocurrió otra estúpida cosa. ¿Correr? Sus piernas se sentían entumecidas.
Se mordió el labio con fuerza. Recordó la conversación que habían tenido, la forma en que el chico había salido de la cafetería con mala cara, como si le hubiera molestado que rechazara su invitación.
Aparte de lo ocurrido, jamás, jamás podría olvidar todo lo que había escuchado de su boca. En ese momento, deseó no haber oído todo lo que el chico había dicho cuando estaba en el local, tanto con Satoru como con aquella chica; deseó no haberle dado vodka, ni haber podido no moverse.
—¿Estás bien? —Getō no aceleró, a pesar de que una luz verde iluminaba la carretera. No había más coches u otros vehículos. —¿Tienes frío? No pienso dejarte aquí hasta que te congeles, ¿quieres que te lleve?
—No, gracias —en aquel momento, Megumi tenía miedo de que le siguiera, de que volvieran a encontrarse y eso se convirtiera en una rutina —. Estoy bien.
Suguru no parecía lidiar bien con los rechazos, pero asintió y se bajó el cristal del casco, sin insistir. El motor de la motocicleta rugió calle abajo.
Megumi llamó a su padre, con la esperanza de sentirse menos solo en el camino de vuelta a casa. No se dio cuenta de lo mucho que había acelerado el paso hasta que resbaló.
Esperaba pacientemente en el sitio de siempre, mirando la pantalla de su teléfono. Lo guardó en el bolsillo de su sudadera blanca y se atusó el pelo negro, algo nervioso por volver a ver a Satoru.
Por la noche apenas habían hablado y el chico le había dicho que tenía demasiado sueño como para continuar charlando. Le había deseado una buena noche y hacía tan sólo unos minutos le había mandado un mensaje diciéndole que ya estaba en el sitio de siempre. Satoru no se había conectado, no lo había hecho desde la noche anterior.
Estaba algo preocupado, pero todos sus pensamientos desaparecieron al notar cómo alguien lo tomaba de la cintura. Pegó un respingo, asustado, y pronto se calmó.
—Oh. —Reconocería la forma de su mano y la fuerza de su agarre en cualquier parte. —Joder, Sukuna, casi me matas del susto.
El susodicho alzó una ceja, sonriendo con picardía y pegó la espalda a la pared, abrazándolo con cariño.
—Idiota, ¿aún no has aprendido a oír mis pasos? —Susurró en su oído, acariciando el abrigo verdoso que llevaba, desde su espalda hasta su trasero. Apretó los vaqueros negros, sintiendo la apetecible curvatura de su trasero contra su palma, sacándole un suspiro. —¿Te gustaría venir a casa esta tarde? A Itadori también le parece bien.
Megumi se revolvió, apoyando las manos en su pecho, en el jersey negro de cuello alto que delineaba a la perfección sus pectorales. Conocía su cuerpo de arriba a abajo, todas las tonalidades de su voz y la temperatura y sabor de su piel.
Sin embargo, ya se había comprometido emocionalmente con Satoru. Y, aunque en lo que tenía con los gemelos no interferían apenas sentimientos, ya no quería continuar con ello. Estaba enamorado, las cosas eran diferentes.
—Quería decíroslo... —Comenzó, toqueteando los tatuajes de su rostro para que fuera la última vez que lo hiciera. Las marcas negras eran lisas y suaves bajo la yema de sus dedos. —Estoy conociendo a una persona, así que no me gustaría seguir con lo nuestro.
Sintió su móvil vibrando en su bolsillo, pero no quería ignorar al chico, que tomaba aquella mano con la que le acariciaba y besaba su dorso con ternura.
—Está bien. —Sukuna sonrió, dándole un toque en la punta de la nariz. —Al menos podrías haber avisado y te hubiera dado una mejor última vez.
—¿La última no fue buena? —Ladeó la cabeza, notando el calor subiendo a sus mejillas. Ambos se separaron, lo justo como para parecer estudiantes normales charlando. El otro se encogió de hombros, desviando la mirada. —¿Por qué?
