🌙 Capítulo dos 🌙
Del profundo helecho de los sueños la muchacha despertó, gracias a que alguien la llamaba. No durmió cómoda es de esperarse, su cuello dolía y el frío en el cual pasó la noche no fue algo para regocijarse. Debía elegir si usar su capa de lana de almohada o de manta, prefirió la sabana al final.
Llegando la mañana una voz profunda quiso traerla a la realidad, cosa que no fue tan difícil. La cordero despertó aturdida y adolorida, hecha un ovillo en medio del suelo de la celda-cueva. En cuanto abrió pasivamente los ojos, notó a un chico sentado como un perro —esperando que notasen su estadía— del otro lado donde se suponía iba su compañero... Era el lobo.
—¡Ah, cielos! —se movió en un momento para quedar como había empezado; con la espalda en la pared y las piernas juntas, todo el tiempo temblando sin pudor.
Tras fruncir el ceño por esa tonta reacción —que en primera no tenía propósito, si de todos modos él no podría ni acercarse— tuvo el valor de hablarle por primera vez, siendo agresivo pero claro.
—No te voy a hacer nada, niña —seguía sentado, no llegaría a más de esa distancia por la horrible correa—. Deja de asustarte.
¿Todavía soñaba o estaba muerta y terminó en el infierno? ¿A caso le estaba hablando él? Y lo importante ¿sabía hablar? Porque desde que llegó a ese lugar él le dio a entender que solo vivía para comer y masticar. Era muy bizarra la escena.
—Oye, no me mires así... —Le dijo otra vez en tono hostil, cuando vio que la mirada de ella se quedó estática— No puedo llegar a donde tú estás, no seas tonta.
Bueno, al menos no se dirigía a ella igual que lo harían los otros lobos, como un simple pedazo de carne con patas. Pero aun no sabía qué responderle ¿presentarse? No, eso abriría paso a una relación de conocidos y lo que menos quería era entablar amistad con esas bestias.
El joven canino al ver que de ella no tendría mucha conversación, decidió aclararse de una vez. Suspiró, negando unas cuantas veces. Sería difícil seguir el ritmo de la borrega.
—Como sea, pásame lo que tengas en esa canasta.
Madoka agrandó sus ojos en un asombro que impregnó su rostro. ¿Que le diera qué? ¿La canasta? Claro, claro... Las fresas. Uh, a decir verdad ella no las había ni tocado por el susto del día anterior ¡nadie podría comer después de eso!, así que las tenía casi intactas.
—¿Qué se las dé? —pensó ella desviando su atención a las pequeñas frutas que ahora posaban en medio de la prisión. Unas cuantas hormigas acabaron con pocas pero había suficientes para llenarse.
Cómo sea, no es que se las fuera a comer. Luego de tener el breve recuerdo del lobo rubio ya no quería ni acercarse a un arbusto de fresas. La cuestión era si dárselas y no terminar sin una mano, porque poco confiaba en pasar su brazo por las rejas. Quizás era un truco barato para jalarla hasta él y ¡zaz! Fuera luces. La distancia entre él y los barrotes era mucha la verdad, aun así no se sentía del todo segura.
—Pero... —Susurró de pronto Madoka. El peliverde pudo escucharla claramente, en su voz había más duda que miedo— ¡Cómo sé que no me comerás!
Ahí iba la famosa acusación, chasqueó la lengua el joven canino... Tal vez su raza podría llegar a ser terrible y despiadada pero ¡¿qué no estaba viendo su cuerpo?! Si con suerte se mantenía sentado. Le quería gritar que de una vez le tirara las jodidas fresas aunque sus ganas de lastimar su fuerza restante eran pocas. Solo gruñó mirando a otro lado; qué tercos eran los corderos.
—¿Cómo voy a comerte desde aquí? ¿crees que esta correa es por gusto? —No pudo contenerse al alzar un poco la voz. Igual, si era más brusco no obtendría nada al final.
