02
Y, desde entonces, había guardado en su mochila aquella suave bufanda.
La tierna tela mimaba sus manos cada vez que la sacaba, después de las clases, cuando volvía al apartamento. La dejaba cuidadosamente doblada en una esquina limpia de su armario y, cada mañana, volvía a meterla en su mochila, mientras pensaba en tener la suerte de encontrárselo. También la llevaba allí dentro cuando iba a trabajar, pues las casualidades regían el mundo en el que vivía.
Pero, los días pasaron y sólo pudo llegar a avistarlo una vez, de lejos, entrando en aquella limusina con aparente tristeza.
Se ató el lazo del delantal negro que cubría sus vaqueros del mismo color y una camisa blanca, suspirando. Ser camarero a medio tiempo no le disgustaba, pero realmente acababa con su paciencia y estabilidad mental. Se consideraba una persona tranquila, pero no estaba hecho para trabajar de cara al público, fingiendo sonrisas y esforzándose por no poner muecas cuando los clientes llevaban a algún molesto bebé que lo llenaba todo con sus jodidos gritos.
Sí, aquello era lo que más odiaba. Esas bolas de babas y lágrimas le fastidiaban la calma, junto a los pequeños grupos de chicas a las que oía cuchichear sobre él —porque ni trabajando se libraba de las miradas descaradas—.
Tomó la bandeja con cuidado y se dirigió a paso ligero a atender a un hombre que acababa de llegar. El lugar era algo reducido, pero el espacio estaba bien aprovechado y, además, los clientes estaban atraídos por aquellos expositores con dulces y postres deliciosos. Las paredes verdosas estaban adornadas con algunas macetas con flores y lianas, un pequeño candelabro dorado colgaba del techo, iluminando la estancia con calidez.
Fue entonces cuando lo escuchó. Lo escuchó y lo vio a la perfección.
—Deja de hacerte el difícil y entra, vamos. —Un chico de pelo largo y oscuro abría la puerta invitando a entrar al conocido albino. —Shoko, dile que entre.
La chica que iba con ambos le dio un pequeño empujón a la chaqueta azul marino que sus ojos reconocían. Quiso fijarse en lo que estaba haciendo, en memorizar el pastel que el tipo acababa de pedir, pero su atención quedaba acaparada por aquellas gafas de cristal negro, que mostraban unos ojos desolados, casi tristes.
Regresó detrás de la barra con prisa, poniendo el bolígrafo detrás de su oreja. Le pasó la nota a su compañera de trabajo, que refunfuñó por lo bajo al tener que ir al expositor a por el dulce. Encendió la máquina de café, sin despegar la mirada del trío.
Todos parecían tener la misma edad. La chica se cruzaba de piernas con una falda larga a cuadros escoceses que llegaba hasta los tobillos, donde podía ver unas elegantes botas de tacón; a su lado, el tipo del pelo largo y los ojos rasgados se deshacía de un abrigo de color militar, mostrando una sudadera negra y una cadena de eslabones plateados rodeando su cuello.
Se quedaron callados, compartiendo miradas incómodas.
—Sal de tu mundo y ve a atenderlos, yo me ocuparé de la máquina. —Su compañera le dio un toque en el brazo, tratando de arrancarle de su ensimismamiento.
Asintió, tenso. Tuvo que hacer un esfuerzo para mover sus piernas y tomar el bloc de notas, acercarse y tomar aire para hablar.
—¿Qué desean? —Cuestionó, cogiendo el bolígrafo y llevándolo al papel.
Dos pares de ojos se dirigieron a él y su sonrisa incómoda. El dueño de la bufanda ni siquiera alzó la mirada, sino que se quedó extrañamente callado. Pudo ver su labio inferior temblar.
—Dos cervezas sin alcohol y, para ella, un café con leche. —Indicó el chico de pelo largo, señalando a cada uno. Se cruzó de brazos, dejándose hundir en la silla.
Asintió y retrocedió, nervioso. Regresó a su puesto, tras la barra, escuchándolos hablar en voz baja, pero lo suficientemente alta como para poder comprender lo que decía el tipo que le había hablado.
