2. C.H.I.S.M.E.A.R.
¿Había dicho que Katherin Lapuerta era la mujer más chismosa en Sandía Vill, verdad? No, no piensen tales cosas. En realidad conocer todo lo que sucedía a su alrededor era parte de su trabajo, pues Katherin Lapuerta en realidad... ¡era espía!
Se le consideraba una de las agentes más efectivas de C.H.I.S.M.E.A.R., el Centro Holístico de Inteligencia Sistemática para Misiones Especiales Avanzadas y Responsables.
Y ella, por supuesto, era la fundadora. Cada tanto se asignaba una nueva misión, no por chismear, como ustedes están creyendo. No. Sus intenciones no eran más que meramente profesionales.
Con cada movimiento de las manecillas del reloj, el mediodía se acercaba, así que Katherin debía comenzar los preparativos para el almuerzo, pero no por ello iba a dejar de lado su investigación privada. Se consideraba una mujer entregada a su trabajo. Cada cierto tiempo se acercaba a la ventana y usaba binoculares para ampliar su visión hacia la casa de enfrente.
Toda la mañana estuvo al pendiente de cualquier movimiento de Pablo e Isabel. Era una experta en averiguar la vida de los demás, uno de sus mayores logros fue descubrir que el vecino de la 14-Galleta le estaba siendo infiel a su mujer con la chica de la 10-Tostada, pero eso no era todo, la mujer también le era infiel a él con el novio de la chica de la 10-Tostada. Descifrar aquello fue toda una encrucijada que duró dos meses en resolver. Las pistas fueron escasas pero las sospechas grandes. Llegó a utilizar un tablero, fotos y todo tipo de implementos para trazar una investigación policial.
Al final no había ningún caso en Sandía Vill que la Agente Lapuerta no solucionara.
Ah, sobre lo de Galleta y Tostada, obviamente es la asignación a las aceras de las casas. Si llegaron a este punto de la historia, ¿en serio siguen buscando la lógica tras los nombres?
Cuando Katherin se percató de que abrieron la puerta, tomó su libreta y un lapicero. Isabel fue quien salió, con ropa deportiva, quizá a trotar, quizá al gimnasio, quizá a hacer algunas compras, ¡quizá a dar información a infiltrados del gobierno! Bueno, eso era exagerar, pero nunca se sabe.
En ese momento el motivo que hacía salir a Isabel Cristina no lo supo, pero estaba segura de que pronto lo descubriría.
—Bitácora de Agente Lapuerta —dijo por un pequeño micrófono—. Nueve y treinta a.m: Isabel ha salido de casa con ropa deportiva Nike, tenis y gorra negra. Conectó airphones blancos a su iphone once Pro Max y se fue trotando.
Tomó sus binoculares una vez más y los amplió más allá de la ventana.
»Nueve y treinta y uno a.m: Pablo permanece en casa, sigue desempacando. En su muñeca lleva un Rolex de oro. Se desconocen los objetos que saca de las cajas.
Apagó el micrófono.
—¿Qué tienes ahí? —se preguntó en voz baja.
Movida por la curiosidad, su mente ideó el plan perfecto para averiguarlo. ¿Acaso no era una profesional?
Katherin corrió al patio y buscó la manguera, cubrió su cabeza con un enorme sombrero y salió al jardín a dar rienda suelta a su plan, sin dejar de lado lo binoculares, serían la parte fundamental en su misión. Disimulaba rociar el prado mientras los usaba.
No había nada fuera de lo normal en manos de Pablo, hasta que un látigo negro llegó a sus manos.
—Señor Pablo Grey —susurró con sorpresa, dejando escapar un pequeño gemido al imaginar escenas sucias en su mente—. Parece ser un hombre interesante.
Pablo dejó el látigo sobre el sofá. Se interesó en qué más sacaría de allí.
«¿Qué seguirá? ¿Esposas? ¿Cuerdas?»
Diablos, Katherin.
Sus fantasías se terminaron cuando lo vio acercarse a la ventana. De inmediato se giró hacia la matera, había pasado tanto tiempo con la manguera en ella que el agua la inundó. Cuando intentó regresar, Pablo había cerrado las cortinas. Lastimosamente la observación había tenido que terminar, pero hasta una buena espía como la Agente Lapuerta sabía que en ocasiones era necesario abortar.
Katherin, aún con la manguera abierta, se giró en busca de otro ángulo, pero terminó empapando a Isabel, quien se había acercado de repente.
