07

El chico de las cicatrices en el rostro lo sujetó con fuerza, rodeando sus axilas con los brazos a modo de palanca, para retenerlo. Podía ver las marcas que habían dejado todas aquellas suturas en el reflejo del espejo, aquel tipo daba miedo.

Satoru miró al frente, no sin revolverse en vano. Estaba completamente aturdido y su visión comenzaba a volverse borrosa. El paso de los segundos hacía insoportable el dolor de su cabeza, la sangre cayendo por su nariz, llenando de un sabor metálico su boca y manchando su sudadera gris. El suelo portaba los trozos negros de sus gafas destrozadas por tercera vez aquella semana. Sus padres comenzaban a quejarse de lo torpe que era, a llamarle inútil y a suspirar con pesadez.

Pronto, tuvo delante a su mejor amigo. Sonrió, esperando a que le dijera al otro que lo soltara y que no valía la pena meterse con alguien como él. Sin embargo, pudo notar su corazón rompiéndose con aquella expresión neutra, los puños cerrados en bolas de odio.

—Tardas demasiado, Suguru. —Lo alentó el otro, con su voz burlona y el pelo largo mal teñido de azul cielo. —¿Dudas porque es tu amigo?

—No lo es. —Se apresuró a gruñir el susodicho, tomando del mentón al albino deshecho en lágrimas y confusión. Ni siquiera después de cinco años de amistad, ni de aquel beso mientras veían una película en su salón. —Nunca lo ha sido.

Satoru despertó en el último momento, cuando iba a recibir aquel impacto en su rostro, que lo dejaría tirado en el suelo de los baños del instituto.

Tanteó a su alrededor, en la oscuridad, buscando algo a lo que agarrarse, con un nudo en la garganta que le dificultaba vivir. Acabó por descubrir aquella cosa blanda y que olía a frutas del bosque que se aferraba a su pecho. Tocó su pelo, hundiendo la nariz en aquel azabache mientras temblaba.

Seguía ahí. Megumi continuaba a su lado, sentado en el hueco de entre sus piernas y apoyado en su torso, con la cabeza escondida en su pecho. Ambos estaban sentados, pero no recordaba del todo bien cómo habían llegado a aquella postura. Sin embargo, la manta cubría sus cuerpos y la calidez resultaba extremadamente reconfortable, así como su tenue respiración. No quería levantarse y despertarlo.

No tenía ni idea de qué hora era, ya que las persianas y las cortinas de la ventana estaban cerradas. Calculó que ya era de noche, ya que había llegado al apartamento a las cinco y la película había durado casi dos horas; luego, habían caído dormidos.

Trató de calmarse. Estaba allí, con él, no en el instituto; su corazón latía con velocidad e insistencia, como si aún tuviera sangre manando de su nariz, sus ojos llorosos aún pudiendo ver al que había sido su mejor amigo, su primer beso, pegándole un puñetazo sin remordimiento alguno. No se arrepentía de haberse negado a perdonarle aquel día en la cafetería, cuando había conocido a Fushiguro, aunque en ocasiones tenía sus dudas.

No, todo lo que le había hecho, todo por lo que le había hecho pasar era imperdonable. Había podido ver en sus ojos rasgados que no había cambiado absolutamente nada, incluso le había aterrorizado la posibilidad de que le hubiera invitado con la excusa de arreglar las cosas y, en vez de eso, continuar la tortura. Ya no tenía quince años, había pasado demasiado tiempo.

Suspiró, acariciando la espalda del chico con cariño, apoyando el mentón entre su cabello. Era tan perfecto, tan bonito y amable; removía su corazón con cada palabra y gesto. Le gustaba mirar sus labios cuando no se daba cuenta, rosados y finos, con bálsamo de frambuesa.

Estaba seguro de que jamás le haría daño, pero la otra parte de él le susurraba que justamente así había empezado todo.

—¿Satoru? —De repente, Megumi pegó un ligero espasmo, despertando de golpe. Confuso, se revolvió, notando que las vértebras de su cuello sonaban por haber estado en aquella postura. No se quitó de entre sus piernas, sino que agarró la sudadera del susodicho, a la altura del corazón. —Sigues aquí.

Palpó su cuerpo hasta encontrar una de sus manos y entrelazó los dedos con el albino, cómodo y calentito como un polluelo en su nido.

—Sigo aquí. —Escuchó de sus labios.

—No sé qué hora es. —Susurró, aunque no se apartó de él. Buscó los rasgos de su rostro en la oscuridad, tocando su mandíbula y sus mejillas. Podía imaginar su nívea piel, los mechones blancos cubriendo su frente. —Seguro que es muy tarde, tus padres te reñirán.

Quiso dejarle espacio para que tomara el teléfono de su bolsillo y acabó sentado sobre uno de sus muslos, notando que el rosa teñía su cara, oyendo cómo lo sacaba del opuesto. La luz del móvil iluminó sus rostros de golpe y ambos cerraron los ojos, con un insulto por lo bajo, hasta que se acostumbraron al brillo. Eran casi las diez de la noche.

Fushiguro no pudo evitar fijarse en que no tenía ninguna notificación, ningún mensaje o llamada de sus progenitores y no pudo evitar preguntarse si acaso sabrían dónde estaba su hijo. Por su parte, su padre siempre sabía lo que estaba haciendo o con quién estaba, en ocasiones le mandaba mensajes de voz de cinco minutos quejándose de que la lavadora había vuelto a estropearse, o contándole qué había hecho durante el día.

—¿Cómo son? —Preguntó, curioso, al ver que el chico no decía nada. Se fijó en sus bonitas facciones teñidas por la luz del teléfono, iluminándolos a los dos y se dio cuenta de lo juntos que estaban. Se ruborizó, con la manta verdosa cubriendo sus cuerpos, él mismo sentado sobre su muslo, apoyando la cabeza contra su sien; separó el rostro del suyo. Veía sus finos labios rosados, su nariz. —Es decir, tus padres.