Ninguno de los gemelos se había quejado nunca de cómo era la situación. Tan sólo discutían, se peleaban mientras él miraba, desnudo entre las mantas y medio asustado. Ryomen podía ser bastante posesivo y lo demostraba con cada oportunidad que tenía, gruñendo, mordiendo, succionando y dejando marcas en los lugares más escondidos; había llegado a alejar a su hermano de él con un golpe seco en el centro de su pecho, deteniéndolo en la posición en la que se había quedado, negándose a cambiar los roles.
Sin embargo, era él quien mandaba. Megumi sabía que tenía ese poder para causar un retintineo en los corazones de los demás y sólo lo había usado con ellos dos.
Intentó no pensar en ello, no reproducirlo en su mente, la agradable visión de los rostros de ambos cuando les había pedido que se besaran para él. Una expresión de odio y otra de perplejidad, pero los hermanos no habían dudado en liarse a su lado, y luego se había unido con lascivia. Le había gustado, le había gustado demasiado, quizá; compartir el sabor de los tres en la boca, que siempre se habían mantenido a una distancia prudente. Mierda, le había encantado que los tres se besaran de aquella forma, pero ya no lo haría de nuevo.
Estaba enamorado, todo aquello había quedado atrás.
—No me gusta tu política de donde cabe uno, caben dos. —Puso los ojos en blanco, dando una vuelta sobre sí mismo, mirando al techo. —Esa zona siempre era mía.
Se carcajeó sonoramente y se sujetó el vientre, riendo por aquello. Quiso decirle que no parecía muy disconforme cuando lo probaron, pero vio algo por el rabillo de su ojo e intentó recuperar el aire.
Satoru doblaba la esquina con prisa, quedándose quieto al verle con Sukuna. Casi pudo imaginar cómo pestañeaba con perplejidad bajo las gafas negras. Se despidieron con rapidez, no quería alargar más aquello y decidió ya quedaría con los gemelos alguna tarde. Al fin y al cabo, seguían siendo amigos de la infancia y su amistad seguía siendo la misma después de haberse acostado repetidas veces.
Correteó hacia él cuando Ryomen desapareció del pasillo, y se abrazó a su cuerpo, aprovechando que su abrigo grisáceo estaba desabrochado para meterse en su interior y taparse.
—Estaba preocupado, no me respondías... —Ocultó la cabeza en su pecho, cerrando los ojos. —Ojalá hayas tenido una noche genial.
—Lo siento, dormí demasiado. —Gojō sonrió con cariño, acariciando la nube de pelo negro que había contra su jersey de color crema. Era suave. Todo en él lo era.
Cumplió el deseo de Fushiguro de taparlo con su chaqueta y abrochó uno de los botones, dejándolo dentro, pegado a su cuerpo. Podía oler los arándanos de su pelo, era su chico de las frutas del bosque, tan dulce y atento. Tomó su mandíbula y la alzó con delicadeza, desplazando el tacto a su mentón.
—¿Qué te ha hecho sonreír hoy? —Preguntó Megumi, envuelto en su abrigo largo, con sus labios empapados en bálsamo de frambuesa y las mejillas rosadas. Aquellos ojos azules amenazaban con arrastrarlo a una tormenta y ahogarlo.
Una punzada de dolor atravesó sus pulmones, quitándole el aire durante un instante. Su sonrisa flaqueó, sorprendido por aquella pregunta tan pura. Su corazón se aceleró a pesar del frío, que aún calaba su ropa, y sintió que acariciaba su cintura, hasta llegar al cinturón de sus vaqueros negros. Megumi era demasiado bueno.
Nadie lo merecía, ni siquiera el mundo o él mismo.
—Tú. —Susurró, inclinando la cabeza para rozar la nariz con la ajena. —Sólo tú.
Aquello era realmente triste, porque era toda la verdad.
«Toji Zenin»
Aquello era lo que rezaba el letrero de la entrara, que parecía bastante antiguo.
La consulta era sencilla y olía a ambientador de vainilla. Había una pequeña sala de espera con algunos asientos y una sala aparte, donde se realizaban las sesiones. En su caso, nunca nadie había esperado por él afuera. Lamentable, casi tanto como sus propias palabras.
—No me sentí capaz de perdonarle. —Concluyó, recordando la reunión en la cafetería. Estaba sentado en un cómodo sillón de cuero negro, evitando mirarle directamente. —Realmente, tampoco me sentí capaz de decir nada.
—Entiendo. —El hombre asintió, con una expresión de preocupación, unos ojos selváticos que lo analizaban en silencio. —¿Crees que fue una buena decisión dejar las cosas así?
