04

—Te falta un botón.

Megumi se miró a sí mismo, a su propia camisa blanca. Era cierto, no había nada donde debería de haber uno de aquellos pequeños botones, por ello había dejado los dos últimos sin abrochar, porque llevar todo abrochado y tener un hueco en medio del pecho le resultaba incómodo. El aire frío se colaba por la abertura y dejaba entrever algo de piel.

—Oh. —Suspiró, pensando en que a veces era un desastre. —Hoy me vestí con prisa porque llegaba tarde, tal vez por eso se cayó. Supongo que estará en mi apartamento.

Satoru sonrió, sentado a su lado con la espalda apoyada contra el radiador. Llevaba una cómoda sudadera gris y unos vaqueros azules y algo ajustados que parecían cálidos. Fuera estaba todo nevado y el hielo obligaba a los coches a desplazarse con lentitud y más seguridad de la normal. El cielo estaba despejado y la luz entraba por la ventana, iluminando el pasillo vacío. Aquel se había convertido en su sitio especial para comer el bocadillo junto a su nuevo amigo. Quizá el único.

—¿Quieres que te lo cosa? —Preguntó con amabilidad, intentando que sus ojos no bajaran aquellos centímetros que separaban los iris de mar y sus labios rosados. Tenerlo a su lado, tan cerca, le ponía infinitamente nervioso, lo alteraba demasiado. —Tengo algunos en mi mochila... —Rebuscó en su mochila, a su derecha, sacando una bolsa de plástico con botones de diferentes colores, aguja e hilo. —¿Te gustaría?

Con los tres últimos días, el rostro de Fushiguro se había ablandado ante su presencia, sus suaves facciones parecían más suaves aún y los débiles sonrojos le resultaban extremadamente tiernos. Era tierno en su totalidad, protector y preocupado. En un par de ocasiones había dirigido miradas hostiles a aquellas personas que se dedicaban a observarles y susurrar acerca de ellos, a pesar de que le había dicho mil veces que no lo hiciera. No quería tener problemas con nadie.

—Eso sería genial. —Musitó, sintiendo que sus dedos se rozaban en el tupper con onzas de chocolate negro. Tragó saliva, incorporándose y tomando el abrigo sobre el que había estado sentado. —¿En el baño?

Asintió, sin poder evitar pensar en que aquello era malinterpretable. Quizá no debería de haberse ofrecido, quizá cambiaría de opinión sobre él y se alejaría, como el resto. Quiso decir algo, para llenar el silencio con sus pasos, los dos yendo hacia el lavabo masculino de aquel piso, pero no pudo. Tenía la boca seca y los molestos pensamientos le incomodaban, ¿y si acababa por odiarle? ¿Y si intentaba hacerle daño? No quería que ocurriera nada de aquello, quería ser su amigo, disfrutar de sus cálidas sonrisas y ofrecerle más dulces y gominolas.

—¿Estás bien? —El chico se detuvo, antes de entrar al baño, mirándole con una ceja alzada. —Te has puesto pálido.

—Sí, es sólo que creo que me he mareado un poco. —Se tocó la cabeza, sonriendo. Siempre le sonreiría, le gustaba mostrarse feliz y quería que él también fuera así.

Megumi dudó, pero no dijo nada. Se limitó a entrar y ponerse delante del espejo, rodeado por azulejos de color gris y verde menta. Todos los cubículos estaban abiertos y la estancia estaba vacía. Olía a desinfectante, supuso que la limpiadora había pasado hacía poco.

Se quedó quieto, con los labios entreabiertos y tratando de respirar sin hacer demasiado ruido, mientras dejaba que Gojō le desabrochara los botones, uno por uno. Apartó la mirada, azorado, alzando las manos para tocar sus muñecas, la tela de la sudadera gris. Empezaba a tener calor.

—Oh, perdón. —El chico se detuvo cuando lo sujetó con cuidado, observando que llevaba una camiseta de tirantes blanca debajo. Estaba tan acostumbrado a vestir y desvestir a sus maniquíes que ni siquiera se había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Observó cómo el otro acababa de desabrocharse y se quitaba la prenda. —Gracias.

Alzó una ceja, sin saber por qué se lo agradecía. Se frotó los brazos, sintiendo que el frío se apegaba a ellos, algún lunar salpicaba su piel, algo blanca por la falta de Sol en aquella estación. En verano no había ido demasiado a la playa, sólo por insistencia de Itadori, quien no había dudado en irrumpir todas las semanas en su apartamento, con un flotador gigante y unas ridículas gafas de color amarillo fosforito.

Miró en el reflejo del espejo cómo Satoru se apoyaba en la pared y alzaba una rodilla para apoyar la prenda y coser el botón sin dificultad. Se escucharon voces de fondo y se puso su abrigo negro.

Sin embargo, el albino pareció inquietarse. Alzó la mirada y se quedó paralizado, clavado al suelo en aquella postura extraña. De repente, las voces se acercaron a la puerta de la estancia. Sin dudarlo un sólo instante, Satoru lo agarró y se metió dentro de un cubículo con él, tomando en el camino su mochila y su chaqueta.