A esos sensibles se les debía tratar con suma delicadeza, ya que con un toque romperían en llanto. Las dos especies eran enemigas por esas diferencias, o más bien, por las debilidades infinitas que una de las razas tenía.
La pequeña razonó con sus palabras. Con que para eso era la correa... Si poseía su sentido. Sin embargo, no se permitía dejar ir al temor, por sobre todo estaba en presencia de un depredador embustero.
—No soy tonta, sé que es una trampa —murmuró y el lobo escuchó. Encarnó las cejas e hizo un puchero.
El peliverde estaba más que harto, se obligó a suprimir los tremendos deseos de morderla. Una odiosa, fue como la describió él. Apretó el césped que yacía entre sus dedos, oprimiendo los dientes con la misma intensidad. Explotaría de rabia pronto.
Sabía la actitud delicada de los borregos pero ¡diablos! no le llevaría la corriente por mucho si se comportaba tan irritante.
—¿¡Cuántas veces tengo qu-
Y sintió algo caerle en la nariz que, con rapidez, se desplomó en el suelo, justo delante de él. No le dolió, fue un toque suave. Bajó los ojos hasta sus manos, allí encontró una fresa.
—¿Qué...? —confundido decidió mirar nuevamente a la chica, la cual para su sorpresa estaba más cerca de los barrotes con la canasta en las manos.
¿Le tiró desde ahí?
—¿Q-Qué esperas? ¡Anda, cómela! —en un tartamudeo, ella tomó otra frutilla y esperó a lanzarla.
—¡¿A caso me viste cara de perro?! —Ahora sí, se hallaba molesto.
En primera, ni le dio tiempo de precipitarse para tomarla. En segunda, se sentía al igual que una mascota de espectáculo. Que al menos tuviera la descendencia de avisarle.
—¿¡E-Entonces no quieres más?! ¡Se dice gracias! —le contradijo Madoka. Temerosa pero asustada, una mezcla de torpeza y osadía.
Quería dejarle a entender que por ser cordero no le permitiría aprovecharse. La castaña, en su aldea, era conocida por su generosidad y temperamento. Ningún otro la retaba por lo mismo, a veces daba miedo y en otras lucía bastante amigable.
El muchacho no contaba con diversas opciones, solo requería acostumbrarse a ello... Pero él también se comportaba como ella o mucho peor, así que ambos no llegarían a varios acuerdos por sus actitudes. Esta vez el predador calmó su descontento, dejando que su contraria le aventara más fresas poco a poco.
Si los demás lobos lo vieran de tal modo de seguro perdería la cabeza, mientras su orgullo se le va escurriendo de entre sus manos.
Un lobo siendo alimentado por una corderito. Ni Dios se lo creería.
Después de eso las horas no solo se fueron volando. En la cesta no quedó algún rastro de lo que en ella hubo. Ya era la noche, como siempre tan fuerte en su frío que arrasó con cualquier otro sonido.
Los valientes grillos le hacían compañía a la joven, que en el rincón de los días anteriores quedó enrollada en su capa lanosa. Iba a tener un resfriado si los días continuaban de tal forma, pero eso lo podrían definir aquellos que la metieron allí.
No escuchó sus voces burlonas desde hace dos días, no la dejarían más ahí si planeaban comerla ¿o sí? La verdad es que prefería morir de una vez a que recorrer más noches en gélido silencio, cortando cada hilo de su cordura. Menos mal tenía una peculiar compañía, porque quizás podría caer más veloz a la demencia total. O eso pensaba. No había más que hacer, solo pensar en cómo seguiría las próximas mañanas.
Sus recuerdos frescos debían mantenerse así para cuando ella decidiera revivir tales momentos como un bucle, hasta quedarse dormida en el indiferente suelo, y volver con esa rutina al otro día. ¿Llegaría a ser salvada? Las posibilidades decían descaradamente que no.
Solo por ir muy temprano a los arbustos de fresas. Si tuviera las energías se daría una cachetada, ahora le quedaba dormir, porque con ese método se alejaría de tan mala realidad que la tenía presa.
Bueno, todos decían que el mundo era más difícil fuera de la aldea, eso sería una lección que ya no pondría a prueba.