De repente, se sintió mal. De hecho, mal, no era la palabra que buscaba; se sintió como si hubiera sido arrojado a un cubo de basura.
Observó detenidamente los libros de las estanterías de aquella sala, cuadrada y con una única ventana que daba a un parque lleno de árboles. Tragó saliva, pensando, intentando reprimir las lágrimas. Había un escritorio en una esquina, con un ordenador, pero ellos estaban en la otra punta, acomodados frente a la ventana, un sillón al lado del otro, con cierta distancia.
—Supongo. —Alcanzó a musitar, jugueteando con el cordón de su sudadera gris. —Él sigue siendo el mismo de siempre, pero creo que ella sí quería arreglar la situación. —Bajó la cabeza. El rostro de Suguru había sido tan frío, sus palabras lo habían herido demasiado. —Él me dijo... Cosas.
«Deberías de haberte matado cuando tuviste oportunidad»
Su labio inferior tembló, asustado de que su cerebro hubiera reproducido con tanta fidelidad el rencoroso tono de su voz. Pero, debía de haber sido al revés. Si había alguien que debería de tener rencor era él mismo. Al fin y al cabo, era el que lo había sufrido todo en silencio.
Todo, absolutamente todo.
—¿Qué clase de cosas? —Cuestionó Toji, frustrado porque le evitara constantemente con la mirada. No hubo respuesta. —Satoru, ¿hasta qué nivel te afectaron?
—No lo sé. —Se encogió en el sillón, haciéndose más pequeño. —Es sólo que a veces desearía haber muerto aquel día. —Sorbió por la nariz y se frotó los ojos. Su rostro seguramente ya estaría rojizo. —Me hizo sentir culpable, de nuevo, como si todo lo que ocurrió hubiese sido mi culpa y tengo miedo de que eso sea cierto. Pero...
Un tic nervioso atacó su pierna y la movió de arriba a abajo, cruzándose de brazos para darse calor. Miró al hombre, que le escuchaba con atención con un registro delante, en la tabla de notas donde apuntaba; algunos papeles que probablemente serían de su ingreso en el hospital, recetas médicas y escritos varios que le había dado.
En parte, le asustaba que ese tipo siempre vistiera de negro. Era como si su vida fuera un funeral constante y, cuando acudía a la consulta, aquella premisa no hacía otra cosa más que reafirmarse.
—He conocido a alguien. —Sonrió ligeramente, recordando el dulce rostro de Megumi, su preocupación inicial cuando se había encerrado en el barrio de la cafetería. El tacto de la bufanda. —Creo que estoy enamorado y eso me hace sentir más vivo, me hace sentir mejor.
—¿Por qué? Me refiero a lo último.
Se mordió el labio inferior, entrelazando los dedos de sus manos.
—Tener a alguien que se preocupe por mí y que me cuide me hace sentir especial y, por ende, vivo. Cuando estoy con esa persona puedo olvidar el resto. —Vio en sus ojos aquella duda, entre el verde de sus iris. —Sí, es recíproco, aunque no lo sé del todo.
Tal vez no. Se tocó la cabeza, bajando la mirada a su propio regazo, a los vaqueros de color azulado y el borde de su sudadera. Un par de lágrimas acudieron a empapar sus palabras y su voz se rompió.
—Déjame adivinar, tienes miedo de que pase lo que pasó hace años. —Toji alzó una ceja, queriendo levantarse de su sillón y abrazarlo.
—Tengo mucho miedo. —Se abrazó a sí mismo otra vez, clavando sus uñas en la tela. Su tono tembló. —Pero me ha mostrado que no es una persona que juzgue a los demás, cada día me pregunta si estoy bien. Es tan dulce conmigo, me trata bien y me abraza y me mira con cariño. Creo que ha visto mi medicación y he dejado que viera todas las cicatrices, yo... —El nudo de su garganta lo hizo tropezar y las lágrimas hicieron carreras por sus mejillas. Se limpió con las mangas en vano. —Ni siquiera sé si tengo derecho a sentirme así, pero cuando estoy con él puedo pensar en la felicidad de nuevo.
Satoru se cubrió el rostro y pidió perdón en voz baja. No le gustaba que su psicólogo lo viera llorar.
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