—Ya te hemos dicho que lo sentimos, ¿por qué te pones así? —Decía al albino, que continuaba callado, quizá frustrado por el silencio. —¿De verdad sigues enfadado por algo que pasó hace años? ¿No es eso muy infantil?
—Suguru, para, lo estás intimidando. —Shoko, la chica, tocó el hombro de su amigo, comprensiva. Quiso tomar una de las manos del otro, pero los dedos se apartaron en cuanto los rozó. —Satoru, es hora de pasar página. No somos los mismos y ha pasado demasiado tiempo.
Satoru.
Su nombre era Satoru y casi trastabilló al oírlo. Se acercó con la bandeja lista, la tensión presente en su rostro. Todos se callaron cuando comenzó a dejar los posavasos y las botellas, la taza de café fue lo último y recibió un tenue agradecimiento por parte de la chica, que era la única que parecía actuar con madurez.
Sólo entonces un par de gafas negras alzaron su mirada hacia él. Pudo ver aquel cielo en sus iris, la sorpresa recorriendo su expresión, un ligero rosa tiñó aquellas blancas y pulcras mejillas. Megumi creyó hiperventilar y acabó por retirarse a su puesto, notando que el chico continuaba fijándose en él.
Comenzó a limpiar copas con un trapo, nervioso. Satoru parecía incómodo y, aunque sabía que estaba mal escuchar conversaciones ajenas, tal vez lo estaba pasando mal. No podía decir con exactitud si los otros dos eran sus amigos, o tal vez conocidos de un pasado no muy lejano, pero le estaban intimidando y aquello no le gustaba.
Tenía la bufanda guardada en su mochila, junto a la ropa que llevaba para cambiarse el uniforme al salir. Podría dársela, pero no quería interrumpir a los clientes. Su jefe seguro que le echaría la bronca. Mentiría si dijera que no le llamaba irremediablemente la atención o que le encantaría conocerlo porque, joder, era el chico bonito que siempre veía pasar. Se sentía tan avergonzado que casi se le cayó una de las copas de cristal, agarrándola en el último instante.
—Siempre te ha gustado hacerte el interesante, ¿verdad Gojō? —Se burló el chico, bebiendo un trago de su cerveza. —Es por eso que todos te odiaban.
—¡Suguru! —Shoko no dudó en propinarle un golpe por debajo de la mesa. —No hemos venido para esto...
De repente, el tipo se levantó, arrastrando la silla hacia atrás. Un bufido se escapó de aquellos labios, con una mueca.
—No me arrepiento de una mierda. —Soltó, acabando su vaso con rapidez. Exhaló un suspiro, molesto. —Ni siquiera nos estás mirando, ¿quieres que nos arrodillemos? Yo no lo haré, y tú tampoco deberías, Ieiri. —Tomó su chaqueta y alternó la vista de uno a otro. —Deberías de haberte matado cuando tuviste oportunidad.
Dicho aquello, abandonó el local. La campanilla de la puerta sonó con fuerza y Fushiguro se quedó quieto, estático.
—Lo siento. —Se disculpó la chica, visiblemente consternada. Tomó una gran bocanada de aire, como si estuviera aguantando demasiada presión. —¿Debería de ir tras él?
El albino se encogió de hombros, el primer gesto que hizo, mirándola directamente.
—Me da igual. —Acabó por decir, con la voz temblando. Se agarró del jersey negro que llevaba. —Haz lo que quieras, pagaré yo.
Shoko se despidió de él y salió con prisa, sin ponerse el abrigo. Los zapatos de tacón resonaron por el suelo de madera, hasta perderse en la calle. Satoru observó cómo se iba, decaído, y se frotó los ojos. No había tocado su bebida y tampoco tenía ganas de hacerlo.
Al otro lado de la barra, Megumi sentía la presión del aire caer sobre el chico. Su hermoso pelo blanco carecía de brillo y vio cómo se quitaba las gafas, frotándose los ojos. Adivinó una lágrima que bajaba por una de aquellas mejillas, los iris de cielo, tan bellos como desolados.
Ordenó las tazas de café de la esquina de la barra, clasificándolas por colores. Necesitaba hacer algo, moverse necesitaba aliviar la tensión del momento. No sabía qué era lo que acababa de presenciar, tampoco se atrevía a romper el silencio, a acercarse y preguntarle cómo estaba.