—Niña.
Abrió los ojos de golpe. Conocía esa voz, por supuesto, el lobo.
El peliverde se encontraba recostado a un lado, con la vista a la zona de su compañera. Cuando no escuchó respuestas dejó de insistir y cerró los ojos para volver a descansar. Quién sabe qué horas eran.
—Madoka —dijo en claro la chica, con el suficiente volumen para ser escuchada—, me llamo... Madoka.
Ya no le importaba presentarse, iba a terminar en las fauces de sus captores y no tendría sentido seguir en anonimato. Dejaría su nombre a alguien por última vez antes de su partida.
El mayor se quedó donde mismo, pensando en otras cosas. La voz de esa criatura sonaba muy desmotivada, era entendible que siendo una presa fuera apartada de sus familiares y de su hogar.
Por un lado el lobo no sabría qué sentir, él siempre dijo que el hogar no existía. Vivió más en las afueras de los territorios de los depredadores que en la cueva con los de su raza. Pues sí, no tenía un hogar. Así era la cosa para él, pero ¿para esa esa víctima? ¿Qué era un hogar o cariño desde sus ojos? Podría ser una parte importante en su vida o todo. En fin, estaba divagando mucho, empatizando más de lo que debería.
El canto de los grillos siguió a la par de tan frío clima por el resto de la velada.
—Y yo Kyoya —respondió después de un rato de pensamiento él. Era lo menos que podía decirle luego de haberle dado comida.
—Buenas noches, Kyoya —fue lo último que escuchó de ella en esa noche.
Eso fue una sorpresa que se llevó el peliverde. No entendía si las fresas le dejaron el horrible sabor a dulce hasta aturdirlo o esas palabras lo dejaron atontado.
Lo que sea, pensó una vez más que el azúcar noiba con su persona.
A la mañana siguiente su dolor de cuello no mejoró el inicio del día. Madoka se levantó adolorida, tanto como su corazón y su cuerpo. La pesadilla no había terminado del todo, porque seguía en la prisión sin señales de la vida en el exterior. Agregó una rayita en la roca de la cueva; dos días y contando. Tenía mucha pared para poner cuantas rayitas, y eso la entristeció.
Muy seguro que a ese punto la cosecha buena ya la habían tomado, además de que sus amigos estarían regordetes a punto de estallar y ella solo había probado una. Era una pena.
Luego de estirarse, tomar agua de un pequeño estanque al fondo de la celda y sacudir su capa, notó a Kyoya recostado en el césped desmesurado de espaldas. Imaginó que estaba dormido, no había más que hacer allí de todos modos. Descansar para esperar a dormir en la noche otra vez. Cuánto desearía un libro o una libreta para dibujar, lo que sea, estar a solas con su mente no era tan divertido ya, más al llenarse de pensamientos con finales sangrientos. El aburrimiento o la ansiedad por mantenerse entretenida se debía a que, junto a su padre, reparaba las cosas que muchos pueblerinos no podían, era un hobby bastante extenso pero perfecto para ella y su mente en movimiento.
Miró el pasto en el lado del lobo, ¿cuánto tiempo había pasado él ahí encerrado? Kyoya estaba antes de que ella llegara. Por la altura de las plantas allí, pensó que más de lo que se aguantaría la cordero. ¿Y por qué lo apresaron los de su propio clan en primer lugar? Tenía entendido que los lobos poco sabían de reglas, no creía que los crímenes eran penados, o es que no entendía muy bien cómo funciona eso en los depredadores. Le daba pena preguntarle y darle a entender su curiosidad indomable.
La jaula servía bastante para encerrar y enloquecer a los borregos, ¿pero a un lobo? Lo veía con capacidad de pensar, así que la fuerza mental de esas bestias sobrepasaba a la de ellos. Por eso eran sus enemigos, estaban más preparados en esa parte; matar, soportar torturas y potencia monstruosa para luchas. Eso reforzaba la idea de que salieron de fuegos infernales.
