06
Se miró al espejo, aún con el pelo hecho un desastre porque acababa de despertar.
—¿Le gustaré así? —Se peinó con los dedos, notando que había algún nudo entre los mechones blancos. Nervioso, analizó su propio cuerpo frente al espejo de su vestidor, mientras se quitaba el pijama.
Se dejó caer sobre el puff azulado que estaba en el centro de la estancia, rodeado de percheros, estanterías repletas de zapatos, botas; armarios con puertas de cristal que guardaban vaqueros, pantalones de deporte, sudaderas y camisas. Suspiró, semidesnudo, con tan sólo los pantalones grises del pijama puestos, su torso al aire. A pesar de que llevaba días sin hacer ejercicio, sus pectorales continuaban siendo notorios bajo la yema de sus dedos.
Las manecillas del reloj de la pared blanca daban las dos y pico de la tarde. Había dormido demasiado, pero lo cierto era que se había pasado toda la noche hablando con Megumi por teléfono y había acabado por acostarse a las cuatro de la madrugada. Era sábado y no iba a poder verlo en la universidad, pero le bastaba con su presencia al otro lado del chat.
Se cruzó de piernas, escuchando cómo alguien tocaba la puerta de su habitación. Acarició sus muslos a medio depilar, el vello blanco no era del todo visible y el tono tan claro de piel le daba un aspecto suave y lechoso. Volvió a escuchar un par de toques lejanos, pero no contestó.
Satoru escuchó al sirviente abriendo, temeroso, su habitación. Escuchó su voz bajo el umbral de la puerta, ni siquiera podía verlo en el reflejo del espejo y supuso que le daba demasiado miedo o respeto adentrarse sin permiso en sus aposentos.
—La comida está lista, señorito. —Dijo la voz masculina, antes de carraspear un poco. —Hoy hay carne de wagyu con setas matsukate como primer plato y, como segundo...
—No me apetece bajar a comer. —Lo cortó, tocándose el vientre, pasando los dedos por aquellos tímidos abdominales. Pensó en que debería de hacer más ejercicio, sí, antes de que comenzara a estancarse en su peso como consecuencia de pasarse las tardes trabajando en sus proyectos de clase, en su taller personal. —Tráeme una manzana, por favor.
—Pero, su padre ha dicho...
Casi pudo adivinar la expresión de aquel pobre hombre. Su padre probablemente estaba que echaba humo por las orejas, ya que había decidido no acompañarle a aquella molesta junta de accionistas y pasar el rato con su nuevo amigo. Si se enterara de que lo dejó plantado por una persona como Megumi, lo desheredaría —si es que no lo estaba ya—.
—He dicho que me traigas una manzana. —Volvió a repetir, con más seriedad. En ocasiones tenía que hacerlo, ellos no se podían negar a las órdenes inmediatas del único hijo de los Gojō. Sin embargo, el poder se sentía amargo en el paladar. Escuchó una débil afirmación y la puerta de su habitación cerrándose. —Lo siento.
Se encogió en el puff, sin sentir nada en particular. Repasó mentalmente los bocetos que debía de acabar para poder presentarlos la semana siguiente, pero se frustró ligeramente al descubrir escasez de inspiración en los rincones de su cerebro.
De repente, notó que su teléfono vibraba un par de veces. Lo sacó del bolsillo del pantalón de pijama, leyendo las notificaciones.
Megumi, 14:17h
¿Te gustaría quedar hoy? —
Fuera está nevando, podríamos ver una película y hacer palomitas.—
Si quieres, claro.—
Una ligera sonrisa iluminó su rostro.
Efectivamente, no sólo fuera estaba nevando, sino que, además, había un viento helado que hacía daño al respirarlo.
Megumi cerró la ventana de la cocina, tras saludar al chico que cruzaba la calle y se metía en su edificio. Correteó de un lado a otro, descalzo y con unos calcetines de aquellos gruesos y muy suaves, con pequeñas almohadillas en las plantas de los pies para no resbalar —que, de hecho, tenían forma de huella de gato—. Sacó un bol bastante grande y metió la bolsa de palomitas en el microondas, aún sin encenderlo. Cruzó el salón y fue al recibidor, abriendo la puerta antes de que el timbre sonara.