Fue entonces cuando Satoru se levantó con cuidado, como si temiera llamar la atención, y se acercó a él. Mierda, se estaba acercando a la barra de verdad. Iba a desfallecer.
—Perdona, ¿dónde está el baño? —Cuestionó, en voz baja. El camarero de pelo negro y ojos bonitos se quedó quieto, con una taza en la mano, con la boca abierta. Alzó una ceja, confundido.
—Al fondo a la derecha. —Megumi reaccionó tras unos segundos de analizar su rostro sin las gafas negras. Realmente era llamativo.
Gojō asintió, dándole las gracias. Desapareció al fondo del local.
Soltó un gran suspiro, agarrando la primera escoba que vio. Se puso a barrer su lugar de trabajo, ignorando la queja de su compañera, que trasteaba con la máquina de café. Quería tomar la bufanda y dársela, rodear aquel cuello con la calidez y suavidad de la prenda, pero algo le decía que el chaval no estaba del todo bien. Es más, lucía destrozado.
Al final, tomó la iniciativa y acudió rápidamente a la sala reservada para el personal. Abrió su taquilla, con las manos temblando, y sacó de su mochila la esponjosa bufanda de color beige. La abrazó contra su pecho, desde ahí le llegaba el olor al perfume del otro, que había permanecido pegado a la tela con los días. Era una fragancia que le transmitía calma y elegancia, no demasiado fuerte, pero sí lo suficientemente notable.
Salió de la sala del personal y se dirigió hacia el baño de hombres, sabiéndose observado por su compañera. Sabía que estaba mal abandonar su puesto de trabajo, pero era aún peor ignorar que una persona estaba mal. Decidió que odiaba al tipo de pelo largo por hablarle de aquella manera.
Caminó despacio y con cautela, sus pequeños pasos resonaban por las baldosas azules. Todos los cubículos estaban abiertos, menos uno, el último. Las puertas eran rojas y las paredes estaban pintadas de un blanco muy suave. Llegó hasta el último cubículo, con el corazón amenazando con salir de su pecho.
Escuchó un sollozo, varios y un intento frustrado de detenerlos. Probablemente se estaría tapando la boca con la mano al haber oído sus pisadas y estaba seguro de que podía ver sus zapatos por debajo de la puerta.
—¿Estás bien? —Se atrevió a preguntar. Se dio una bofetada mental por ello, era demasiado obvio que no lo estaba. —Perdón.
—Sí, gracias. —Se escuchó al otro lado de la puerta. La voz estaba rota, probablemente su pecho estaría desfigurado en pedacitos esparcidos por el lugar.
Silencio. Ambos pensaron que eran unos idiotas, por mentir y por hacer preguntas tontas y sin sentido.
—Pero... —Megumi no quería incomodarle. Sabía que sobraba, pero no era del tipo de personas que abandonan a otras. —Estás llorando. —Sí, definitivamente era malo con las palabras. —Tengo tu bufanda, vamos a la misma universidad y pensé que la querrías de vuelta. Te la dejaste en el comedor el otro día, es muy suave. —Tragó saliva, el otro no decía nada, sólo acallaba sus lágrimas. —Sé que no me conoces de nada, pero ¿quieres hablar? Es decir...
—Pareces una buena persona. —La puerta tembló durante un instante porque Satoru se apoyaba contra ella. Estaba haciendo su mayor esfuerzo por no desmoronarse más de lo que ya estaba y la voz del chico sonaba muy amable. —O, de esas personas que dan consejos que ni ellos se aplican, seguro que eres el psicólogo de tus amigos. Debes de tener muchos amigos.... —Decía, como si necesitara soltar lo que pensaba. En el fondo, era muy hablador, pero lo habían silenciado durante toda su vida. —Te he visto, sí. Siempre creí que serías muy agradable, porque tienes una mirada bonita.
Fushiguro se quedó quieto, mirando al suelo con una ligera sonrisa.
Realmente tenía razón, le gustaba aconsejar a los demás y ayudar a la gente. Podía ser algo arisco o borde, en ocasiones, pero siempre estaría ahí para sus amigos. Siempre, incondicionalmente.
—¿Quieres tu bufanda? —Susurró.
La puerta se abrió.
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