Megumi se quedó apegado a la puerta, observando al más alto apoyarse por encima de él, en la superficie, casi hiperventilando. Tragó saliva, incómodo, sin saber qué hacer o decir. Quiso hablar, pero una conocida voz que venía de fuera lo interrumpió.

—Joder, cómo odio a ese profesor. —Contaba el extraño a otra persona que parecía estar a su lado.

Lo reconoció a la perfección, el tono de voz, la forma de expresarse. Pudo visualizarlo en su cabeza, junto a la imagen de su amigo, que se apartaba nerviosamente de él y se apoyaba contra la pared para seguir cosiendo, como si nada hubiera sucedido, pero pudo adivinar cómo temblaba.

«Deberías de haberte matado cuando tuviste oportunidad»

Se apartó de la puerta, esperando que no se hubieran visto sus botas de nieve por debajo, y se acercó a Satoru. El chico soltó un bufido, alzando un dedo con una gota de sangre. Se había pinchado con aquellos movimientos que rozaban la compulsión.

—Lo siento. —Susurró su amigo, antes de que pudiera decir nada para calmarlo. —Ahora lo termino, un segundo.

—Para. —Fushiguro tomó su mano con delicadeza, quitándole la aguja cuidadosamente. Agarró un trozo de papel, sintiéndose extraño, y lo presionó contra la yema de su dedo índice. —Te has hecho daño.

Gojō suspiró, intentando mirar a otra cosa que no fuera el menor cuidándole. No, no se refería a la pequeña herida, sino a su presencia. Tan sólo con eso le cuidaba y le calmaba. Lo adoraba mucho y aquello estaba mal. Sentía que, en parte se estaba aprovechando de él.

Unos pasos se alejaron y la voz de Suguru, junto a la de la otra persona, desaparecieron. Echó la cabeza hacia atrás, suspirando de nuevo. Se sentía cansado y quería meterse en la cama, pasar allí el resto del día. Las lágrimas habían acudido a sus ojos y había agradecido el hecho de tener las gafas puestas. Las había esfumado con dificultad, parpadeando muchas veces, mientras una tormenta asolaba su pecho y maltrataba su corazón. En parte, estaba acostumbrado a ello, a fingir.

Se dio cuenta de que estaba agarrando la camisa con demasiada fuerza y aflojó su tacto, ya que no quería arrugarla. Era simple, pero bonita, como su dueño.

Y, aunque estaban a solas de nuevo, Megumi no abrió la puerta. Se quedó junto a él, sacando de su mochila una tirita infantil y poniéndola en su dedo. Terminó de coser el maldito botón y le tendió la prenda, evitando por cualquier medio hacer contacto visual.

Le daba tanta vergüenza lo que había sucedido y agradecía demasiado que no preguntara sobre el tema. Era un amor, el mundo no lo merecía.

—Puedo arreglarte toda la ropa que quieras. —Sonrió, frotando uno de sus ojos por debajo del cristal para apartar una última gota salada y un par de recuerdos atascados en su memoria. Sabía que sus mejillas estaban rosadas. —Si confías en mí, claro.

Se reprendió a sí mismo por no haber tenido en cuenta los sentimientos de Megumi. Era una persona horrible, tal vez ni siquiera confiaba del todo en él. Se habían conocido aquella misma semana, ¿qué podía esperar?

—Confío en ti. —El chico se abrochó la camisa, toqueteando con admiración el nuevo botón con las comisuras de sus bonitos labios levemente alzadas.

Ambos se miraron, escuchando el sonido de una campana de fondo.

Megumi miró el reloj de la cocina, saliendo de ella, pasando por el salón y acudiendo al recibidor para abrir la puerta.

—Qué puntual eres. —Comentó, sonriendo. Invitó a Satoru a pasar con un leve gesto y cerró tras de sí. —No es demasiado grande, lo suficiente para mí.

Su amigo se quitó las botas, poniéndolas en aquella alfombra especial que había comprado para los zapatos que se manchaban de nieve. Le quitó la mochila que llevaba para cargarla él mismo, sin hacer caso de esa pequeña queja por aquel acto. Le enseñó brevemente el apartamento. El recibidor daba al salón y, en la esquina del salón, cerca de la ventana, había una puerta que daba a una pequeña cocina; también desde el recibidor, y hacia la derecha, había un pasillo con tres puertas, la del baño, la de su habitación y la de otra, que usaba para poner trastos.

Por lo general, no era una de aquellas personas que se dejaba llevar por los rumores y no dejaba que los cotilleos interfirieran en sus opiniones. Sin embargo, había oído que el chico tenía bastante dinero —en específico, que era rico—, por ello sintió la tonta necesidad de puntualizar que su apartamento era algo pequeño. Fue un acto idiota, era consciente. Realmente no le importaba, le daba igual su dinero, seguía siendo su amigo.

Lo guió hasta su habitación, la estancia más luminosa de todo el piso, con las paredes blancas y la cama en el centro de la estancia.