—¡Hola! —Sonrió con afecto, viendo al albino, quince centímetros más alto que él, con los hombros llenos de escarcha sobre la tela azul marino del abrigo. Aquellos pantalones de deporte de color gris también tenían algún copo adherido, que comenzaba a derretirse.
—Hola. —Exhaló Satoru, entrando tras él. Tenía los labios molestamente secos por el frío y las manos completamente congeladas. Era un idiota, ni siquiera se le había ocurrido llevar unas manoplas o una bufanda. Por suerte, entró en calor al descalzarse y dejar las zapatillas de deporte en la entrada.
—Hace mucho frío fuera, ¿verdad? Suerte que hace rato que puse la calefacción. Está todo muy calentito. —Decía su amigo, vestido con la camiseta blanca que él mismo le había hecho y aquellos pantalones cortos y azulados, que cubrían hasta sus rodillas. Unos graciosos calcetines lilas subían hasta sus pantorrillas y tenían un aspecto suave como el algodón. —Tienes los labios cortados, ¿quieres bálsamo?
Y Satoru adoraba que fuera tan detallista y atento, siempre fijándose en las pequeñas cosas que definían a una persona. No pasó demasiado tiempo hasta que se deshizo del abrigo, dejando a la vista aquella sudadera negra, y tuvo la boca empapada de cacao con sabor a frambuesa.
Frambuesa. Y podía jurar que Fushiguro se había duchado hacía poco, pues olía los arándanos de su pelo. Todo en él y su piel eran frutas del bosque, salvajes y silvestres, aún con el mar presente en aquellos bonitos ojos. Joder, puede que estuviera idealizándolo.
Corrección. Su corazón lo estaba idealizando.
Se sentó en el sofá por petición suya, mientras lo escuchaba trastear en la cocina. Echó un vistazo a su alrededor. El sofá era de un tamaño que consideraría normal, de color beige y las paredes eran blancas, luminosas; frente a él, había una pequeña mesa con un cactus en el centro, lo suficientemente alta como para apoyar los pies o alguna bebida con comodidad; el mueble de la televisión era pequeño, con varias estanterías llenas de fotografías y libros de diversos temas.
Curioso, se levantó para mirarlas.
La mayoría eran de no hacía demasiado. Mostraban a aquel chico con el que lo había visto abrazarse con tanto cariño y a él, junto a una chica que no conocía. Asumió que aquellos eran sus amigos más cercanos, mientras que había una fotografía grupal en lo que parecía ser un restaurante, donde salía más gente, como un tipo extraño que usaba mascarilla y una chica de pelo teñido de verde oscuro y gafas. Suspiró, observando aquellos bonitos ojos azules que, en algunos retratos, estaban acompañados por ojeras de cansancio; sin embargo, en la mayoría parecía bastante feliz.
Pensó en que ojalá hubiera llegado a su vida antes, pero se reprendió, ya que sabía a la perfección que lo habría arruinado todo, como siempre hacía.
Volvió al sofá al oír sus pasos y cruzó las piernas, jugueteando con uno de los cordones de su sudadera. Su amigo se dejó caer a su lado tras bajar la persiana de la ventana, con un gran bol con palomitas en el regazo, que no dejó en medio de ambos, ya que quería estar junto a él.
—¿Qué te apetece ver? —Preguntó, atusándose su nueva camiseta, que tanto le gustaba. Sonrió, apartando un poco aquella mano que amenazaba con comenzar a comer sin siquiera haber puesto la película. Encendió la televisión y puso aquella aplicación de pago tan conocida, mostrando todo el catálogo. —El otro día pusieron un par de terror y algunas de aventuras y...
—¿Te dan miedo las películas de terror? —Gojō jugó con su tono de voz, burlándose sólo por fastidiarle. Le regaló una sonrisa al ver su reacción y el cómo apartaba la mirada, azorado. —Es broma.
—No me dan miedo, para que lo sepas. —Fushiguro le sacó la lengua, haciendo un puchero infantil y riendo en voz baja. Se cruzó de piernas como un indio, con sus tiernos pantalones cortos que mostraban su piel clara, algo de vello negro. —¿Y a ti? ¿O acaso eres muy asustadizo?
