10

Megumi sabía defenderse.

Podía tumbar a alguien dos veces más alto y pesado que él y podía doblar, en un abrir y cerrar de ojos, el codo de una persona hacia atrás. Había ido a clases de artes marciales, cuando era pequeño, y las había sustituido por peleas con su padre cuando era adolescente; peleas con guantes de boxeo y esterillas en el suelo, aprovechando el espacio del salón de su casa. Su padre lo inmovilizaba y le pedía que tratara de librarse, le dejaba lo suficientemente cansado como para forzarle a darlo todo de sí mismo para escapar de cierta situación que habían intentado recrear.

Y, sin embargo, no podía moverse.

Estaba tan asustado, su corazón no dejaba de bombear sangre a todas sus extremidades, su cerebro le gritaba que se moviera o que hiciera algo, su respiración se agitaba con cada segundo. Pero, sus músculos no respondían. Estaba completamente paralizado, con la boca semi abierta de terror, una mano vendada y la espalda contra la barra. Estaba atrapado entre el chico y una botella de vodka.

No quería rompérsela en la cabeza porque sabía que podía tumbarlo en un instante y dejarlo inconsciente sin necesidad de herirlo. Si tan sólo pudiera reaccionar. Se sentía tan impotente que tenía un nudo en la garganta que le impedía respirar con normalidad.

—Las chicas como ella son todas unas zorras que sólo se preocupan por sí mismas. —Suguru, acarició su rostro, sosteniendo su mentón con toda la delicadeza que un borracho podía tener. —Y los chicos como tú sois demasiado fáciles. —Una sonrisa sarcástica iluminó su expresión y bajó la otra mano por el abdomen del camarero, que quizá era un año o dos menor que él. —Mírate, tus piernas tiemblan, ¿tan necesitado estás?

Hacía rato que su compañera de trabajo había dejado su puesto, pues a él le tocaba cerrar el local aquella noche. También había mandado un mensaje a su padre, pidiéndole que fuera a recogerle porque no quería volver solo a su apartamento. Aún le dolía la mano.

Lo cierto es que lo había visto venir. Había aguantado casi una hora de las palabras del chico ebrio y descorazonado, asintiendo con lentitud e intentando no molestarle o alterarle. No era la primera vez que tenía que lidiar con una situación en la que algún cliente bebía de más, pero lo normal eran un par de piropos y una traviesa nalgada en el trasero que lograba enfurecerle bastante.

Pero, aquella vez era diferente. Lo estaba manoseando. Se estaba aprovechando de él en medio de una cafetería vacía. La hija de la dueña del lugar estaba en la cocina, revisando las últimas cosas antes de irse y ver cómo cerraba.

—Este uniforme te queda muy bien. Lo pensé la primera vez que entré aquí, pero ahora... Joder. —Olía a alcohol, a vodka con lima y a desodorante masculino. El delantal negro estaba en el suelo, mostrando una camisa blanca y unos pantalones negros que delineaban su cuerpo con acierto. —Podría follarte. Sí, creo que voy a...

Pudo respirar. Sus pulmones recibieron el aire que demandaban cuando Suguru se dobló en dos y se dejó caer hacia una esquina para vomitar.

Dio un par de pequeños pasos hacia atrás, mareado, confuso, agarrándose de la camisa y sintiendo sus latidos desordenados. Tenía lágrimas en los ojos que no se esforzó en reprimir, pues se deslizaron por sus rosadas mejillas y cayeron a sus pies, sobre los zapatos formales del uniforme. No sabía si ayudarle, decirle algo, lo que fuera. Lo único que quería era salir de allí lo antes posible.

Se sentía asqueado de su propio cuerpo.

—Entonces, ¿no vais a hacer dinero con eso? —Persiguió con atención a la dueña de aquella voz, una mujer que se asomaba desde la puerta de la cocina, cerca de la entrada a la barra. Aquella larga trenza se mecía con lentitud mientras ella negaba con desaprobación. Mei Mei siempre había sido así, obsesionada con los billetes, pero nunca había imaginado que no interfiriera en una situación como aquella. —Fushiguro, vuelve a casa, tienes un aspecto lamentable. Yo me encargaré de esta cosa.

