05
Megumi, 19:20h
—Avisa cuando llegues a casa.
Satoru, 21:17h
Acabo de llegar, ¿por qué lo dices?—
Megumi, 21:18h
—Por nada, sólo para saber si has llegado bien.
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Satoru guardó su teléfono en el bolsillo de su abrigo, con las mejillas sonrosadas. Aquel chico era tan atento que sentía que no lo merecía.
El velo de la noche caía como una cortina oscura y sus pasos resonaban en el camino de piedra blanca y elegante. Farolillos con forma de esfera adornaban los laterales del camino con una suave luz blanquecina y el frío calaba su abrigo azul oscuro de cuello alto. Escuchaba el sonido de los aspersores desperdigados por todo el manto verde del prado. Alzó la mirada para enfocar la entrada a la casa, aunque cualquiera diría que era una jodida mansión. Sí, de hecho lo era.
Con aquella entrada simulando un templo griego, las columnas corintias con sus hojas de mármol y las escaleras que daban a una gran entrada; encima, había un frontón triangular. Justo delante y, en el centro de la pequeña rotonda que las limusinas debían de seguir para detenerse frente al edificio, había una fuente. La estatua de la misma representaba a Cronos, el dios helénico del tiempo, sentado sobre una piedra y mirando un reloj. Como le habían repetido de pequeño, el tiempo es oro.
Suspiró, jugueteando con las llaves en el bolsillo, algo nervioso. Un par de mayordomos salían a recibirle de la enorme puerta cuando subía las escaleras con calma, quisieron tomar su mochila, pero se negó con una amable sonrisa.
—Gracias de todos modos. —Dijo, dejándolos atrás. Siempre que hacía aquello, iba en contra de las normas de su familia y era por eso que ambos hombres se quedaron estupefactos. No había visto sus caras antes, con lo que imaginó que serían nuevos.
La puerta estaba abierta para él, a pesar de que tenía brazos para poder empujarla por sí sólo. Se mordió el labio inferior, en el enorme recibidor semicircular, con suelos de mármol y una escalera en el centro, cuyos escalones daban a dos alas distintas del edificio. Había mesas circulares con jarrones que portaban flores lilas a ambos extremos de la escalera y la barandilla estaba adornada con detalles dorados.
Tragó saliva al ver a su padre esperándole, cruzado de brazos, en el centro de la estancia. Los mayordomos que entraron tras él desaparecieron como por arte de magia, pues la presencia del hombre imponía. El pelo castaño peinado hacia atrás y los ojos oscuros, los labios fruncidos en una mueca que denotaba frustración. Estaba vestido con un traje y, en sus muñecas, podía ver un reloj plateado.
Quiso pasar de largo y subir a su habitación, pero el tipo apoyó una mano en su pecho, impidiéndole el paso.
—¿¡Se puede saber dónde has estado!? —Rugió su padre, empujándole ligeramente hacia atrás con la mano. No esperó a que contestara, cruzó la cara de su hijo con una sonora bofetada, dejándole la piel rojiza. —¡¡Me has dejado en ridículo en la junta de accionistas!! ¿¡Tan difícil era cumplir la única puta obligación que tienes, niñato!? La próxima vez no podrás escaquearte, te llevaré aunque sea a rastras...
Satoru no dijo nada, si lo hacía sería peor.
El hombre era más bajo que él, pero lo suficientemente autoritario como para hacer que se le encogiera el corazón. Ni siquiera asintió, tan sólo se limitó a rodearle y subir por las escaleras sin mirar hacia atrás, a sabiendas de que le estaba mirando de una forma no muy pacífica. Llegó al tercer piso y se perdió en el amplio pasillo, agarrándose del pecho, de la sudadera gris, intentando que la presión desapareciera.
Denegó la ayuda a otro par de sirvientes que estaban apostados a ambos lados de la puerta de su habitación y observó cómo asentían en silencio y se iban por el pasillo. Giró el pomo dorado, rozando con los dedos la madera blanca, y abrió la puerta. Entró a su habitación, cerrando tras de sí. Dejó su abrigo en el perchero de pie que había en la esquina junto a la puerta y se quitó las botas para no manchar nada. Arrastró los calcetines de colores por la madera oscura del suelo, sintiendo bajo las plantas de sus pies que la calefacción estaba encendida. Adoraba que el suelo tuviera calefacción, suelo radiante lo llamaban.
—Li priximi viz ni pidris isciquiirti. —Se burló, dejándose caer sobre la enorme cama semicircular, con un cabecero grisáceo acolchado y sábanas blancas y grises con bordados dorados. Rodó por el colchón, quedando boca arriba con las extremidades extendidas y se quitó las gafas. —Joder.
Apoyó la cabeza en uno de los cojines, abrazado a un peluche con forma de un gato gordo, blanco y con manchas negras como las de una vaca. Hundió el rostro en él, sorbiendo por la nariz. Se tocó la mejilla, maldiciendo por lo bajo.