—Es muy acogedor, me gusta. —El albino se quedó mirando una fotografía que había sobre la mesita de noche, junto a la cama. Se quitó las gafas, viendo cómo el otro dejaba la mochila en el suelo, pegada a la pared, y se acercaba al armario, uno ancho y de madera que estaba al lado de la puerta. —Oh, ¿tanto? —Ladeó la cabeza, mirando todas las prendas de ropa que fueron sacadas del mueble.

—Es que... Soy un pequeño desastre. —Carraspeó nerviosamente, dejando dos camisetas, un jersey y otra camisa sobre el colchón. —No te quedes de pie, puedes sentarte en la cama.

Gojō apretó la mandíbula, ansioso, y se sentó sólo cuando Fushiguro también lo hizo. Una tirita con dibujos de animalitos cubría la punta de su dedo índice.

Jugueteó con sus manos, mientras lo veía contar la ropa y separarla, extendiéndola en el colchón. Una camiseta azulada tenía un agujero en la parte de atrás, pequeño, pero lo suficientemente grande como para no poder ponérsela más. La sudadera negra tenía otro más grande que dudaba poder arreglar con éxito y lo del jersey color crema sería sencillo. La otra camiseta estaba hecha un desastre.

Sin embargo, no podía apartar la vista de aquella fotografía puesta en un marco de color metálico. Mostraba a Megumi y a otro chico de su misma edad, que pasaba el brazo por sus hombros y lo atraía hacia sí con afecto. Ambos reían y llevaban un traje puesto. Su amigo se veía elegante, atractivo, con el pelo peinado hacia atrás y las mejillas sonrosadas de felicidad. Supuso que el momento inmortalizado había sido su graduación, antes de entrar a la universidad.

Tal vez era su mejor amigo o su... ¿Pareja? No supo si aquel pensamiento lo entristeció. Era alguien tan maravilloso que no le sorprendería que le gustara a todo el mundo, mientras él era una mierda. Su labio inferior tembló.

—¿Quieres algo de beber? —Preguntó el chico, incorporándose. A pesar de que negó por educación, desapareció por la puerta. —¡Ahora vuelvo!

Y, minutos más tarde, comenzó a llegar a sus fosas nasales el característico olor del chocolate. Alzó la mirada cuando lo vio entrar de nuevo, con dos tazas rojas en la mano y aquella ropa cómoda de deporte que le quedaba tan bien. Delineaba su cuerpo y le hacía parecer atlético con la camiseta de tirantes negra y los pantalones del mismo color.

—Pero... —Tartamudeó, sin poder creerse que le estuviera ofreciendo una jodida taza de delicioso chocolate caliente, recién fundido. Quiso llorar y abrazarlo. —No tenías por qué hacerlo.

—Tú tampoco tienes por qué arreglar mi ropa. —Se encogió de hombros, sentándose con las piernas cruzadas. Sus brazos se rozaron y podía ver sus hábiles y bonitas manos, las venas verdosas que las recorrían y luego se ocultaban bajo las mangas de la sudadera gris. —No mucha gente me visita, gracias.

Satoru sintió el calor subiendo a su rostro. No sabía decir con exactitud si era un efecto del chocolate o de aquellas brillantes canicas de mar que encerraban todo un acuario en su interior, enmarcadas por unas largas y preciosas pestañas. Si se acercaba, podía ver las burbujas flotar.

—Oye, Satoru. —Llamó el chico, cuando se disponía a continuar con su labor. —Estoy aquí si me necesitas.

Aquella era su forma de hablar sobre lo ocurrido, días atrás en la cafetería. Fushiguro no dejaba a nadie tirado, no cabía en sus preceptos morales ignorar cosas como aquella. Respetaba que el albino no quisiera hablar del tema, pero necesitaba hacérselo saber sin mencionarlo directamente. Le inquietaba pensar en la reacción que había tenido cuando había escuchado la voz del tipo de pelo largo.

Su amigo asintió lentamente, sin mirarle. La melancolía cruzó su expresión.

Suspiró, preocupado y se dedicó a observarle y hablarle en voz baja durante aquella espontánea quedada. Le fascinaban sus mechones blancos, que parecían hechos de la nieve virgen de afuera; su piel clara y pura, sin rastro alguno de imperfección o marcas como lunares. Su nariz se deslizaba en el aire con una curva agradable y sus finos labios estaban algo agrietados por el frío, los apretaba cuando estaba concentrado. Era bonito, le resultaba bonito.

Y, sobre todas las cosas, sus ojos. El cielo encerrado en orbes de cristal, un reflejo del universo entero.

De repente, el otro notó que le estaba analizando y lo miró, algo nervioso. Megumi tosió un poco, dándose un pequeño golpe en el pecho y sonriendo con torpeza. Tener al chico que siempre admiraba en el pasillo tan cerca le alteraba el corazón.

—Gracias, Megumi. —Susurró Satoru, alargando una mano para atreverse a tocar la suya, que estaba sujetando la taza. Sólo un efímero roce, una tirita infantil. —Yo también estoy aquí para ti.

El corazón, el puto corazón. No recordaba que aquello hubiera pasado antes.

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