Se frotó el rostro, asintiendo con un ligero sollozo.

Toji Fushiguro abrazó a su hijo con fuerza. Todo músculos, camiseta de tirantes que mostraba más de lo que debería, pelo negro cayendo por su frente en un corte sencillo; una cicatriz en sus labios. Alto y con mal carácter, aunque su rostro cambiaba cuando su chiquitín estaba delante.

—Lo siento, tengo casi veinte años... —Se disculpó el chico, separándose un poco.

—Es normal querer abrazar a tu padre de vez en cuando, ¿sabes? —Volvió a apresarle y besó su cabeza con infinito cariño para luego dejarlo ir. —No tienes de qué avergonzarte.

Megumi sorbió por la nariz, aún con las pestañas húmedas y la piel rosada de dolor e impotencia. El hombre le había llevado de vuelta a su apartamento después de aquel horrible episodio y había accedido a quedarse aquella noche, durmiendo en el salón. Le había contado lo ocurrido tras desmoronarse en el coche y había acabado temblando en el asiento del copiloto. En un mundo como aquel, esas cosas pasaban más de lo que deberían. Suguru le daba miedo, le causaba asco y repulsión, después de lo que le había dicho a la que parecía ser su ya ex novia, después de lo que le había hecho a Satoru —quién sabía qué, estaba dispuesto a averiguarlo—.

Se había mirado al espejo mientras se vestía lentamente para ir a clase, analizando su cuerpo profanado. Tal vez estaba exagerando, pero había llegado a sentirse sucio, asqueado de sí mismo hasta que había tenido una charla con su padre donde también había acabado llorando. El mundo era hostil.

Se cruzó de brazos, con aquel jersey negro de cuello alto, suave y tierno; estaba descalzo y la mochila estaba en el recibidor, preparada para ser llevada en su espalda.

—Tengo que irme pronto. —Soltó, echándole un rápido vistazo a su teléfono para ver la hora. Eran las nueve de la mañana. —Cuando vuelva, ¿seguirás aquí?

—Probablemente. —El mayor se sentó en el sofá de nuevo, observando la pantalla encendida del ordenador portátil que estaba sobre la mesa de delante. Mostraba una carpeta con múltiples archivos, aunque no había ninguno abierto en particular. —Estaba revisando el historial de algún que otro paciente que vendrá pronto a la consulta. A veces me olvido de los nombres y hago el ridículo.

No pudo evitar sonreír. Su padre podía ser muy olvidadizo y recordaba que, en una ocasión, se había quedado en blanco mientras hablaba con él porque no había recordado su nombre.

—En particular, hay un caso que me molesta demasiado. —Oh, no. Iba a comenzar a quejarse. Siempre se quejaba de cualquier cosa cuando tenía oportunidad y podía jurar que una vez lo había visto recriminándole a un cactus que le diera una señal para saber cuándo regarlo. —Es un chaval algo mayor que tú. Nunca viene a las citas porque sus padres dicen que esto no sirve para nada, pero continúa medicándose desde que tuvo un intento de... Ya sabes.

—Papá, ya me lo contarás más tarde. —Sacudió la mano en el aire mientras se ponía las botas y se ataba los cordones con rapidez. El hombre siempre guardaba la confidencialidad de sus pacientes, nunca exponía sus nombres ni los detalles, únicamente los rasgos más generales para ayudar a su hijo con sus clases de psicología de la universidad. —Nos vemos, te quiero.

—Yo también a ti, Gummi.

Se abrazaron una vez más antes de que saliera corriendo a la parada de autobús, intentando no resbalar y caer entre la nieve.

Satoru arrastró la espalda por la pared, sentándose en el suelo delante del radiador, en el lugar de siempre. Sus rodillas temblaban y su cabeza daba mil vueltas.