—¡Isabel, lo siento mucho! —se disculpó, profundamente apenada—. No te vi venir.
—No, parecías bastante ocupada con —habló con un ligero tono de molestia—... ¿son binoculares?
—Oh, sí, ya sabes —pensó con rapidez—... me encanta detallar las flores y las mariposas que se acercan al jardín.
—Ya, pues... te creería si tuvieras flores. ¿Y si quiera estabas mirando mientras regabas? Ay, ve, creo que esa mata acaba de ahogarse.
—Bueno, está bien, me atrapaste... sufro de... miopía, y mi hijo menor es tan travieso que partió mis lentes, así que tengo que usar estos binoculares para poder ver de lejos.
Sin duda Pinocho era mejor con las mentiras.
—Oh, eso suena terrible —susurró, llevando la mano al pecho—. ¿Tenés hijos? —preguntó con curiosidad.
—Sí, dos. —Sonrió, tratando de despistarla—. La mayor se llama Vivi An y el menor Theo. Si quieres puedes entrar y tomamos algo. Me siento terriblemente apenada contigo y quiero recompensarlo.
—Me encantaría, pero mirá. —Señaló su ropa—. Me mojaste, tengo que ir a cambiarme. Además iba a comprar unas cosas, pero recordé que dejé la plata. —Rio—. Qué cabeza la mía, eh avemaría.
—Está bien, será en otra ocasión entonces. Y siento mucho lo de la ropa, en serio.
—Aj, no te preocupés, fue un accidente. —Manoteó, despreocupada—. Nos hablamos, pues.
Katherin la vio alejarse; tan pronto como se internó en la vivienda, corrió a registrar los avances en su libreta y micrófono, no sin antes detallar el reloj.
—Nueve y treinta y ocho a.m: Isabel regresó a casa. Irá a cambiarse porque la mojé por accidente. La sospechosa dice haber salido a hacer compras.
Cuando el sol estuvo más cerca del cenit, Harrison Sierra se apresuró en terminar la jornada. Su cliente más reciente, la señora Cyn Consuelo, no dejaba de llorar frente a él. Era lo de todos los días, personas desconsoladas inundando de lágrimas los papeles su escritorio. El esposo de Cyn Consuelo había muerto ahogado por una pepa de mamón.
Sí, menuda forma de llegar al otro lado. Qué vergonzoso sería para el señor Armando Bronca Segura cuando se lo pregunten en el más allá.
Y como si no fuera suficiente, su familia había contratado a Las Lloronas, un grupo de actrices famosas en Pizzalia que cobraban por llorar a moco tendido en los funerales. Estaba bien, a Harrison Sierra no le afectaba, pero, ¿el problema? Contrataron a las Lloronas por adelantado, para que se dolieran junto a los familiares mientras llegaba el cuerpo a la sala de velaciones, y su llanto era tan fuerte que llegaba hasta la oficina.
Harrison solo quería regresar a casa, almorzar con su familia, alejado de la cara de zombie que colocaba la señora Cyn Consuelo.
—Ya está todo listo —confirmó Harrison mientras terminaba de firmar—. Llevaremos todo esto al sitio donde prepararán el cuerpo. Estará aquí antes de las seis de la noche, señora Cyn Consuelo.
—Gra-gra-gracias, señor Sierra —balbuceó la mujer frente a él, y se sonó los mocos en su paño, tan fuerte y asqueroso que él la vio con horror—. ¿Sabe? Él siempre quiso que lo trajéramos aquí, decía que los jardines de su cementerio eran lo más cercano que alguna vez estaría a su padre.
—No hay de qué, y lamento mucho lo del señor Bronca Segura.
Ella asintió y, aún con tristeza en su corazón, salió de la oficina, cabizbaja.
Harrison se aseguró de organizar su lugar antes de marcharse. Estaba tan acostumbrado a situaciones como esas que incluso sentía que había perdido la sensibilidad. A veces deseaba un empleo más reconfortante, pero era lo que su familia se esforzó en construir y no deshonraría la memoria de sus padres marchándose de la funeraria.
En minutos ya se hallaba en el auto fúnebre camino a casa, el trancón era terrible en hora pico. Lo último que quería era oír eran las bocinas de los autos y la gente gritándose entre sí para avanzar, así que decidió tomar una ruta alterna, un atajo que había descubierto hacía mucho y desde entonces siempre le ayudaba a llegar a casa más rápido de los normal. Los autos que circulaban por el sector eran pocos y la ausencia de semaforización permitía conducir a alta velocidad.