El albino alzó una ceja, dejando que las gafas se deslizaran un poco hacia abajo sobre su nariz, divertido por aquella provocación. Sentía que, cuando estaban juntos, podía pasárselo bien y ser él mismo.
—Claro que no.
Ambos se miraron cuando Megumi acabó por pulsar una película de miedo aleatoria, tal vez con algo de arrepentimiento en los ojos.
Se dejó tapar por su amigo, que extendió una manta verdosa sobre ambos y comenzaron a comer palomitas con algo de nerviosismo. Trataban de mantener la calma con los screamers, manteniendo una rivalidad infantil para reírse de quien se asustara antes. La tensión aparecía cuando la música se detenía súbitamente, o cuando la banda sonora empezaba a sonar con más fuerza en los rincones oscuros y en las persecuciones.
Y no pudo evitar pensar que así era como había comenzado todo con Suguru. Con una absurda película en su casa, cuando eran niños y no tenía ni idea de lo que le esperaba en un futuro. Miró a su lado, inquieto por aquel recuerdo en particular, donde su amigo parecía encogerse más y más, abrazando sus rodillas contra su pecho, hecho una pequeña bola. Pese a la película, el único miedo que tenía era que se alejara de él del mismo modo en que su compañero del pasado había hecho, con dolor y golpes.
Devolvió la vista a la pantalla, quedándose con la imagen de aquellas mejillas rosadas y el sonido de las palomitas siendo masticadas. Aquel bol era testigo de las numerosas veces que sus dedos se rozaban, bailaban incómodamente, aunque ya se habían acostumbrado a aquellos accidentes que siempre acababan en vergonzosos susurros de disculpa.
Quizá estaba confundiendo sus ganas de tener un amigo de verdad con algo equivocado. Tenía que ser aquello, ¿cierto? Nadie se enamoraría de una persona como él.
De repente, apareció aquella escena. Apartó la vista de golpe, tapándose los ojos con terror, con la visión del protagonista cortando con una cuchilla sus muñecas; de las heridas manaban tentáculos. Respiró de forma desordenada, con la boca semi abierta y lágrimas en los ojos, casi pudo sentirlo. Se quedó rígido, sintiendo cómo el otro se apegaba a él.
Se descubrió con lentitud, evitando mirar directamente la televisión y encontrando a Megumi aplastado contra su costado. El chico escondía la cabeza entre su hombro y el respaldo del sofá, abrazado a su brazo izquierdo, apretando con los dedos la sudadera negra que llevaba. Deshaciéndose lentamente de su parálisis mental, acarició su pelo, sacándolo de su escondrijo mientras de fondo se escuchaban gritos y persecuciones.
—Perdiste tú primero. —Alegó su amigo, soltándolo del brazo y volviendo a una postura normal, aún nervioso.
Asintió con inquietud, alargando las mangas de su sudadera hasta que sus propias manos quedaron en su interior. Se acurrucó en postura fetal, sentado, con aquella suave manta cubriendo sus cuerpos, guardando la calidez. Podía imaginarse las bonitas piernas del otro y sus graciosos calcetines, el olor a arándanos de su pelo.
—Satoru. —Llamó el chico de las frutas del bosque, con voz queda. —Tengo miedo.
Lo miró, notando que el calor subía a sus mejillas. Se dio cuenta de que los dos llevaban unos minutos sin atender a lo que ocurría, sólo sintiendo la presencia ajena. Fushiguro se abrió paso bajo su brazo y aceptó rodearle con él, dejando que se apegara. Escuchó un pequeño suspiro de alivio y vio cómo cerraba los ojos, reposando la cabeza en su pecho.
La película acabó, el bol de palomitas fue apartado y puesto sobre la mesa. Aún con todo, en la oscuridad del salón, no se separaron. Satoru se atrevió a acariciar su pelo negro, en la penumbra.
—Gracias. —Susurró, sin saber exactamente el por qué. Cerró los ojos, apoyando el mentón en su cabeza, con cuidado.
Sentía su calmada respiración, un par de manos rozándose, entrelazándose con timidez.
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