—No lo sé. —El albino se encogió de hombros, manteniendo la pantalla encendida para poder verle. Tenía unos ojos tan profundos y bonitos, con los rasgos duros y aniñados al mismo tiempo, suaves y salvajes como el propio bosque. —Son estrictos, pero la mayor parte del tiempo pasan de mí. Es algo contradictorio, lo sé, y es bastante estresante.

Asintió en silencio, mientras lo miraba con interés. Pensó que no debían de prestarle mucha atención y por eso no tenía ningún mensaje. Dejó de agarrar aquella sudadera negra y descansó las manos en su propio regazo, asaltado por sus propios sentimientos.

Continuaba dándole vueltas a lo cómodo que estaba. Sabía que Satoru era una persona a la que le costaba confiar y que probablemente se atormentaba demasiado; por ello no le había presentado a Itadori —había sido consciente de que los había visto abrazándose en las escaleras de la facultad—, ya que una parte de él le decía que no se le daba del todo bien socializar por sus inseguridades. No había querido obligarle a conocerlo. Era tan transparente y complejo al mismo tiempo y, sin embargo, habían creado un vínculo fuerte en tan poco.

Había dormido con hombres con anterioridad. Con Itadori y con su hermano, también con los dos a la vez. Aún con todo, podía jurar que jamás se había sentido tan... ¿cálido? ¿Cómodo? ¿Acogido? No tenía una palabra exacta para poder definirlo.

Lo único que sabía era que estaba enamorado.

Porque cada día veía más virtudes y cosas bonitas en sus ojos de cielo, cada día sumaba ítems en cantidad a la lista de cosas que le gustaban de él. Y odiaba que se menospreciara, que evitara por cualquier medio hablar de lo que le había ocurrido. Quería saber más, ayudarle a ayudarse, decirle que todo estaba bien si se quedaba a su lado. Quizá le gustaría besarle.

Se percató de que había un silencio flotando entre los dos, que se miraban en busca de algo que no sabían describir, sin saber qué hacer o decir.

—¿Tienes hambre? —Acabó por preguntar. Las palomitas habían estado bien, pero ya era de noche. Se bajó de su muslo y se quedó entre sus piernas, acariciando su costado con cariño. —Si quieres, podemos pedir un par de pizzas.

Mierda. Sí, le gustaría besarle, pero no tenía idea de cómo le afectaría.

—Está bien. —Susurró el albino, dejando el teléfono a un lado, con la opción de que la pantalla no se apagara, así podría verle sin tener que sujetarlo. Lo cierto era que llevaba todo el día sin comer, no había desayunado y sólo había comido una manzana; luego, con su amigo había comido palomitas. Nada más. —No hay prisa.

No, no la había.

Se recostó contra su pecho de nuevo, sintiendo que le abrazaba y acariciaba su espalda. Sabía que, si se destapaba, moriría de frío, pues aún llevaba puestos la camiseta de manga corta y los pantalones cortos. Estaban en pleno noviembre, entrando paso a paso en el invierno y Gojō parecía la mejor estufa del lugar. La calefacción se había apagado hacía rato y no quería salir de su nido.

Se dedicó a juguetear con los cordones de la sudadera que el chico llevaba, a acariciar su cuello mientras lo miraba con ternura, preguntándose mentalmente si lo estaría incomodando. Sin embargo, sus músculos estaban relajados y supuso que se sentía bien.

Alzó la cabeza. Realmente quería que se dejara querer, que aceptara la maravillosa persona que era. Comenzó a pensarlo, aquella última semana, todas las conversaciones, los dulces y gominolas... ¿Y si se confesaba? No tenía intención de hacerle sentir mal y una parte de él le decía que, si lo hacía, entraría en alguna especie de crisis existencial. Merecía ser amado, pero no sabía cómo hacerle entender que merecía serlo. Le gustaba, aunque no quería parecer precipitado.

Estaba enamorado. Aquello nunca había ocurrido en su corazón y necesitaba soltarlo de algún modo.

—Satoru. —Llamó, a pesar de que estaba a escasos centímetros de la bonita piel de su rostro. —No quiero dolerte.

Satoru quiso decir algo, alertado por aquello, pero una suave mano cubrió su boca. Vio cómo Megumi besaba aquel muro, con tan sólo la piel separando sus labios de los ajenos, sus bonitos ojos azules cerrándose en un beso, con aquellas pestañas rizadas y el rosa tiñendo sus mejillas.

Su corazón se agitó con el oleaje de su playa incontrolable. Su amigo se separó con lentitud, destapando su boca con delicadeza. Atrapó su mano al instante y se quedó mirándola, entrelazando los dedos con su calidez.

Casi había podido sentirlo.

Su voz tembló y fue incapaz de decir absolutamente nada, atrapado en sus propios pensamientos, un incendio en su cabeza. Era un idiota y quería llorar. Había sido tan gentil, con la tímida sonrisa que le daba en aquel momento, mientras le limpiaba las lágrimas con los pulgares. Se quedó quieto, dejando que lo hiciera, que le mimara durante aquel instante.

—No eres tú quien me duele. —Susurró, tembloroso, acariciando su espalda y abrazándolo con fuerza. Lo subió hasta arriba ligeramente, para ocultar la cabeza en su cuello, sintiendo que se sentaba sobre su regazo. Se odiaba, una persona como él no lo merecía. —Es todo lo demás.

Sin embargo, tras conocer a Megumi, no había vuelto a desear morir. Y tenía tanto miedo de sus labios de frambuesa.

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