Harrison manejó en silencio, hasta que no pudo contener más la pregunta que tanto eco le hacía en su mente.
—¿Quién le pone a su hija Cyn Consuelo? —se preguntó.
De pronto su concentración fue cortada por el retumbante y ensordecedor ruido de dos veloces motocicletas que saltaron por sus costados. Iban tan rápido como la familia de Rápidos y Furiosos, y fácilmente podrían competir contra Toretto en alguna carrera.
En cuestión de segundos su sorpresa se tornó en temor. Los hombres forrados de negro sacaron armas de sus chaquetas y apuntaron hacia el coche frente a él. Con pocos disparos consiguieron estallar las llantas y obligar al conductor a frenar con dificultad.
Harrison también frenó en seco y, consumido por el terror, permaneció dentro del carro, lo último que deseaba era morir dentro de su propio auto fúnebre.
Los asaltantes obligaron a una joven a salir del auto. Con total rapidez la ataron de manos, pies y boca. No tardó en llegar una furgoneta negra. Procedieron a lanzarla adentro, y el auto aceleró, perdiéndose en la carretera.
Para infortunio del desdichado Harrison Sierra, era el único auto en el sector, por consecuencia, el único testigo del hecho. Por dentro comenzó a rezar, hasta que uno de los asaltantes se acercó a él y, apuntándole con el arma, lo obligó a salir del auto.
—¡De rodillas! —ordenó con severidad.
—Por favor, no-no-no me haga daño —comenzó a suplicar entre lágrimas—. Te-tengo una familia que me espera en casa. —El secuestrador cortó el espacio entre ambos y apuntó mucho más cerca, en toda la frente—. No quiero dejar a mis hijos sin padre... ni a mi esposa viuda... por favor.
La pistola permaneció unos segundos más en su frente. Harrison cerró los ojos. No paraba de temblar y sentía todo su cuerpo hiperventilar.
De pronto, el hombre enfundó el arma.
Tal vez fue su persuasión, suerte, el destino o intervención divina, pero lo agradeció soltando un suspiro profundo.
—Gracias al cielo —musitó.
El asaltante corrió a la motocicleta y, junto a su compañero, siguieron el camino del furgón.
Cuando Katherin escuchó el ruido de un auto, tomó sus binoculares y se acercó a la ventana.
—Una de la tarde, Isabel y Pablo han vuelto a casa después de haber estado afuera por dos horas.
Y tan pronto como los vecinos entraron, percibió un sonido familiar, se trataba de la bocina del transporte escolar.
—¡Al fin! —exclamó con alegría, y corrió a recibir a sus hijos.
El primero en entrar fue Theo, cuyo morral era más grande que él. Sus seis años lo convertían en el consentido de la casa, pero también en el más imprudente y ruidoso. Su cabello rubio se hallaba mojado, sin duda jugó bastante a la salida de la escuela y no parecía haber agotado aún la batería.
Tras él entró Vivi An. Transitaba la etapa de la adolescencia, por lo tanto sus acciones a veces no eran las más adecuadas, sin embargo, Theo la mayor parte del tiempo conseguía recordarle que en el fondo había una niña en ella, y, juntos, le hacían travesuras a su padre. Vivi An había heredado el cabello cliché rubio de su madre, pero su rebeldía la llevó a teñirse las puntas de negro a escondidas. Esa vez recibió el peor castigo de su vida: nada de celular, ni computador ni salidas con amigos, pero lo que más le dolió fue que le decomisaran sus discos de Dua Lipa. Si no fuera porque Chencha la ayudaba a escabullirse hasta su habitación y escucharla en secreto, se hubiera sentido acabada.
—¡Ma-mami! —saludó Theo, y se aferró a ella cual oso de peluche—. Be-bendición.
—Dios te bendiga, mi niño. —Le dio un beso suave en la frente.
—Madre —saludó Vivi An, secamente, internándose en la sala.
—Dios te bendiga a ti también, hija —respondió con ligera molestia—. ¿Cómo les fue en el colegio?
—Le robaron la merienda, otra vez —intervino Vivi An mientras arrojaba el bolso al sofá y se cruzaba de brazos—. Tuve que comprarle algo con mi dinero. De nada. —Mostró una sonrisa falsa, y se tiró al mueble.
—Theo —llamó con tristeza—. ¿Es en serio? ¿Te siguen molestando esos bravucones, mi niño? Tendré que hablar seriamente con la directora.