—¡Buenos días! —alguien gritó desde arriba, en el agujero del techo— ¿Cómo amaneció la cría?
Por el santísimo cielo, era el lobo rubio y el grandote. A Madoka le dio un pinchazo al levantar la mirada despavorida. ¿Acaso venían a comérsela? ¿A torturarla? Esas ideas pasaron rápido una detrás de otra, no dejándola procesar cuando uno de ellos le lanzó un pedazo de tela amarrado con algo dentro.
Y así como llegaron, se fueron. A lo lejos se escuchó al más bajo reír como demente.
La castaña quedó donde mismo con las manos en el aire y el corazón a mil. Fue por un momento corto pero le dio temor, mucho temor... Respiró unas cuantas veces antes de finalmente parpadear y mirar lo que recién tiraron. Qué mala costumbre de asustarla, ella todavía seguía siendo una dama.
Kyoya, en su lado, volteó a la chica moviendo las orejas, igual de sorprendido que ella. Lo que sea que estaba amarrado era fresco, con olor a dulce, parecía tener un perfume que le irritaba la nariz. Eso le hizo fruncir una expresión de disgusto.
—¿Qué te dieron? —preguntó de inmediato él, sentado en el medio de su zona.
—N-No lo sé... —A kilómetros se podía ver el temblor en las piernas de la jovencita que le dominaban. Tomó un pedazo de valor para aclarar la duda al abrir el contenido del paquete— ¿Frutas? —se preguntó a sí misma una vez lo logró.
El lobo había adivinado pero no le hizo sentir mejor. Se alivió, pensó que sería algo muerto para jugarle una broma.
—Tsk, tontos... —gruñó Kyoya, cruzando sus brazos. Solo comida para la cordero.
La nueva cesta —que a comparación a la otra le ganaba en tamaño— era decorada por diversas frutas; manzanas, naranjas, ciruelas y otras cosas más. Eso sería un festín para cualquier borrego, duraría para desayuno, almuerzo y cena. Y esos diablos sabían elegir, se tenía que admitir, porque ninguna de las frutas se hallaba en mal estado. En sus preciosos colores que Dios les dio, deban señales de que estaban perfectas para comerlas. ¿Madoka debía alegrarse? Quién sabe si ellos le pusieron veneno por mera maldad a intoxicarla.
—¿Y? ¿Vas a comértelas o qué? —atrajo su atención su compañero, con las piernas cruzadas y ojos cerrados.
¡Cómo se atrevía a preguntar semejante cosa! El susto que le dieron le quitó hasta sus ganas de respirar. Las frutas trasmitían una gloriosa sensación de querer morderlas, eso no lo negaba. Y estaba el hecho de que su estómago no tenía nada de nada, desde el día anterior.
—¿Qué? ¡No, para nada! —refunfuñó la chica apretando su capa— ¡Debe tener veneno!
Kyoya alzó una ceja confundido. Las tonterías que soltaba esa mujer eran dignas de ser escritas y ser recordadas por años. Sería un desperdicio total dejar que la comida se pudriera en ese fabuloso estado.
—Si tuviera veneno tendrían un agujero pequeño por donde lo pondrían... —alegó el peliverde guardándose sus comentarios hirientes para cuando dijera algo peor. Había que comprenderla— Revisa y verás que tengo razón.
Madoka enfocó sus ojos a la canasta con tristeza, luego se dedicó a inspeccionar cada fruta por todos los lados, averiguando lo que decía el lobo. Efectivamente, no le conseguían ningún agujero. Podría descartar por ahora el hecho de morir intoxicada.
—Pues no, al parecer no tienen nada... —se dijo a sí misma en voz baja. Suspiró más tranquila.
—¡Claro! ¡Ellos serán unos imbéciles pero no te darían veneno! —exclamó de repente el muchacho, sacando a su contraria de su calma— Si piensan comerte, lo menos que querrían sería que tuvieras algo letal dentro de tu cuerpo.
—¡Y lo dice con tanta normalidad! —Mentalizó la castaña.
Ese día pudieron comer medianamente normal.
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