Un candelabro colgaba del techo, pero no lo había encendido. La única luz que entraba era la de la Luna, por el enorme ventanal que daba a una terraza. Desde ella podía verse la piscina del jardín trasero y los extensos prados y montes de las afueras de la ciudad. Y, algo lejos, las luces urbanas. Se preguntó cuál de aquellos pequeños orbes de luz sería el de su nuevo amigo.
Había un par de puertas en el cuarto. Una de ellas daba al vestidor, un lugar que, en cuanto a tamaño, bien podría ser la habitación de alguien con un sueldo normal, lleno de estanterías con ropa, colgadores y zapatos. La otra daba al baño, con una bañera de aquellas que daban hidromasaje y tonterías varias. En la terraza había un spa, pero no tenía ganas de pulsar el botón que cubría la propia terraza con un cristal tintado para volverla una auténtica suite. Junto al ventanal de la terraza, había un par de butacas grises y una mesa redonda que apenas le llegaba a las rodillas que portaba dos copas y una botella de vino sin abrir.
Tanto para nada.
Sacó el teléfono de su bolsillo, sonriendo al pensar en Megumi y en sus bonitos ojos azules. Nada de lo que le rodeaba era comparable a aquel par de canicas repletas de burbujas.
Satoru, 21:35h
Sí, he llegado bien. Pero no estás tú.—
Borró el mensaje al instante, sin llegar a enviarlo, y se dio una pequeña palmada en la frente, incorporándose. Estúpido, se dijo a sí mismo.
Dejó el teléfono tirado en la cama y cerró las cortinas para encender la luz. Quería cenar en su habitación, viendo alguna película en el costoso portátil que le habían regalado antes de su cumpleaños, pues aún estaban en noviembre. Era de color rosa metálico y le gustaba la suavidad de las teclas. Así podría ignorar a su familia durante lo que quedaba de noche.
Había sido un día genial y no quería que aquellas personas, a las que difícilmente consideraba como queridas o allegadas, lo arruinaran todo.
En la pared más cercana a la puerta de la terraza, a la derecha de su cama, había un enorme escritorio blanco con un flexo en el que podía regular la luz, su color e intensidad, cómodo para estudiar. Abrió uno de los tres cajones del mismo, específicamente el primero, y tocó por sus laterales, tocando un botón que abría el doble fondo. Levantó la tapa, haciendo que todas las cosas que había se desplazaran ligeramente hacia atrás, y sacó una pequeña libreta con tapa de cuero. La abrió, tomando el primer bolígrafo que encontró por ahí.
«Sí, he llegado bien. Pero no estás tú»
Recordó aquella camiseta rota del chico, que no había podido arreglar. Sería una noche larga.
Satoru entró a la facultad con una bolsa de cartón en la mano y la mochila al hombro.
Sonriente, buscó a su amigo con la mirada, pues habían quedado a la hora de siempre para almorzar juntos antes de las clases. Lo cierto era que, aquel día, él empezaba antes, pero quería darle lo que le había hecho. No le importaba llegar tarde.
De toda la ropa que le había arreglado el día anterior, hubo una camiseta vieja que no resistía ni las puntadas de hilo. Megumi había parecido algo triste al saber que era irreparable, por la cantidad de años de uso y lo gastada que ya estaba la tela, así que había decidido hacerle una. Sí, hacerle.
En un principio, había intentado adivinar sus medidas recordándole, pero la ropa de invierno engañaba a la vista por ser tan ancha y acolchada. Con lo que, después de hacer el diseño en un boceto, mientras cenaba en su habitación, había cogido sus propias medidas y las había reducido. Esperaba que le sirviera.
Sin embargo, se quedó quieto al ver, en una de las escaleras que bajaba al recibidor principal, al chico con otro.
Reconocía el pelo castaño por aquella fotografía que Fushiguro tenía encima de su mesita de noche. El muchacho iba con su amigo, revolviéndole el pelo negro con gracia, para luego fundirse en un abrazo con él.
Se quedó quieto, apartándose hacia una esquina para no molestar a nadie que pasara por allí. Intentó no mirarlos, pero el cómo el chaval de la sudadera amarilla se aferraba al jersey azulado del otro y acariciaba su espalda lo puso nervioso. Tragó saliva, bajando la cabeza para mirar al suelo y a sus propias botas de nieve, manchadas de blanquecino por el hielo de fuera.
Escuchó las voces de ambos bajando hasta llegar a la entrada de la facultad, donde se despidieron. Alzó la vista y lo miró que se acercaba, sintiendo el calor agolpándose con urgencia en su rostro.
—¡Hola! —Megumi sonrió, alegre. Unas pequeñas arrugas de felicidad aparecieron a ambos lados de sus ojos y sus perfectas pestañas aletearon con lentitud. Llevaba unos bonitos vaqueros negros, que delineaban sus piernas con acierto. —¿Llevas mucho rato esperando? Lo siento, estaba con un compañero de clase.
Llegó a la conclusión de que quería abrazarlo.