—Suerte con eso —contestó la hermana mayor—. Como si esa anciana cascarrabias de Destructa Toro fuera a hacer algo, ya deberían darle el retiro forzoso.
—¿A qué se debe esa actitud, jovencita?
—Do-don A-Anderson re-regañó a Vivi An por-porque se demoró en su-subir al tra-tra-transporte —acusó Theo en venganza—. Esta-taba be-besándose con un chi-chico a la salida de la es-escuela.
—¡¿Qué?! —exclamó Katherin, exaltada.
Vivi An amplió los ojos con sorpresa, y lanzó una mirada asesina al pequeño.
—¡Maldito chismoso! —bufó—. ¡Ya verás cuando te atrape! —Theo comenzó a correr por toda la casa y Vivi An a perseguirlo.
—¡Cálmense los dos! —gritó, sin obtener efecto.
Theo subió tan rápido las escaleras que, Chencha, quien había bajado tras escuchar los gritos, tropezó con él y cayó al suelo.
—¡Mamá! —gritó Katherin, y corrió a asistirla.
—¡Nona! —exclamaron los niños, e hicieron lo propio.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo? —comenzó a preguntar la rubia bronde—. ¿Sientes algún hueso roto? ¿Debería llamar a tu exnovio doctor?
—Calma todos —respondió, serena, y, con ayuda de su familia, recuperó la postura—. Madonna tiene más años que yo y se levanta mucho más lento luego de una caída, no será nada. ¿Por qué pelean esta vez?
—Vivi An be-besó a un chi-chico a la salida del co-colegio —volvió a acusar Theo.
—¡Esa es mi nieta! —exclamó con orgullo.
—¡Mamááá! —replicó Katherin—. ¡No se lo celebres!
—Digo, no vuelvas a hacer eso, querida. —Le guiñó el ojo.
—Te estoy viendo.
—¿Qué? No he hecho nada
—Le acabas de picar el ojo. —Chencha le guiñó de nuevo, y Vivi An le correspondió con una sonrisa leve—... lo has vuelto a hacer.
—¿Hacer qué? —cuestionó, indignada—. ¡No trates de acusar a tu madre de mentirosa!
—Pero yo...
—Pero nada, ahora ve a tu cuarto.
—¿Qué? Soy una mujer adulta, no puedes enviarme a mi cuarto.
De repente, el pito de otro auto interrumpió la conversación. Cuando Katherin se asomó a la ventana, vio llegar a Harrison.
—Cariño —saludó tan pronto como cruzó la puerta—, ¿por qué tardaste tanto?
—Theo, Vivi An, suban a sus cuartos —ordenó.
—¿Qué? —replicó la rubia de mechones oscuros—. ¿Por qué?
—Ve, ahora —contestó, firme.
Su hija mayor blanqueó los ojos por un momento y subió junto a su hermano. Harrison esperó hasta escuchar el sonido de la puerta al cerrar de un golpazo.
—¿A qué viene eso, querido? —quiso saber Chencha.
—Casi muero —dijo, aún anonadado, desplomándose en el sillón.
—¡¿Qué?! —refutaron al unísono.
—Vi cómo secuestraban a una chica. Fui el único testigo... uno de los asaltantes casi me dispara... pero no lo hizo. No entiendo por qué.
—Cariño —susurró Katherin, pasmada, y le brindó un abrazo de fortaleza—. Gracias a Dios que estás sano y salvo.
—No puede ser, Harry —habló Chencha, tan preocupada como su hija. Se sentó junto a él—. ¿Te encuentras bien? ¿Estás seguro de que no te pasó nada?
—No, estoy bien... solo que aún no lo supero. Mi vida pendió de un hilo, Chencha, por un momento creí que las dejaría solas, a ustedes y a los niños.
—No digas eso, querido —consoló, sobándole el hombro—. Descansa, lo necesitas. Ya luego se sabrá en las noticias. —Suspiró—. Pizzalia cada vez está más peligrosa, con todo esto de los secuestros hasta yo tengo miedo de salir.
—¿Tú? —cuestionó Katherin—. Están secuestrando jóvenes, no abuelas.
—Suficiente. Katherin Lapuerta, ¡estás castigada!
—¡Qué!
—Ahora sí, ¡a tu cuarto, jovencita!
¡Lo prometido es deuda!
Aquí estamos en la actualización de viernes. Esta vez va dedicado para Shamsyell. El próximo capítulo llega el lunes.
¡Que tengan todos un buen finde! 😉
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top