—Estás algo pálido, ¿te encuentras bien? —Megumi se sentó a su lado, extendiendo su propio abrigo verdoso por encima de las piernas de ambos. Llevaba unos vaqueros de color azul oscuro, mientras que los del otro eran de un sencillo crema.

Apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos, sintiendo cómo sus dedos se entrelazaban con lentitud.

—Esta noche te he echado mucho de menos. —Susurró, sin contestar a su pregunta, dando un pequeño apretón al agarre.

Sólo lo miró cuando notó que ponía una mano sobre su frente, pero su temperatura era la normal. Sonrió con ligereza, acariciando su rostro tan cercano, tierno y bonito. Se había puesto algo nervioso al no recibir respuesta a los mensajes que le había mandado por la noche, pero luego el chico se había excusado contándole que había estado con su padre.

Había sido una mala idea pasarse la madrugada entre pensamientos en los que ambos no dejaban de aparecer. Su sonrisa se borró al revivir alguno de ellos, al recordarse a sí mismo abrazado a la almohada mientras lloraba e hiperventilaba, con la cara calada en lágrimas. En ocasiones, aquello aparecía en su mente sin control. Que no era suficiente para él, que lo odiaba y que quería que lo dejara en paz.

Sin embargo, verlo a la mañana siguiente en la facultad lo aliviaba, le hacía saber que todo lo que aparecía sin previo aviso en su cabeza era mentira.

Cambiar el horario del medicamento también había hecho mal. Muy mal. Se sentía horrible, confuso y tenía demasiado sueño. No había sido culpa suya que se hubiera olvidado y hubiera tenido la necesidad de tragarse uno después de levantarse.

Realmente sí lo era, su culpa. Joder, siempre lo había sido, sabía que debía tomarlas antes de dormir para no sufrir los efectos secundarios y quedar hecho polvo. Se encogió un poco, abrumado y triste.

—Te lo digo de verdad, Satoru. Tienes una pinta horrible. —Insistió su amigo, separándose un poco para comprobarlo mejor. —¿Tienes alguna clase ahora? —El susodicho negó, parecía completamente ausente, como si realmente no le estuviera escuchando. —Yo tampoco.

Se miraron en silencio, hasta que Megumi tiró de él.

Precisamente por ello, casi una hora más tarde ambos estaban en la habitación del albino tras haber llamado a su chófer. Estaba acostumbrándose poco a poco a todos los lujos que rodeaban la vida del otro, a tratar con algunos sirvientes que lo saludaban educadamente por los pasillos de la enorme mansión. Fingía no impresionarse para no hacerle sentir mal o avergonzado. Su familia no lo definía y su dinero tampoco.

—¿No vas a tomar nada para las náuseas? —Preguntó, deslizando el tacto por toda su columna vertebral, llegando a la parte baja de su espalda. El chico estaba tumbado a su lado, con la cabeza escondida en su pecho, ambos tapados con una manta añil en la gran cama semicircular.

—Pronto se pasará, te lo aseguro. —Murmuró Gojō, con su característica sudadera gris, rodeando su cuello con los brazos para subir un poco y ponerse a su altura. —Me ocurre mucho, no tienes de qué preocuparte.

Asintió, acariciando su rostro tan idílicamente blanco por su condición genética. Le encantaba cómo parecía que tenía espolvoreado polvo de estrellas por sus mejillas; sus ojos tan azules, era como mirar al mismo universo o al revés, como si el universo le estuviera mirando.

Se atrevió a besar la punta de su bella nariz, enredando los dedos en su pelo de nieve, pero su cuerpo era muy cálido y acogedor. Al igual que el mes de noviembre, el sabor del chocolate caliente frente a una chimenea, los copos helados de fuera. Le parecía que era así y le encantaba.

—Megumi... —Comenzó el chico, tanteando con curiosidad su mandíbula y su cuello, mirando sus labios. —¿Alguna vez has estado así con alguien?

No supo qué decir.