También quería acariciar su espalda y ocultar la cabeza en su pecho, pero no podía por su altura y ocurriría al revés; tendría una pelusa de azabache pegada a su torso con cariño, pero él jamás podría escuchar el latido de su corazón. Apenas le llegaba a la barbilla y tenía que mirar ligeramente hacia abajo para hacer contacto visual. Joder, odiaba su altura, la odiaba.
—Hola. —Repitió, tal vez unos segundos atrasado. Sus pensamientos en ocasiones sonaban demasiado fuertes. Le enseñó la bolsa con timidez, antes de encaminarse a su sitio habitual. —Esto... Es para ti.
—¿Para mí? —Ladeó la cabeza, confuso y con aquellos bonitos labios de fresa semiabiertos de sorpresa. Sabía que se los cuidaba con bálsamo y se preguntaba qué sabores usaría. —Oh.
Megumi la abrió y echó un vistazo a su interior, empezando a caminar para evitar estar entre tantos murmullos. De repente, se quedó quieto, dudando de si tomar lo que había ahí o no. Siguió caminando, con más prisa, mientras el otro lo seguía. Tenía ganas de llegar a su sitio y verlo mejor.
Finalmente, sacó el contenido, llegando a su pasillo particular y sentándose frente al radiador, como siempre. Alzó en el aire la camiseta y el albino pudo ver pequeñas estrellas en su océano.
—No me lo puedo creer. —Soltó, acercándola hacia sí para acariciar la tela de algodón blanco.
Deslizó las yemas de los dedos por el pequeño bolsillo que había a la altura del lado izquierdo pecho, con el dibujo de un corazón sin rellenar hecho de líneas discontinuas, que no se tocaban entre sí. Era igual a su antigua camiseta, solo que, en la parte trasera y al mismo nivel que en la de delante, había un corazón idéntico, pero aquel lucía agrietado por una flecha.
—¿Te gusta? —Preguntó Gojō, poniendo todas sus esperanzas en la fascinación con la que el chico miraba la sencilla prenda. Apoyó la espalda contra la calefacción, sentado sobre su abrigo azulado. Alzó las rodillas, vestidas con un sencillo pantalón de color crema. —No sé si las medidas están del todo bien...
Sin previo aviso, Fushiguro se puso de rodillas y lo abrazó, dejando la camiseta sobre su abrigo.
—Me encanta. —Susurró, lleno de felicidad. Acarició su espalda, la sudadera gris, llegando a rozar los mechones blancos y apoyando el mentón en su pelo hecho con nubes del mismo cielo. —Es perfecta, no tenías por qué... Me gusta mucho, gracias.
Y Satoru aguantó la respiración, dudando de si tocar la espalda de su amigo o no. Tenía la cabeza escondida en su pecho y, si se concentraba, podía llegar a escuchar los latidos de su corazón al otro lado del jersey azulado. Cerró los ojos, cómodo, sintiéndose mimado. Sintiéndose, tal vez, querido.
Duró poco, pero en su imaginación estuvo todo el día entre el calor de su torso, abrazado a su cuerpo. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie le abrazaba?
—Quiero probarla. —Megumi se separó de él y se deshizo rápidamente de su jersey. Le dio la espalda al albino, con algo de pudor y un ligero sonrojo, y se quitó la camiseta interior térmica que llevaba. Tomó la prenda y se la puso, dándose la vuelta para enseñarla. —¿Qué te parece?
Le quedaba genial, aunque no pudo deshacerse de la imagen de aquellos hoyuelos de Venus en la parte baja de su espalda, que portaba algún que otro lunar. La zona de los hombros era más ancha que los propios hombros de su amigo, pero la tela caía con gracia sobre ellos, dándole un aspecto más tierno.
—Te queda bien. —Sonrió con algo de timidez. Muy bien.
—Me encanta, no sabes cuánto significa para mí. La que te enseñé me la había regalado mi padre hace mucho, y estaba algo triste porque ya no podía usarla. —Se miró a sí mismo, la tela, el dibujo, las mangas cortas. El frío provocó que el vello de sus brazos desnudos se erizase. Volvió a arrodillarse y a abrazarle, pero con más suavidad y cariño que la vez anterior. —Eres genial, Satoru.
Se separó un poco para mirarle de cerca y le quitó las gafas, poniéndoselas con una ligera risa. Le gustaba ver aquellos ojos de cielo, envueltos en pizcas de azúcar y algodón. Se dejó caer a su lado, sentado con las piernas cruzadas y se apoyó en su costado, feliz, aún con las gafas robadas puestas.
—Me alegra que te guste. —Susurró el albino, aún sin creerse lo que acababa de suceder.
Todo aquel cariño, el roce de sus dedos en su sien al quitarle las gafas, su corazón latiendo con saltos de emoción. Se tocó el pecho durante un instante, pensando en aquel mechón de pelo negro que le rozaba el cuello y en los lunares de aquellos brazos de piel clara.
No sabía qué era aquello, pero no sabía si tener miedo o si aceptar lo primero que se le ocurrió cuando volvió a mirarle.
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