Frunció el ceño, intentando dar una respuesta coherente. Abrió la boca, a punto de decir algo, pero no lo hizo. Infló sus mejillas para restarle importancia al asunto y poder ver una sonrisa en su cara. No ocurrió, no hubo sonrisa, aunque pudo ver en su mirada todo el cariño del mundo.

Realmente sí y, al mismo tiempo, no. Tenía diecinueve años, ya había estado con otras personas, tumbado en la cama, pero en otras circunstancias. Toda su vida había tratado de buscar aquello que, por fin, había encontrado; el revoloteo de las mariposas en su estómago, su corazón acelerándose, sus mejillas sonrosadas.

—Sí, he estado con otros en la cama, pero no así. —Acabó por soltar, sin poder evitar ruborizarse un poco. —Es la primera vez que siento esto y es por ti.

Pensó en los gemelos. En la voz ronca de Sukuna rozándole la piel de la nuca, mordiendo, succionando; en Itadori y sus besos desordenados, sus graciosas reacciones. El sudor adherido a sus cuerpos, a las sábanas; la puerta cerrada y la ropa en el suelo.

Demasiadas veces, demasiados gemidos disueltos en el aire. Los tres cayendo de nuevo entre las mantas, continuando con el juego de atrapar sus bocas en miel y azúcar hasta cansarse otra vez; quedarse dormidos y abrazados hasta que la mañana siguiente llegara.

Después de lo ocurrido la noche anterior había llegado a la conclusión de que le encantaba que el albino lo acariciara, que lo mimara; que los gemelos lo besaran con cariño. Odiaba que le tocaran sin su consentimiento, que se aprovecharan de él.

—Oh. —Exhaló un suspiro, pero no quiso preguntar más acerca del tema. Le bastaba con saber que estaba enamorado, aunque le hubiera gustado que se lo hubiera dicho directamente.

Satoru acortó la distancia para apoyar la frente contra la suya y sintió su cuerpo acomodándose en el suyo, pegándose a él. Parecían hechos el uno para el otro.

Una de sus piernas se entrelazaba con las del contrario, el pelo blanco se mezclaba con el negro. Una mano acariciaba la camiseta de tirantes negra de Megumi, que se había deshecho del jersey hacía rato, rozaba sus hombros desnudos. El calor hacía acto de presencia con cada segundo en silencio, en el que sus respiraciones también bailaban.

—¿Estás mejor? —Aquellos labios de fresa se preocuparon por él. Fushiguro deslizó los dedos por debajo de su sudadera gris, palpando la camiseta interior que llevaba.

—Más o menos. —Lo cierto es que estaba menos mareado que antes, quizá algo más despierto.

Sus músculos se tensaron, pero dejó que levantara un poco la prenda mientras tapaba su boca con la otra mano y depositaba un suave beso en su propia piel. Una y otra vez, dos dedos de separación entre sus labios, podía notar su calor al otro lado del océano y ambos cerraban los ojos con calma.

—Me gusta mucho estar contigo. —Se atrevió a susurrar, tragándose aquellas lágrimas que amenazaban con desbordarse. Su voz sonó temblorosa y accedió a quitarse la sudadera.

Y estuvo seguro de que le diría algo sobre aquello. Su cabeza le gritó que recuperara la prenda y se cubriera a pesar de llevar una camiseta de tirantes del mismo color. Quiso darse la vuelta e ignorar su mirada azul y profunda que las miraba con atención.

Su pecho se volvió un desastre y respiró con rapidez, tragando saliva. Se escondió en su pecho, intentando no desmoronarse y sollozar. Era un desastre, un puto desastre y una persona de mierda. Se sentía mal, tan mal, consigo mismo que en ocasiones no podía evitarlo. Le daba miedo lo que pensara, lo que pudiera expresar, le daba tanto terror que lo juzgara, que se alejara de él. No lo había hecho porque le gustara o porque fuera beneficioso; no lo había hecho porque realmente hubiera querido hacerlo.

Pero, Megumi no dijo nada, sólo acarició sus brazos en silencio, paseando los dedos por las vendas que cubrían sus antebrazos y sus muñecas.

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